La sin ventura Doña Beatriz

Mucho se sabe sobre los hombres que arribaron tierras americanas desde Europa a finales del siglo XV y principios del XVI. Sin embargo, poco se conoce sobre los relatos de las mujeres que se aventuraron a cruzar el océano Atlántico para poblar el Nuevo Mundo. Según el cronista Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés, en 1502, con la expedición de fray Nicolás de Ovando, llegaron las primeras damas ibéricas a La Española, actual República Dominicana y Haití. 

En su navío viajaba la esposa de Diego Colón, la virreina doña María Álvarez de Toledo y Rojas, acompañada de algunas doncellas, mozas que llegaron a desposar en Santo Domingo con personajes ricos y de renombre en la isla. Entre ellas se encontraban las hermanas Juárez, hijas de Juan Juárez, a quienes el historiador consideraba bonitas. Catalina, la mayor de ellas, contrajo nupcias con Hernán Cortés, conquistador de México. Otra de las muchachas que desembarcó junto al sacerdote se llamaba María de Cuéllar y casó con Diego Velásquez, conquistador de Cuba.

Resultaba imprescindible la presencia de señoritas castellanas para criar familias de linaje. Buscaban los reyes católicos estimular la emigración de las mujeres para evitar que los conquistadores se mezclaran con las nativas, mantener el estirpe y pureza de sangre, con el propósito de garantizar la continuidad cultural.

A partir de aquel viaje comenzaron a desembarcar féminas en los puertos por montones. Además de todo tipo, hidalgas, soldaderas, amas de casa, sirvientas, parientes o criadas, viudas y solteras, todas dispuestas a probar fortuna en Indias, territorio que les pareció inhóspito, pues tocó habitar en bohíos, sin ningún tipo de privacidad o comodidades, en una sociedad completamente desorganizada. Santo Domingo fue el primer gran asentamiento de damas españolas, por lo menos durante el primer cuarto del siglo XVI. Con el paso del tiempo fueron poblando otras tierras, primero Cuba, luego México, desde allí empezaron a regarse, bajando por Guatemala hasta Panamá, luego el resto del continente. 

En América, al igual que en España, se vieron relegadas a un segundo plano, aunque asumieron funciones importantes en su nuevo hogar como asumir la representación social del marido en sus ausencias, manejar hacienda, ordenar a los criados. Al fallecer sus cónyuges heredaban la propiedad de la encomienda, la obligación de cobrar tributos y catequizar a sus esclavos, además de ponerlos a trabajar. Los usos y costumbres empleados en sus residencias se convirtieron en modelo a seguir para los indígenas, herramienta sagrada para educar a los salvajes. Claro está, no todas las damas que desembarcaron en el continente gozaron de los beneficios de una mejor vida. A muchas les tocó laborar de cocineras, costureras, pulperas y hasta prostitutas, pues todo pueblo necesita una meretriz como la María Martillo.

Se pueden contar con los dedos de una mano algunas que rompieron con el estereotipo de dóciles y obedientes, convirtiéndose en personajes caracterizados por su arrojo al instante de recorrer territorios, protagonizando historias realmente asombrosas. La extremeña Inés Suárez, amante de Pedro Valdivia, participó como soldado en la conquista de Chile y decapitó a los caciques araucanos en el asedio y quema de Santiago; la donostiarra Catalina de Erauso, novicia escapada de un convento en San Sebastián, vivió como un hombre cambiándose el nombre varias veces para ser marinero, mercader, soldado, contrabandista, homicida, y prófugo de la ley; la andaluza María Estrada formó parte de las huestes de Cortés, dedicándose al cuidado de heridos y enfermos, además de colarse en el frente de batalla, dirigiendo acciones militares en México.

A la lista de las tres anteriores se debe agregar a doña Beatriz de la Cueva, esposa de Pedro de Alvarado, primer adelantado, gobernador y capitán general del Reino de Guatemala. Su marido participó en la conquista de Cuba junto a Diego Velásquez de Cuéllar, también fue mano derecha de Cortés en la conquista de la Nueva España, destacando en todas las batallas que libraron los españoles, especialmente las de Tabasco, Centla y Ulúa. Tras la conquista de Tenochtitlán, se le confirió la orden de luchar contra los indios quichés. En 1524 fundó Santiago de los Caballeros, luego llamada Ciudad Vieja en Guatemala.

Beatriz, a quien los cronistas de su época describen como hermosa y de ojos expresivos, llegó en 1539 al pueblo fundado por su marido, escoltada por un cortejo de veinte doncellas listas para acudir al altar. Hizo de su labor principal organizar enlaces matrimoniales, indicando a dedo el pretendiente con mejores atributos, flechando corazones al igual que Cupido, para que aquellas uniones consolidaran las bases de la nueva aristocracia colonial a surgir en los territorios bajo la regencia de Alvarado. Se ocupó de formar a las familias que tomarían las riendas de los negocios y asuntos políticos en la provincia. 

Con su encanto cautivó a los aldeanos, fungiendo como madrina de varios retoños en sus bautizos. Todos le tenían cariño y le rendían pleitesía en la villa. Su belleza interna superaba a la externa y eso era bastante decir, ya que el único retrato que existe de ella la muestra pelirroja, de facciones hermosas, vestida a todo lujo, con una mirada de ojos verdes muy coqueta y seductora.  

Don Pedro de Alvarado no soportó mucho tiempo el letargo e inactividad desempeñando el cargo gobernador y capitán general de Guatemala, menos en un ambiente tan romántico. Dos años de asuntos melosos fueron suficientes para resucitar sus deseos de aventuras. Estaba ansioso por obtener de la corona otro encargo para seguir explorando territorios o librando batallas en su nombre. Así que cuando el virrey de la Nueva España, Antonio de Mendoza y Pacheco, le solicitó comandar tropas con la misión de sofocar una rebelión de indios caxcanes y chiminecas estallada en la Nueva Galicia, o Jalisco, mejor dicho, movilizó emocionado a su mesnada, listo para desarrollar otra acción descabellada, poniéndole siempre el pecho de frente al peligro, confiado en el amparo de su buena estrella.   

Esa fue la última campaña militar en la cual participó el marido de doña Beatriz. El cuatro de Julio de 1541, en el poblado de Nochistlán, cerca de Aguascalientes, entre Guadalajara y San Luís Potosí, cayó Alvarado, víctima de múltiples flechazos en uno de los tantos enfrentamientos del conflicto conocido como la guerra del Miztón. 

Al conocerse la noticia de la muerte del gobernador y capitán general en Guatemala, el cabildo de la ciudad, formado por aquellos individuos que gozaron de la gracia de emparejarse con sus doncellas, decidieron que la viuda debía heredar el cargo de su difunto esposo. El nueve de septiembre de ese mismo año, Beatriz de la Cueva fue nombrada gobernadora y capitán general de Guatemala, cargo que aceptó de buen agrado, firmando el documento de su toma de posesión como “la sin ventura doña Beatriz”.

Fue la única mujer que alcanzó a desempeñar tan alto cargo político en la historia de la América colonial. Aunque solo pudo ejercer el durante un lapso de cuarenta y ocho horas, pues la madrugada del once de septiembre de 1541, un terremoto causó un deslave de lodo y rocas del volcán de Agua, destruyendo parte de los edificios, maltratando el resto, y cobrando centenares de vidas, entre ellas la de la sin ventura doña Beatriz de la Cueva.    

Jimeno Hernández
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