El príncipe y el primer ministro
Hay miles de chistes circulando por Internet sobre los dos tontos muy tontos de la vida pública británica, el príncipe Andrés y Boris Johnson. El príncipe insiste en que no recuerda haber conocido a una mujer que le acusa de haberla usado como objeto sexual cuando ella tenía 17 años. El primer ministro mantiene que pensaba que una fiesta que hizo en su residencia en pleno confinamiento, una de varias, fue una reunión de trabajo.
En uno de los chistes vemos una foto de los dos juntos. El príncipe le dice al primer ministro, “Bueno, primero deciles que no estuviste presente; segundo que apareciste ahí por equivocación; tercero, que pensabas que estabas trabajando y, si nada de esto funciona, que estabas comiendo una pizza conmigo. Te apoyaré. Suerte”. Es una alusión a la coartada que utilizó una vez el hijo de la reina inglesa para intentar desmentir a la mujer que le acusa. Según ella pasaron una noche en una discoteca en Londres con el notorio -ya difunto- pedófilo Jeffrey Espstein. Según él, estaba a 50 kilómetros comiendo…no, no en el palacio, en un Pizza Hut. No sorprende que, por ahora, la Justicia le da la razón a ella. El intento del príncipe de recurrir a oscuros legalismos para evitar comparecer ante un tribunal en Nueva York fracasó esta semana y todo indica que tendrá que cruzar el Atlántico y defenderse, en público, frente a un fiscal que huele sangre y celebridad mundial.
La respuesta de Isabel II ha sido fulminante. Ha expulsado a su predilecto de la familia real. Le ha despojado de sus títulos militares y patronatos varios y pierde también para siempre el gustito de saber que los plebeyos deben llamarle “Alteza”. No le quedaba más remedio a la reina. Su principal deber es mantener la credibilidad de la institución que preside. Si quisiera dar aún más alegrías a sus sujetos lo mejor que podría hacer ahora sería ordenar que le corten la cabeza a su primer ministro.
Casi dio lástima Johnson en el parlamento británico cuando el líder de la oposición laborista le preguntó por la fiesta que se montó en el jardín de su residencia mientras él mismo ordenaba a los ciudadanos a encerrarse y a no visitar a sus familiares cuando se morían en los hospitales.
Johnson parecía que en cualquier momento iba a ponerse a llorar ante el interrogatorio de su rival, como un chico que sabe que hizo mal y el profesor lo va a castigar. Se habían enviado cien invitaciones a la fiesta, a la que acudieron 40, y todas ponían que cada invitado tenía que traer una botella. Pero Johnson, con cara de que ni él mismo se lo creía, balbuceó que estaban trabajando.
Nadie se lo cree. Los parlamentarios del partido conservador de Johnson están afilando los cuchillos. Lo conocen y nunca lo han querido. Lo eligieron como líder porque su aire de cómico despistado pero ocurrente había caído bien entre los votantes ingleses, que lo último que pierden es el sentido del humor. Lo perdieron. Una cosa es cometer un error en política económica o internacional, temas complejos de los que no muchos se enteran. Pero cuando alguien se mofa de ti en la cara, como Johnson ha hecho con el público británico, no hay espacio ni para matices ni para perdón. Hasta la prensa de derechas lo da por muerto. Un columnista de la revista The Spectator, que Johnson dirigió en su época como periodista, dijo: “Hay gente que se sorprende de que el primer ministro sea incapaz de recordar qué hacía en su jardín esa tarde de mayo de 2020. No me sorprende a mí, ya que le cuesta recordar cuantos hijos tiene”. Todo vale contra Johnson ahora. Cuando los fieles se le echan encima, cuando los medios habitualmente más decorosos desentierran el viejo rumor de que tiene hijos no reconocidos desparramados por el mundo, no puede haber vuelta atrás.
Otro periodista del establishment, un veterano que fue el jefe de Johnson cuando éste trabajaba en el ultraTory Daily Telegraph, escribió el viernes: “Me asombran las críticas injustas al primer ministro. Boris Johnson es exactamente el hombre que siempre fue, infaliblemente fiel a sí mismo y mentiroso con los demás…La gente que yo condeno es la que la puso en Downing Street, ignorando la degradación moral que su presencia ahí supone.” Quedan un par de cuestiones: si Johnson dimitirá o si, como el príncipe Andrés, lo desterrarán; y cuándo.
¿Qué tienen en común los dos tontos, aparte del asco que provocan? Bueno, primero señalemos que solo el príncipe podría interpretarse a sí mismo en una versión británica de la película de Jim Carrey y Jeff Daniels. Johnson parte con ventaja genética. No tiene sangre azul. Lo que los dos comparten no es el mismo nivel de inteligencia sino que la misma ausencia de juicio, virtud más necesaria que sacar buenas notas en una persona que presume de autoridad moral o, en el caso de Johnson, de gobernar un país. Los dos meten la pata todo el tiempo y, como adolescentes, solo se dan cuenta cuando es demasiado tarde.
Más odiosa es la característica que abunda en ambos y en inglés se llama “entitlement”: que por haber tenido la suerte de recibir ciertos privilegios, no solo estás por encima de los demás mortales sino que tienes el derecho de hacer lo que se te canten las pelotas con tu vida y las de los otros. En el caso de Andrés, con chicas vulnerables; en el de Johnson, con todo un país, al extremo de sacar al suyo de la Unión Europea no por convicción, ya que principios no tiene ninguno, sino por un capricho, por juerga, por llamar la atención, para ver hasta qué punto podía imponer su voluntad sobre el destino de decenas de millones de personas sin que se dieran cuenta de que todo el tiempo se estaba riendo de ellos.
Y así va el mundo, como siempre ha ido, en tiempos de democracia y en tiempos de aristocracia. Lo dijo Shakespeare, “Somos para los dioses como las moscas para los niños malvados, nos matan por deporte”. El consuelo es que, a veces, los niños dioses se convierten en moscas muertas.
Fuente: Clarin
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