Un presidente civilizado
Al final de su tercer y último gobierno, el general Antonio Guzmán Blanco, deseoso de abandonar Venezuela para retirarse en París y vivir el resto de su vida en paz, recomendó al doctor Juan Pablo Rojas Paúl para sucederlo en su sillón de Casa Amarilla. El abogado resultó electo presidente y prestó juramento el 5 de julio de 1888.
A pesar de ser el favorecido del “Ilustre Americano”, no combatió la tendencia anti-guzmancista que cobraba fuerza en el país. Más bien, dejó que las cosas siguieran su curso, hasta el punto que se mantuvo pasivo cuando una manifestación popular echó por tierra las dos estatuas de Guzmán Blanco, poniendo punto y final a su hegemonía.
Rojas Paúl fue personaje interesante, mucho más de lo que algunos piensan, o que los sortarios que aterrizaron en el poder por casualidades de la vida, como los generales José Tadeo Monagas, su hermano José Gregorio y Julián Castro, varones criados en la guerra, gente que no sabía qué hacer sino pelear.
Se le conocía como erudito de las leyes, caballero de buenos modales, y religioso. De caudillo tenía poco, amigos militares menos. Eso le gustaba a la gente, significaba un cambio refrescante del pasado, distinguiéndolo de los próceres antiguos con su modernidad.
Era un civil reservado, el carisma no era lo suyo, pero aquello no le restaba variables en la ecuación política. Entendió desde el principio que la mejor manera de hacerse querer y amasar adeptos era dejar a los periodistas opinar sin censura. Ellos que redactaran a su antojo cualquier cosa que se les viniera en gana. Total, a quién le importaba lo publicado por la prensa. Cuando lo elogiaban cosechaban su confianza, y la crítica propinaba ideas para tomar medidas innovadoras.
Su mandato se distinguió por el respeto a las libertades y un progreso sustancial en el ámbito científico y cultural. En agosto de 1888, al mes de ser investido, decretó la construcción de un Hospital Nacional en Caracas, recinto que contaría con mil camas y en el cual se combinarían las tareas asistenciales con prácticas de los estudiantes de medicina. Le puso por nombre “José María Vargas” y designó como encargado a un tal doctor José Gregorio Hernández.
En septiembre ordenó la instalación del Observatorio Astronómico y Meteorológico en la colina Cagigal, edificación en la que se instaló un telescopio que compró la nación al señor H.L. Boulton, un artefacto modernísimo para estudiar el firmamento.
En octubre fundó la Academia Nacional de la Historia. Los académicos reservaron al doctor el sillón letra “A” y lo nombraron director honorario de la institución, puesto que desempeñó hasta la fecha de su muerte. Después de fallecido, se mantuvo la tradición de dejar siempre vacante su sillón hasta nuestros días, como homenaje eterno a su fundador.
A finales de ese año, como ya era costumbre, inició la temporada de ópera. El ejecutivo propuso realizar un certamen Nacional de Música, evento que tuvo mucha resonancia en Caracas. En el concurso se dieron cita los principales compositores de la época y resultó premiado un himno de Ricardo Pérez.
En 1889, los jóvenes Guillermo Fernández de Arcila, Emilio Calcaño y Pedro Emilio Coll fundaron el Liceo Artístico, institución para estudiar teatro y música. Levantaron afición por el arte de las tablas, realizando funciones en el teatro Caracas y el Municipal, obras que despertaban el interés del público, que se divertía un montón con sus comedias, en las cuales Pedro Emilio vestía disfraz para hacer imitaciones.
El presidente Rojas Paúl estaba al tanto de aquella costumbre arraigada de los caraqueños de poner apodos a las personas. Nunca le gustó mucho ese con el que lo bautizaron. Seguramente hubiese preferido uno distinto, pero los motes no se escogen. Por su rostro flaco, nariz prominente, ojos grandes y saltones, lo denominaron el “caraegallina”. Nadie se atrevía a decírselo a la cara, pero él sabía que lo mentaban así a sus espaldas.
Resulta que un día le llamó la atención al presidente el título de una función montada por la gente del Liceo Artístico. Se llamaba “En pos de la gloria”, guion escrito por Calcaño e interpretado por Coll. Sonaba interesante, así que convenció a su esposa, Josefita de la Concepción, de ataviarse en sus mejores fachas, porque pasarían la velada disfrutando de una obra de teatro.
Don Juan Pablo se llevó una sorpresa en lo que levantaron el telón. En mitad del escenario, bajo el foco, apareció Pedro Emilio Coll, disfrazado del propio Rojas Paúl, rascándose la chiva postiza, imitando con gracia su manera de caminar y tono de voz, tomando podio para recitar un monologo como si se fuese a dirigir al congreso.
Antes que abriera la boca estaba delatado. Estalló en carcajadas el aforo al reconocer a quién imitaba. Se desternillaron comentando a voces.
-¡Caraegallina!… jajaja… ¡Es el caraegallina!… jajaja.-
Al terminar el acto y la ovación de aplausos, el presidente de la república mandó a llamar al actor para que lo visitara en su palco, pues quería hablar con él. El pobre Pedro Emilio se puso pálido cuando le dijeron que Rojas Paúl estaba en la audiencia. Además, había pedido verlo para platicar y que se dejara puesto el disfraz.
Acudió temeroso para charlar con el doctor, imaginando podía terminar en La Rotunda, encerrado por el resto de sus días en un calabozo. Le temblaban las extremidades cuando se le presentó al magistrado, que, con cara de pocos amigos, lo miró de modo inquisitivo de pies a cabeza, mientras se afilaba una punta del bigote.
Le dio la mano, lo felicitó y le dio las gracias. Tanto él como su esposa habían disfrutado mucho de la obra, pues Josefita de la Concepción no había parado de reír con su imitación y ocurrencias.
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