La gran travesía
Una noche gélida de 1485, en vísperas de navidad, las sombras de un hombre y un niño, agarrados de mano, se dibujaron frente a la entrada del monasterio de la Rábida en el pueblo de Palos de la Frontera. Tocaron a la puerta, temblando del frío y muertos de hambre, implorando por abrigo y pan. El prior, fray Juan Pérez, al notar su marcado acento extranjero, quiso conocer sus nombres, relación y procedencia.
El adulto procedió a relatar su historia y la de su hijo. Venían de puertos lejanos, distanciándose de adversidades. Era marinero y había navegado por el Egeo, el Mediterráneo y el Atlántico. El franciscano no supo entender si charlaba con un loco o un genio al comentar debía reunirse con los reyes Isabel y Fernando, pues tenía un proyecto magnífico para proponerles y dio detalles sobre su insólito plan. Rogó al sacerdote si era posible velar por el chaval mientras dedicaba tiempo a su misión. Diego era buen chico, bastante obediente.
-Juro no causará problemas.-
El forastero dejó al crío bajo custodia de los sacerdotes y siguió camino hasta Sevilla. En esa ciudad consiguió reunirse con los duques de Medina Sidonia y Medinaceli. Agarrando una naranja, girándola sobre la mesa, mostró a esos nobles personajes era redonda, igual que la tierra. Navegando en dirección al Poniente, se podía llegar a la India. Medina Sidonia, maravillado con aquel cuento estrafalario, decidió redactar una carta a la corte, en la cual recomendaba escuchar sobre la empresa.
A principios de 1486, marchó a Córdoba, esperanzado de ser oído por sus majestades. Por milagro de Dios, logró ser recibido por el contador mayor, don Alonzo de Quintanilla, quien tomó cierto interés en el tema y terminó por convencer al cardenal Pedro González de Mendoza para que entrevistase al marinero. Su Eminencia escuchó con atención y hallando en el plan no había nada de insensato, consiguió audiencia con la reina.
-Este es el hombre de quien os he hablado Su Majestad, se llama Cristóbal Colón.-
Ante Su Alteza, otra vez con una naranja, el aventurero utilizó el mismo ejemplo que ganó los favores del duque, el contador mayor y el cardenal. La reina Isabel, con rostro serio y meditabunda, escuchó paciente como el personaje exponía sus ideas y resumió el proyecto en mente, terminando por agregar otro ejemplo. Si una hormiga camina en una línea recta sobre la cáscara de la fruta, eventualmente regresará al punto del cual partió. Deslizando el índice sobre el cítrico, trazó la trayectoria imaginaria del insecto, concluyendo su arenga afirmando era posible llegar al Lejano Oriente navegando hacia el Oeste.
Su Majestad quedó deslumbrada por la teoría del marino. Tanto que decidió escuchar la opinión de los más reputados cartógrafos y cosmógrafos del reino. Comisionó a fray Hernando de Talavera resumir opiniones de un consejo de sabios, órgano que declaró aquello no era posible. Esos barcos caerían al vacío por las cascadas del abismo.
Sin desanimarse por el fallo de los ancianos, logró, gracias a la ayuda del contador Quintanilla, así como otros convencidos en el futuro de su empresa, convocar otra junta en Salamanca, ciudad célebre por su Universidad, centro y cumbre del saber de aquella época. A la conferencia atendieron, entre otros, fray Diego de Deza, fray Antonio de Marchena y el astrónomo catalán don Jaime Ferrer de Blanes. Todos partidarios del proyecto.
Ante la opinión favorable de esta nueva junta de Salamanca, los reyes prometieron tomar cartas en el asunto. En ese momento comenzaron los primeros desembolsos pecuniarios para socorrer las penurias del forastero. Al iniciar negociaciones resultó imposible alcanzar un acuerdo, puesto a la reina y sus ministros parecieron descomunales e injustas las recompensas que solicitaba por la realización del periplo. Entonces, hastiado de tanta disputa y promesa en vano, resolvió enfilarse a Francia. Quizás el joven rey Carlos VIII podía fascinarse con sus propósitos y prestarle apoyo monetario para concretar el plan esbozado en mente.
Pasó de nuevo por Palos de la Frontera. En el monasterio de la Rábida se detuvo para buscar a Diego y relató a fray Juan Pérez sobre su fracaso y nuevas intenciones. El cura, mostrando empatía piadosa por ese hombre de fe y empecinado en sus creencias, aprovechó su amistad con la reina Isabel para escribirle una misiva, aconsejándola tomar la empresa bajo la protección de la corona.
La carta fue conducida por un piloto de Lepe llamado Sebastián Rodríguez, quien regresó al par de semanas con respuesta real, ordenando a fray Juan Pérez comparecer ante la reina. Luego de la entrevista con Isabel, el sacerdote regresó a la Rábida buscando a Colón para trasladarlo hasta el campamento de Santa Fe, justo a las afueras de Granada. Todo parecía bien encaminado, pero al reanudar negociaciones, se opusieron múltiples cortesanos al escuchar las exigencias de Colón en cuanto a recompensas que concebía merecer por su trabajo y riesgos asumidos. Era su vida, nombre y reputación en la línea.
Algunos se mantuvieron firmes en la postura de colaborar con el proyecto. De resultar fracasado se pueden perder unos miles de ducados, pero si tiene éxito los beneficios serán superiores al caudal solicitado por el genovés. En esas circunstancias resultó determinante la intervención de don Luis de Santángel, tesorero de la corona de Aragón, súbdito de gran fortuna, prestamista ocasional del rey Fernando. Éste resolvió dificultades atando cabos sueltos en el tema financiero.
Por fin, después de un lustro intentando convencer a los reyes, pudo Cristóbal Colón firmar capitulaciones con la corona española el 17 de abril de 1492. Fue nombrado Almirante de todas las islas y tierra firme a ser descubiertas, investido con el cargo de virrey y gobernador de las mismas, juez de todo pleito suscitado en sus dominios, así como dueño de la décima parte de todas las mercadurías a ser comerciadas, bien fuesen perlas, oro, plata y especies.
El préstamo de Santángel constituyó un total de un millón ciento cuarenta mil maravedís, peculio con el cual nuestro protagonista llegó al puerto de Palos, punto del mapa en la península seleccionado para el zarpe de tres naves. Se trataba de carabelas, último progreso alcanzado en la arquitectura naval. Medían unos treinta metros de largo, no eran tan anchas y tenían borde alto para defenderse del oleaje. Contaban con tres mástiles y cinco velas, unas cuadradas, otras triangulares. Eran veloces, alcanzaban distancias entre diez o trece kilómetros por hora.
Abordó la “Pinta” como capitán Martín Alonso Pinzón, Vicente Yánez la “Niña” y Cristóbal Colón la “Santa María”, acompañado de Juan de la Cosa, segundo al mando después del Almirante. Eran noventa los tripulantes, todos avezados a los riesgos del mar.
La tarde del miércoles tres de agosto de 1492, después de atender misa, confesarse, rezar y comulgar, levaron anclas en dirección a Canarias, específicamente a la Gomera, donde debían reabastecerse de agua dulce y provisiones, colmar las bodegas de vitualla suficiente para realizar un periplo de tiempo indeterminado, sin sospechar su trayecto alteraría la historia del mundo, marcando el final de la Edad Media y el principio de la Edad Moderna.
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