La revolución del amor
La Real Academia Española, esa que a algunos les parece un espacio de señorones almidonados y que para nuestra inmensa fortuna cuida de esta preciosura que es nuestro lenguaje, da varios significados al vocablo «vado». Dice que es lugar de un río con fondo firme, llano y poco profundo, por donde se puede pasar andando, cabalgando o en algún vehículo. Y también, aunque lo marca como en desuso, dice que es tregua.
En 1997 se publicó en idioma original y con traducción al francés un libro de poemas. El original en japonés contiene 367 wakas; 53 de ellos fueron traducidos al francés y publicados en Francia por Signatura bajo el título Sé-oto, le chant du gué. El título traducido al español sería «Sonido: el canto del vado».
Mi francés está bastante apolillado y oxidado, pero me alcanza para leer. Y el año pasado, en medio de las miles de horas de flotar en el limbo de la pandemia, hallé el tiempo para descargar el libro y leerlo. Fue una experiencia de esas que uno puede calificar como sublime.
Hasta aquí, pues nada de relevante. Quienes gustamos de la poesía entendemos que es un género poco amado por las multitudes. Acaso y con suerte, si tuvimos alguien cercano en nuestra historia que nos presentó a la poesía como un camino de expresión humana, la buscaremos en los grandes textos.
La autora de «Sonido: el canto del vado» tiene, además de dominio de técnica poética, una circunstancia: es Michiko Shoda, «Mitchi» o «Michi», como cariñosamente la llaman. Es la emperatriz emérita consorte de Japón. Y hoy, 20 de octubre de 2021, cumple 87 años.
Michiko nació plebeya. Sin haber sido bautizada, había sido criada en los valores cristianos. Akihito la conoció en una cancha de tenis y, según él mismo, fue amor a primera vista. Y todo fue difícil.
Hirohito, el Emperador, acababa de renunciar a su condición de divinidad establecida por la religión sintoísta.
Akihito, príncipe heredero, se enfrentó a la tradición milenaria y expresó su deseo de desposar a Michiko. A ello se opuso toda la corte y muy en particular la emperatriz Nagako, madre de Akihito.
Para que Akihito pudiera casarse precisaba de la aprobación del Consejo de la Casa Imperial. Akihito fue consiguiendo uno a uno los apoyos necesarios. Para ello recurrió además a varias casas reales europeas que pudieran ayudarle. Y finalmente se casaron el 10 de abril de 1959.
Hasta aquí, bueno, un cuento de hadas, y además público, porque la boda fue transmitida por televisión y vista por 15 millones de personas y en las calles de Tokio se agolparon más de 500 mil almas. Para muchos era la primera vez que veían tan de cerca a la casa imperial.
Más temprano que tarde, la joven princesa consorte empezó a actuar de manera distinta a los siglos de tradición. Se vestía con cierto desenfado e informalidad, usaba guantes cortos mostrando los codos. Mandó a instalar en palacio una cocina en la que ella misma preparaba alimentos para ella y su marido el joven príncipe. Cuando tuvo a su primer hijo, se fotografió con él en brazos. Con sus tres hijos hizo lo mismo y dejó caer a la prensa que la princesa bañaba a sus hijos con sus propias manos y que, además, los amamantaba.
Claro, unos príncipes modernos encontrarían escollos, en especial de los tradicionalistas. El estrés se hizo presente y la princesa enmudeció durante un año. Solo hablaba con el príncipe y con sus hijos. Dicen que su silencio fue un gesto de protesta.
Con la muerte del emperador el 7 de enero de 1989, Akihito se convirtió en el emperador número 125 de Japón y Michiko en emperatriz consorte. Los nuevos emperadores fueron entronizados en el Palacio Imperial de Tokio el 12 de noviembre de 1990.
Han sido modernos. Salieron de palacio, visitaron 19 países, y convirtieron a la familia imperial en visible y accesible para los japoneses de a pie. Michiko cumplió con todas sus funciones oficiales pero lo hizo mostrando sencillez y encanto. Y se la vio sonriendo en momentos felices como la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos de Invierno de 1998 en Nagano, visitando centros de servicios sociales, culturales y caritativos y arrodillados ambos en un gimnasio cubierto convertido en albergue de afectados por el terremoto y tsunami de 2011. Nunca jamás unos emperadores habían hecho eso.
Michiko es muy querida por el pueblo japonés. Ha cumplido impecablemente sus deberes pero siempre ha comunicado su amor con gestos de dulzura.
El 30 de abril de 2019 el emperador Akihito abdicó. Lo hizo en la sala estatal de Matsu-no-Ma del Palacio Imperial de Tokio frente a 330 asistentes, miembros de la familia imperial japonesa y representantes políticos. La ceremonia fue transmitida por más de cincuenta medios nacionales e internacionales.
En la ceremonia se anunció la cesión del trono al nuevo emperador e hijo de Akihito, Naruhito. El recibió la sagrada espada de Kusanagui, una joya de 1000 años de antigüedad.
Los japoneses recibieron este cambio con felicidad. Tanto como aman y respetan a la nueva pareja imperial, así mismo reconocen que los emperadores eméritos bien que se han ganado su tiempo de paz y tranquilidad. Akihito es llamado Joko que significa “gran emperador”.
Ella, Michiko, ha tenido algunos problemas de salud. Y el pueblo japonés ora por ella.
Dicen los japoneses que ellos, Akihito y Michiko, hicieron la revolución del amor en el Palacio Imperial en Japón y que la compartieron con el pueblo.
Acompaño estas líneas con fotos de ellos dos jóvenes, cuando se enamoraron, y una reciente, en la que es evidente el amor.
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