Nadie es perfecto: ni Nelson Mandela, ni Thomas Jefferson, ni los hipócritas de la “cancelación”
Nelson Mandela dedicó su vida a combatir el racismo pero hay un dato sepultado en la página 292 de su autobiografía que ofrece la oportunidad de acusarle, sí a él, de racista.
Cuenta que en diciembre de 1961 se subió a un avión en Ghana y al ver que el piloto era negro se asustó. “Tuve que controlar el pánico que sentí”, confiesa Mandela. “¿Cómo era posible que un hombre negro volase un avión?”.
Ofrezco esta joya a aquellos fanáticos que se dedican al estudio forense de las grandes figuras del pasado con el fin de encontrar motivos para arruinar sus reputaciones. O, como dice el léxico revisionista, para “cancelarlos”.
Mandela reconoce en su libro de que su reacción al piloto negro demostró que había sucumbido “al condicionamiento mental del apartheid”. Pero los matices no cuentan para la policía moral. Pecaste una vez, aunque haya sido en otra época con otras sensibilidades, y no hay perdón posible.
Bueno, Mandela quizá se salve. Haber hecho lo que hizo le da cierto margen. Pero imagínense que se descubriera que un contemporáneo suyo blanco como el presidente John F. Kennedy hubiese reaccionado de la misma manera al ver a un negro al mando de un avión. El día siguiente cambiarían el nombre del aeropuerto de Nueva York.
En algo por el estilo están hoy con Thomas Jefferson, el principal autor de la Declaración de Independencia de Estados Unidos. Las autoridades de la ciudad de Nueva York han decidido esta semana quitar una estatua de Jefferson del edificio de la alcaldía.
¿La razón? Que Jefferson fue, según cuentan sus detractores, la encarnación de “lo más vergonzante de nuestra historia”, “pedófilo y dueño de esclavos”. Algo de razón tienen. Jefferson tuvo 600 esclavos y esclavas, con una de las cuales tuvo seis hijos, el primero cuando la madre era menor de edad.
Por otro lado, fue presidente dos veces de Estados Unidos, fue un gran defensor de la libertad religiosa (particularmente para los judíos, cosa no muy de moda en aquellos tiempos) y fue un erudito: arquitecto, matemático, filósofo y horticultor. Es extraordinario lo activo que una persona puede ser cuando no hay celulares a la vista.
Jefferson representa lo peor de su país pero también lo mejor, igual que la propia Declaración de Independencia, a la vez uno de los documentos más nobles y más hipócritas jamás compuestos.
“Sostenemos como evidentes estas verdades”, reza, “que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables”; «que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”. Bien, salvo la pequeña omisión de los esclavos.
Jefferson fue un gran hombre pero la cuestión es si sus defectos, por más típicos de su época que hubiesen sido, le restan todo mérito y, en tal caso, si la sentencia de la alcaldía de Nueva York se debería replicar en todo el país. Si la respuesta es que sí, un lío.
Hay 29 ciudades y 3.241 calles que llevan su nombre en Estados Unidos. El monumento a Jefferson es uno de los lugares de visita obligada en Washington, ciudad nombrada por otro de los padres fundadores de Estados Unidos.
Otro lío, porque George Washington también tenía esclavos. ¿Entonces qué? ¿Además de borrar todas sus estatuas de los espacios públicos y cambiar los nombres de 5.052 calles, cambiar el nombre de la capital también?
La lista de posibles candidatos a la cancelación es interminable. Crece cada día. Winston Churchill y Charles Darwin han estado en las miras de los justicieros hace tiempo. Shakespeare de repente tambalea. En el Globe Theatre de Londres, donde se estrenaron obras como ‘Hamlet’ y ‘Romeo y Julieta’ en el siglo XVI, hay un plan en marcha para “descolonizar” sus textos.
Esto significa, entre otras cosas, quitar palabras que asocian la belleza con la blancura de la piel. Recientemente se han sumado a la lista Beethoven y Wagner, cuyas obras están a punto de ser eliminadas de los currículos de varias academias de música, por ejemplo la del Royal Holloway en Londres.
Un profesor de música del Royal Holloway renunció el mes pasado en protesta. Paul Harper-Scott lamentó “la francamente demencial noción” de que negar a los estudiantes el acceso a, por ejemplo, la novena sinfonía de Beethoven “de alguna manera mejoraría las condiciones materiales de vida de gente económicamente, socialmente, sexualmente, religiosamente o racialmente discriminada”.
El profe da en el clavo. Si aniquilar todo rasgo de músicos, escritores, científicos o líderes políticos del pasado cuyas ideas o acciones ofenden la sensibilidad moderna fuese solo la expresión más pública de medidas concretas para combatir la discriminación entonces tal destructividad podría tener su debatible valor.
Si el gesto de esconder o romper a pedazos la estatua de Jefferson no se acompaña de políticas que mejoren la escuálida condición de vida de la gente pobre de Nueva York sería tan legítimo acusar de hipócritas a los biempensantes de la alcaldía como a Thomas Jefferson.
De hipócritas y también de vagos y de cínicos, ya que el postureo ofrece a los políticos la ruta más fácil a la reelección. Populismo de manual. Se apela a los corazones, a resentimientos y a sensaciones de injusticia, y se evita el trabajo duro que se requiere para llenar estómagos.
Lo entiende bien una paisana de Mandela, una joven activista de una ciudad cerca de donde el antiguo líder del Congreso Nacional Africano (CNA) nació. Leí un artículo esta semana en el que la joven comentó el cambio de nombre hace tres años de la ciudad de Grahamstown, que conmemoraba un coronel inglés del siglo XIX, por el de Makhanda, un histórico guerrero africano.
Fuente: Clarin
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