Terroristas biológicos
Leo esta semana que el hombre más rico del mundo aspira a vivir para siempre. Lógico. Morir sería un desperdicio. Jeff Bezos gana 120.000 dólares cada minuto, inclusive mientras duerme. Necesita tiempo para poder gastárselo. La noticia es que el dueño de Amazon ha invertido algo así como lo que gana entre salir de la cama y el desayuno en una “start-up” de Silicon Valley cuyos empleados, expertos en ingeniería genética, se han lanzado a la conquista de la última frontera.
Muchos, media humanidad o más, han resuelto el problema sin recurrir a la ciencia. Por ejemplo, los 19 creyentes que hace 20 años convirtieron cuatro aviones de pasajeros en misiles guiados. Uno se imagina el éxtasis en sus rostros al estrellarse contra las Torres Gemelas y el Pentágono, convencidos de que a cambio de acabar con 3.000 vidas recuperarían las suyas en un paraíso repleto de vírgenes.
Es posible, claro, que se equivoquen. Que los que gocen de la felicidad eterna sean los católicos, por ejemplo, y no los musulmanes. Lo que me recuerda un chiste. Un hombre llega al cielo y un ángel le hace de guía. “Ahí en aquel oasis están los musulmanes. Allá en ese bosque, a los judíos. Los protestantes son los que están en la playa”.
El recién llegado ve un enorme muro. “¿Y eso qué es?” pregunta. “¡Shhh!” le contesta el ángel. “No grites. Ahí detrás está el espacio reservado para los católicos. Creen que son los únicos que están aquí”.
Detrás no de un muro pero separados del resto de la humanidad por mucho mar está Australia, cuyos habitantes creen haber descubierto el paraíso en la tierra. Dicen que habitan “the lucky country”, el país afortunado. Y cierta razón tienen. Australia es una socialdemocracia admirablemente igualitaria. Es Suecia con sol, vino y buena comida. Y con una actitud radicalmente diferente a la gran cuestión de nuestros tiempos, cómo enfrentarse a la amenaza del Covid.
Los suecos han reaccionado casi como si nada. Los australianos como si fuese, bueno, el fin del mundo. Durante lo peor de la pandemia, hace un año y medio, los suecos seguían yendo a los bares, sin barbijos a la vista. Los australianos, cero tolerancia. Se contagiaba uno y arresto domiciliario para todos. Las cifras indican que Australia acertó. El virus mató hasta la fecha a 14.702 suecos y a 1.076 australianos.
La comparación entre Suecia y la mayor parte del resto de Europa da para pensar. Los durísimos confinamientos que hemos vivido acá en España y en lugares como Francia, Italia y Reino Unido no han dado mejores resultados que el laissez faire sueco. El índice de muertes por habitantes no ha sido mayor en Suecia. Sin embargo, la comparación con Australia es, para Suecia y para casi todos, demoledora.
O eso parecía. Hoy Suecia es un país mucho más vivible que Australia, se detectan menos infecciones y todo indica que la tendencia se mantendrá. En el último mes el Covid ha provocado 44 muertes en Suecia, 127 en Australia. Los suecos viven en total normalidad, sin restricciones salvo las que cada individuo se impone a sí mismo. En Australia el gobierno sigue reaccionando con pánico a la primera señal de infección. Hace un par de semanas se obligó a dos tercios de los australianos, 18 millones de personas, a no salir de casa. Tiendas, bares, restaurantes, colegios; todos cerrados. Entrar o salir del país, casi imposible. Viajeros internacionales han sido calificados en los medios como “potenciales terroristas biológicos”. Un país fundado por presos se ha convertido en una gran prisión.
Mientras tanto, el ritmo de vacunación ha sido de los peores de los países ricos. ¿Porqué? Por el terror, en buena parte, a la AstraZeneca, la única de las vacunas que se produce dentro de Australia. Los coágulos de sangre que a veces genera parecen causar una muerte por cada millón de vacunados, números lo suficientemente elevados para que media población se ponga a correr.
Conozco Australia. Escribí esto en 2015: “La obsesión nacional en Australia es evitar la muerte. No pasó un día durante mis visitas a Melbourne, Brisbane y Sídney sin que me enterara de una novedosa iniciativa propuesta por el papá Estado para intentar eliminar todo riesgo y toda posibilidad de sufrimiento de la existencia del infantilizado ciudadano medio australiano”.
En el parque más grande de Sídney había carteles que ponían: “Por su seguridad les advertimos que no visiten el parque después de lluvias o vientos fuertes debido al riesgo de problemas con los árboles”, es decir, de que a uno se le caiga una rama encima. Descubrí, entre cientos de reglamentos similares, que cualquiera que pretendiese trabajar en una obra de construcción debía superar una prueba para demostrar que sabía el procedimiento correcto para usar una escalera sin caerse.
No me sorprende la respuesta de Australia al Covid, ni tampoco ver que según unas encuestas recientes el grueso de los australianos no solo aprueba de las medidas de su gobierno (los suecos, por cierto, también) sino que son la gente que más miedo le tiene al virus del mundo. Como Jeff Bezos, aunque no tengan sus millones, sienten que ya están en el paraíso y no quieren que se acabe nunca. Pero como el Covid no va a desaparecer, incluso con las vacunas, y como su gobierno no da señales de cambio, están condenados a una especie de purgatorio eterno, a vivir medias vidas marcadas por un ciclo de confinamientos sinfín.
El resto del mundo está aprendiendo a convivir con el Covid, como ha aprendido a convivir con el cáncer y demás plagas de la fortuna, la más inevitable de las cuales es la muerte. Ser adulto es resignarse a las limitaciones de la condición humana y disfrutar del tiempo que uno tiene. Ser niño es dar pataletas contra el destino, como la mayoría de los australianos y el hombre más rico del mundo.
Fuente: Clarin
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