Malos augurios cuando la jefa no está

Es una campaña sueca. No hay clima ni gestualidad de vísperas electorales. La jefa del peronismo no está y, probablemente, no estará para cerrar la campaña de la coalición gobernante ni para las ceremonias habituales de los domingos electorales. Por primera vez desde 2007, Cristina Kirchner no participará del tramo decisivo de los preparativos de las elecciones. Ya sea porque decidió voluntariamente no postergar la operación quirúrgica o porque su estado de salud se lo exigía, la vicepresidenta dejó a su partido en manos de Dios. Su hijo, Máximo Kirchner, resolvió al mismo tiempo demorar hasta marzo las elecciones para elegir autoridades del clave peronismo bonaerense. “No habrá clima en diciembre para llevar a los peronistas a votar dentro del partido”, dice el señorío del conurbano. Si la decisión de Cristina plantea dudas (¿fue ella o su salud la que tomó la decisión?), la de su hijo es demasiado explícita. Ninguno de los dos espera una victoria el próximo domingo en el distrito electoral más importante del país.

Los encuestadores más serios del país comparten la intuición de la familia presidencial. “Los datos duros sobre el estado de la sociedad son peores que antes del 12 de septiembre”, asegura uno de ellos. ¿Cuáles son los datos duros? La percepción social sobre la situación del país y de la economía; la imagen de los principales dirigentes del Gobierno y de la coalición peronista y las expectativas de futuro de la gente común. Los porcentajes de aprobación o de optimismo se desplomaron. El Gobierno declaró la pospandemia después del devastador fracaso electoral de septiembre. Abrió todo: la economía y los viajes al interior y al exterior. Su problema es que las clases sociales baja y la media baja se encontraron con un país con precios inalcanzables. “La apertura no nos sirve. Nosotros no podemos”, repiten en los focus groups. Los pobres son más pobres. La clase media está obligada a modificar sus hábitos; debe cambiar el colegio donde estudian sus hijos o cambiar la casa donde viven. Conservar las dos cosas le es imposible. El nivel de vida de antes parece algo que ha sido. Los jóvenes de 26 años carecen de la experiencia vivencial del auge del kirchnerismo con capacidad de dispendio, que sucedió entre 2003 y 2008. Esos jóvenes solo recuerdan el no constante durante la pandemia: no salir, no frecuentar amigos, no hacer deportes, no enamorarse, no concurrir a la universidad ni al trabajo. El exitoso discurso libertario de Javier Milei y José Luis Espert tiene sus raíces en tales represiones, demasiado recientes para ser olvidadas.

El kirchnerismo ha perdido a los sectores bajos (clase media baja y pobres que trabajan) y a los jóvenes, que fueron durante mucho tiempo parte de su caudal electoral. En esas franjas de la sociedad se asentó en gran medida el triunfo de Alberto Fernández en 2019. Renombrados encuestadores plantean, sí, el interrogante sobre las repercusión que tendrá en la votación la movilización del aparato partidario peronista en la provincia de Buenos Aires. Se sabe que están alquilando remises y taxis para trasladar votantes y se sabe, también, que golpean las puertas de los que no fueron a votar en las primarias y que reciben algún plan de la Anses. Les advierten que podrían perder ese beneficio. Entrecruzan datos personales. Es una práctica irrefutablemente ilegal; el Estado no puede hacer uso partidario de los datos personales de los ciudadanos. Pero lo hace. El kirchnerismo es empedernido. Silencio en la oposición.

Una novedad no está pasando inadvertida para el clásico peronismo: una coalición no peronista tuvo en las últimas elecciones, y podría tenerlo en la de dentro de siete días, un piso electoral más alto que el propio peronismo. El justicialismo se jactó siempre de que, aún en la derrota, su piso electoral nunca bajaba del 33 o el 35 por ciento de los votos. Juntos por el Cambio cosechó el 41 por ciento aún cuando perdió la presidencia en 2019. Superó ese porcentaje en 2017, y en septiembre pasado le ganó también al peronismo. El viejo peronismo ya no ve solo una derrota; también advierte un proceso de decadencia. ¿Imparable? La respuesta dependerá de lo que harán de ahora en más los gobernadores e intendentes, los que tienen el poder territorial y podrían perderlo.

El Gobierno se regodeó con políticas sociales como la del aborto o la instalación de derechos a las personas transexuales. Alejados de cualquier discusión sobre el fondo de esas decisiones, lo cierto es que fueron políticas que conformaron a minorías sociales con poca influencia en un domingo de elecciones. También creyó enviarles mensajes a la progresía cuando apoyó (a veces explícitamente; otras veces, implícitamente) a las dictaduras de Venezuela, Nicaragua y Cuba. Según todas las mediciones de opinión pública, una enorme mayoría de la sociedad detesta a los regímenes de Venezuela y Nicaragua. Cuba es una presencia inmodificable para casi todos los argentinos. Ninguno recuerda a esa isla sin la dictadura de los Castro. La administración de Alberto Fernández no resolvió, en cambio, ninguno de los problemas económicos. Al contrario, todos se agravaron. Casi dos años más tarde, la constante inculpación a la gestión de Macri suena más como un pretexto que como un argumento.

La mayoría de la gente de a pie y el establishment coinciden en sus temores, que pueden resumirse en dos preguntas: ¿todo terminará estallando? ¿Cuándo sucederá el estallido si es que sucede? Tales alarmas se respaldan en datos objetivos: las tarifas y ahora los precios están congelados; el dólar merodea los 200 pesos y la brecha entre el dólar oficial y el paralelo se sitúa en el 100 por ciento, y la inversión desapareció hasta que no exista un acuerdo con el Fondo Monetario. Las negociaciones con el organismo internacional es un zigzag permanente dentro del propio albertismo. Nunca la última verdad es la última. Cerca del Presidente se dijo en Europa que el Gobierno proyectaba pedirle al Fondo un “waiver”, que significa una exención en los plazos para acordar y evitar así el default con el organismo. Luego, el ministro de Economía, Martín Guzmán, y el embajador argentino en Washington, Jorge Argüello, ambos militantes del albertismo, descartaron de plano esa posibilidad. ¿Quién habló de “waiver” en el entorno del Presidente? Los periodistas no inventan; si tuvieran esa capacidad, serían escritores de best sellers, no pobres escribidores de crónicas sobre tristes asuntos. ¿Por qué hicieron rodar esa versión? ¿O el Gobierno está, acaso, lleno de librepensadores?

El color de la grisura mancha la campaña. El Gobierno está enredado en su desventura: entre sus propios errores y la percepción de la derrota. La oposición hace los trámites de las campaña, como los hacen los burócratas. Ninguna referencia a la monumental jubilación de Cristina (2.500.000 pesos mensuales más una retroactividad de 120 millones de pesos en un país donde el ingreso promedio de los jubilados es de 23.600 pesos), salvo las escasas excepciones de Graciela Ocaña y Martín Tetaz. Ninguna referencia a la gestión política de Máximo Kirchner, el político peronista con peor imagen en la provincia de Buenos Aires. Ninguna crítica a la parálisis del gobierno bonaerense, seriamente fracturado desde que Cristina intervino la administración de Axel Kicillof. El gobernador no se habla con su jefe de gabinete, Martín Insaurralde. ¿La oposición está segura de que la elección del próximo domingo está ganada? ¿Calla, acaso, imaginando que será gobierno en dos años más? No hay peor error político que dar por hecho lo que todavía no sucedió.

No fue, en cambio, un librepensador el que opinó sobre la Corte Suprema o el que se metió en cuestiones internas de Brasil. Fue el propio presidente de la Nación. Justo él, que es tan cuidadoso con las cuestiones internas de Venezuela y Nicaragua, opinó públicamente sobre conflictos políticos exclusivos de Brasil. Pero Alberto Fernández aseguró también delante del expresidente brasileño Lula da Silva que este estaba en libertad porque en Brasil “existe una Corte Suprema digna” y comparó el caso de Lula con el de Cristina Kirchner. La Corte Suprema argentina es indigna, según se desprende claramente de las palabras presidenciales. En efecto, el máximo tribunal de Justicia del país tiene varias apelaciones de Cristina Kirchner, que aún no resolvió, como no resolvió planteos que también le hizo Mauricio Macri. La Corte no tiene plazos para expedirse y esa atribución debe ser respetada. El Presidente cometió un grave atropello contra el principio de la división de poderes cuando se metió en cuestiones privativas de otro poder del Estado. El Presidente es el único que no tiene derecho a opinar sobre el desempeño de la Justicia. Además, el caso de Lula no es el mismo que el de Cristina. A Lula se lo juzga en Brasil por la supuesta cesión de la propiedad de un importante departamento (que no está a su nombre) en una playa donde concurre la clase media brasileña. No es una playa donde van los ricos. ¿Es lo mismo eso que el pornográfico caso de los cuadernos, que el lavado de dinero en hoteles y edificios de Cristina Kirchner (que sí están a nombre de la familia Kirchner) o que la investigación sobre el direccionamiento de la obra pública para beneficiar con cientos de millones de dólares a Lázaro Báez? ¿Cómo puede el Presidente caer en semejante confusión intelectual, además del agravio institucional?

Funcionarios cercanos al Presidente aseguraron que este no habló de Macri en las reuniones del G-20 ni en su viaje por Europa. Desmentían, así, las versiones de que Alberto Fernández había quebrado el viejo principio según el cual los presidentes no hablan en el exterior de los problemas internos de sus países. El Presidente criticó directamente a Macri en declaraciones que hizo al llegar a Glasgow. Si no hubo cambios de última hora, Glasgow sigue siendo territorio británico, no argentino. En las reuniones plenarias del G-20, señaló al “gobierno anterior” y al Fondo Monetario como culpables de la deuda argentina. “No hay inocentes en esta historia”, subrayó. El gobierno anterior es el de Macri; no hay posibilidad de equivocarse o de tergiversarlo. Las decisiones políticas del gobierno de Macri pueden haber sido ser buenas o malas, pero Alberto Fernández estaba hablando de la deuda soberana; es decir, de los compromisos del país. Vale la pena recordar una frase de Nicolás Avellaneda de 1876, cuando la Argentina enfrentaba una crisis de endeudamiento: “La república puede estar hondamente dividida en partidos internos; pero tiene solo un honor y un crédito, como solo tiene una bandera y un nombre ante los pueblos extranjeros”. Casi 150 años después, esa frase de Avellaneda es más moderna que las que se escucharon aquí en días muy cercanos.

Fuente: La Nación

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