Matanza de chanchos
Un amigo inglés voló esta semana de Londres a Madrid, donde tenía que hacer una conexión. La perdió porque tuvo que incorporarse a una larguísima cola, junto a un centenar de pasajeros argentinos, para mostrar su pasaporte. Finalmente llegó a su destino con seis horas de retraso y sin valija.
La lástima es que no me puedo reír. Mi amigo no es un ferviente Brexitero, más bien todo lo contrario. Es gracias a la voluntad democrática de una ligera mayoría de los súbditos de su majestad que él, como todos los demás británicos, perdieron el derecho a entrar en los países de la Unión Europea con la ágil facilidad concedida a los ciudadanos de los países miembros.
Felizmente razones sobran para sí podernos reír del Brexit. Es de mal gusto regocijarse con el “te lo dije, te lo dije…”, ya, pero en este caso seguiré el ejemplo de Oscar Wilde. “Soy capaz de resistirme a todo”, dijo, “salvo la tentación”.
Si la escasez de gasolina, de comida e inclusive de juguetes se acentúa en Reino Unido, como está previsto, quizá podríamos lanzar una campaña solidaria en este diario para enviar alimentos y regalos a los niños ingleses a tiempo para la Navidad. Se podría montar una ONG, llamarla ASP, Argentinos Solidarios con los Piratas.
Es broma, pero no tanto. Los titulares de los diarios ingleses a lo largo del último mes revelan que se está generando un auténtico pánico ante la creciente posibilidad de que la nación tendrá que soportar un infeliz, no un “happy”, “Christmas”.
Casi todo tiene que ver con la decisión de dejar el sistema de movimiento libre laboral de la Unión Europea pero si uno se creyera las explicaciones del gobierno de Boris Johnson pensaría que se trata más bien de un desastre natural, tipo huracán en Haití. Nada que ver con nosotros.
Mentira. Construir la relación Reino Unido-resto de Europa fue, parafraseando a Winston Churchill, el trabajo laborioso de años; destruirla, el acto insensato de un día.
Hoy vemos las consecuencias. Las imágenes en las estaciones de servicio inglesas, colas eternas y de vez en cuando peleas, me recuerdan a Zimbabue en la peor época del dictador Robert Mugabe. No es que no haya nafta; no hay camioneros para transportarla. Por la misma razón los estantes de muchos supermercados están vacíos.
Los datos más recientes indican que en las últimas dos semanas uno de cada seis ingleses no ha podido adquirir los habituales alimentos esenciales. Faltan verdura, fruta, leche, queso y carne, especialmente de cerdo. Faltan trabajadores especializados en los mataderos y ya se ha tenido que asesinar a casi 7.000 chanchos con balas para luego cremarlos o enterrarlos. Calculan que pronto estarán liquidando a 12.000 por semana.
El gobierno de Johnson está practicando lo que Orwell llamaba “doublethink”: doble pensamiento. Por un lado están ofreciendo visas especiales para camioneros y carniceros europeos; por otro, se niegan a aceptar que la calamidad que vive su país tiene que ver con el Brexit. Es como si la palabra Europa estuviera prohibida.
Este mes la nueva canciller británica habló por Zoom con todas las embajadas británicas del mundo y luego dio un discurso en el congreso anual de su partido conservador, En ninguno de los dos casos mencionó el continente con el que su país hace la enorme mayoría de su comercio. Las dictaduras del Golfo Pérsico e incluso Antártida recibieron menciones, pero no los vecinos.
El discurso del primer ministro Johnson en ese mismo congreso rebosó optimismo y, como es habitual en el payaso en jefe de la nación, montones de bromas sobre entre otras cosas los camioneros (“orinan en los arbustos”) y, siempre un blanco fácil en Inglaterra, los franceses. La palabra “chutzpah” en yiddish es de uso común en el inglés. Significa “cara dura”. Una vez alguien la definió tomando como ejemplo un hombre que, tras matar a su padre y su madre, pide clemencia al juez porque se acaba de quedar huérfano.
Ese hombre podría ser Boris Johnson, el que prometió al electorado antes del referéndum de 2016 que el Brexit significaría “recuperar el control”. En uno de los pocos momentos aparentemente serios de su discurso declaró que la crisis de descontrol que estaban viviendo sus compatriotas era un paso necesario hacia la transición a una vibrante tierra prometida en la que todo el mundo ganará gigantescos sueldos. Ese fue su mensaje esencial, y un par de días después se subió a un avión con su esposa y su bebé para volar a la pérfida Europa, concretamente Marbella, donde se instalaron en un chalet cuyo alquiler es de 30.000 euros a la semana. Podemos suponer que evitó la indignidad de hacer cola en Migración.
Mientras tanto su ministro para el Brexit, un hooligan llamado David Frost, siguió en Londres haciendo su trabajo, que consiste en amenazar a los países de la UE con terribles represalias si no ceden en los acuerdos que hace un par de años él mismo negoció. Como un hámster intentando asustar a un tigre. Éste es el mismo Frost que unos meses antes del referéndum del Brexit escribió un documento en el que concluyó que “la mejor consecuencia posible” de salir de la unión “no puede ser mejor que lo que ya tenemos”.
Y hoy ahí está, defendiendo el Brexit a muerte, prometiendo el mismo futuro dorado que su jefe. Más doublethink. Más chutzpah.
Dicen que el peligro más grande para la democracia proviene de China, o de Rusia. Un error. El peligro más grande está dentro de los mismos países democráticos, con los inevitables engaños que acompañan al populismo. Los Estados Unidos de Trump lideran el proceso de autodestrucción pero otros no están muy lejos, entre ellos la antigua, una vez admirada y cada día más frívola democracia parlamentaria británica.
Boris Johnson pasó buena parte de su estancia en Marbella pintando acuarelas, el hobby favorito de Churchill, su ídolo. Ahí empieza y termina toda similitud entre los dos.
Fuente: Clarin
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