Nota editorial
Consabido, en Venezuela ya no hay industria editorial. Y no se debe precisamente al desarrollo de las telecomunicaciones, como osó comentar un vulgar propagandista del régimen.
Las librerías sobrevivientes, toda una curiosidad como las lavanderías y tintorerías, ya dejan el rubro de la papelería deslizándose a la oferta de alimentos con el debido guiño a las autoridades depredadoras. Los ejemplares físicos de muy vieja data constituyen el recurso desesperado para los buhoneros que prueban también con otras mercancías, aunque los hay – sorprendiéndonos – entusiastas, capaces de desplegarse en una avenida, departamentalizando sus ofrecimientos al aire libre, seguramente con compradores demasiados excepcionales.
La inmensa brecha digital, tampoco permite enterarnos siquiera de aplicaciones que nos traen el libro a la mano con una versatilidad extraordinaria que sólo reclama de un mínimo de entrenamiento y la disposición de cambiar de costumbre. Cifras modestas en otros países, se agigantan acá con la hiperinflación, por lo que no es fácil adquirir los libros electrónicos que debemos pagar en dólares o euros, empeorando la situación de no tener una cuenta bancaria en el exterior, por lo que tienden a aumentar en lo posible las logias de lectores que aminoran los costos, compartiendo golosos el vicio que los corroe.
Conocemos a la distancia del crecimiento geométrico a punta de bytes de un mercado que, incluso, muda de naturaleza, magnificando sus alcances. Ya lo notábamos, cuando creamos y mantuvimos por unos ocho años el grupo facebookeano de libros al que le dimos punto final al dispararse la enfermiza autopromoción de autores a los que nadie había arbitrado; por entonces, ya no recordamos la fuente, leímos un reportaje que daba cuenta de un elevadísimo porcentaje de obras en nada novedosas y mal escritas que compendiaban los lugares comunes de géneros comercialmente tan trillados, respecto a los autores espontáneos de obstinada publicitación.
Ante el avance de la auto-edición y las posibilidades comerciales que ofrecen empresas como Amazon, el caso más familiar, sin dudas, sería absurdo desestimar un recurso indispensable en la Venezuela de la quiebra editorial para todo aquél que esté dispuesto a probar y decantarse, pasando por las inevitables horcas caudinas del mercado. Empero, convengamos, si bien es cierto que en la era del libro digital hay una mayor relación del autor con el lector, sin el intermediario que se lleva las más jugosas ganancias, no menos cierto es que la vigencia de las editoriales más acreditadas depende más de ese arbitraje que garantizan, en lugar del diseño, la diagramación y de la propia manufacturación de los ejemplares: sería una locura presumir de una relación directa entre el autor y un lector que siempre requiere del crítico o comentarista para no perder tiempo en probar indiscriminadamente con centenares de autores que resultan panfletarios.
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