Becerrillo

Uno de los soldados más audaces que formó parte del ejército de sus majestades católicas en la conquista del Nuevo Mundo no fue ningún ser humano. Era un perro de combate llamado “Becerrillo”, ejemplar perteneciente a la estirpe de los alanos españoles, mezcla entre dogo y mastín. Raza escogida para el adiestramiento militar debido a su robustez, vigorosidad, capacidad de guardia y cacería. 

Al can con nombre de bovino se le recuerda por su destreza y fidelidad. Nunca titubeó al demostrar brío y entrega en campo de batalla, sabiendo ejecutar órdenes como gruñir, latir, morder y cazar, con el simple mandato de alguna palabra o determinado silbido. La tenacidad del animal no conocía límites. Más de una vez arriesgó su vida para salvar a un compañero de armas, que si al Paco por servirle agua; a Pepe por darle tocino de su ración; o al Chema por rascarle la panza, pero a nadie cuidaba y quería tanto como a su dueño, el capitán Sancho de Arango.

Al igual que varios de los conquistadores de la época, su aventura inició en La Española, isla en la cual se dice nació y fue entrenado desde cachorro por su amo, quien formó en 1508 parte de las huestes comandadas por Juan Ponce de León en la conquista de la isla de los indios Borinquén, actual Puerto Rico. 

Los méritos acumulados por su mascota durante la campaña le acreditaron la misma ración de comida que la de cualquier infante, así como sueldo fijo por servicios prestados a la patria equivalente al de un ballestero. Peculio del cual dispuso Arango para confeccionarle su propia armadura y mantener bien alimentado al mejor amigo.

A donde iba le precedía la fama. Su presencia, siempre majestuosa, inspiraba un aire de respeto frente a todos quienes lo rodeaban u osaban acercársele. Querido por los amigos y temido por sus enemigos, se convirtió en personaje popular de aquellos tiempos, fungiendo como tribunal y verdugo al momento de sentenciar infelices que lo sulfuraran con el más mínimo detalle. Los tercios prestaban especial atención a su proceder al husmear un desconocido. Si emitía ruidos guturales, o se le erizaba una cresta en el lomo, debían prestar especial cuidado con el personaje, pues no era de fiar. De menear el rabo se le podía considerar digno de confianza.

Tan importante llegó a ser el sabueso blindado que don Gonzalo Fernández de Oviedo Valdés, conocido como el primer cronista de Indias, dedicó al canino párrafos de su pluma en los pliegos de su obra titulada “Historia general y natural de las Indias, islas y tierra firme del mar océano”. En este libro comenta que poseía un instinto feroz para el ataque. Además, parecía tener juicio y entendimiento. Lo demostraba al prestar su mirada a quien tomara la palabra, como si entendiese todo lo dicho, o cuando se quedaba viendo a las indias bonitas como cualquier enamorado, con la lengua afuera, ávido por una caricia, y, en cambio, espantaba las feas ladrando furibundo.

Establecidos los asentamientos de San Juan y San Germán, pensaba el capitán Arango pasar a retiro como militar para dedicarse al cultivo de tierras, aspiración impedida por las circunstancias.  El año 1511 resultó calamitoso para los hombres de Ponce de León y el capitán Diego Guilarte de Salazar. Agüeybaná II, cacique taíno, organizó una confederación junto a caribes y arahuacos, desenlazando guerra contra los españoles. Sancho y su perro saltaron a la palestra brillando en labores defensivas, asistiendo a Salazar en distintas escaramuzas, destacando ambos por su atrevimiento en las acciones.

-¡Santiago!… ¡Santiago!- 

Al escuchar el nombre del santo apóstol y primeras descargas del arcabuz, se transformaban en unos monstruos. Parecían competir para ver quién de los dos aniquilaba más contrincantes, cargando sobre los aborígenes que lograban esquivar plomazos, fulminando a cada una de sus víctimas con heridas letales en el cuello, uno con su acero, el otro con los dientes. Durante la batalla de Aymaco Becerrillo se anotó en su cuenta la muerte de unos treinta enemigos, empatando la cifra del amo y siendo factor determinante para consumar la victoria de los ibéricos.

El perro deslumbró a los indios. Salvaje cual demonio, de pelaje manchado como un jaguar, con ojos amarillos e inyectados de sangre, orejas puntiagudas, hocico negro inmenso, colmillos afilados y luciendo armadura de la cual rebotaban flechas y dardos, la imagen de Becerrillo parece más aterradora que la del mismo Cerbero, despiadado custodio de las puertas del reino de Hades.  

Montaba guardia nocturna, evitando emboscadas, delatando la presencia del acecho tras los setos y matorrales. Era un maestro al segundo de olfatear el rastro de fugitivos, bastaba con captar su aroma para marcar el trillo a seguir por su nariz. Cuando alcanzaba el objetivo, capturaba la presa de cacería por una muñeca como todo un gendarme, dándole dos opciones, dejarse guiar al campamento español por las buenas, o por las malas. Eso de se viene usted en sana paz por donde vino, si no desea terminar despanzurrado.

Para 1513, después de dos años de conflagración, los españoles consiguieron amansar a los taínos, que fueron replegándose a los cayos cercanos.  El capitán Arango no ambicionó seguir los pasos de Ponce de León que lo llevaron a navegar por Bahamas y descubrir Florida. En vez de zarpar junto al conquistador pucelano, decidió permanecer viviendo en la isla. Le había cogido el gusto al paisaje de playas, indias desnudas y cocoteros. Don Sancho no quería irse a explorar otras tierras, estaba más que plácido en Puerto Rico. 

Cumplió su sueño de ser terrateniente, asentándose en una parcela, fundando estancia. Compró un lote de cabras canarias para dedicarse al ordeño y producción de queso, además del cultivo y cosecha de frutos. No salía de su morada sin Becerrillo de escolta, marchando delante su corcel como adalid capaz de olisquear peligros en el camino, plantándose a esperar lo alcanzara el capitán, listo para notificar con un ladrido al intuir amenaza por la retaguardia, brincando de alegría al tenerlo a su lado.   

Gozaron Becerrillo y su dueño de la relativa paz de aquellos días, pero como las cosas buenas duran poco, fueron requeridos a mediados de 1514 por el gobernador Diego Guilarte de Salazar. Una mañana se produjo una invasión de nativos provenientes de las islas ubicadas al Este. Decenas de piraguas colmadas de indios caribes, comandados por el cacique Cazimar, atacaron por sorpresa en Daguao, arrasando con las fincas de Pedro López de Angulo y Francisco de Guindós. Por fortuna, Cazimar fue atravesado por una lanza en el fragor de la trifulca, causando la pronta retirada de su pandilla.  

Sancho, a sabiendas que no tardarían los indios en regresar, y al ver las barbas del vecino arder debe uno poner las suyas en remojo, desempolvó su armadura y la de Becerrillo para vestirse de campaña otra vez. El capitán se presentó junto al perro en Daguao, colaborando en la reconstrucción de las estancias devastadas, organizando líneas de defensa y prestando al alano para rondas de patrulla. Debían sentarse a esperar, lo único que sabían hacer los temerarios caribes era pelear. Con la muerte de un cacique solo surgiría otro anhelante de vengar a Cazimar. 

Dicho y hecho, apenas habían trascurrido semanas cuando divisaron una flota de centenares de canoas en el horizonte. Era Yaureybo, hermano menor del fallecido, codiciando desagravio. La lucha fue terrible, toda una guasábara, como dicen por esos lados. Muchos castellanos sucumbieron a punta de macanazos durante la jornada. Arango combatió indomable hasta que la primera flecha con punta embadurnada de curare lo tocó en la cintura. Mientras intentaba arrancársela, otras dos impactaron en su pierna. En cuestión de minutos comenzó a tomar efecto el veneno, causando letargo, entorpeciendo sus movimientos. De pronto, no dio más el cuerpo y cayó de rodillas para echarse a morir. 

Becerrillo, presintiendo su amo estaba fulminado, lo acompañó lamiéndole la mano, restregándole la cabeza en gesto cariñoso para arrullarlo mientras se marchaba al otro mundo. Una vez despedido, siguió ejemplo del capitán, dando pelea hasta el final. Con más furor que nunca, entregado a la barbarie, corrió por la playa enloquecido persiguiendo indios, cobrando vidas a diestra y siniestra. Para matarlo resultó necesario rodearlo entre una multitud de salvajes, que fueron turnándose para estamparle porrazos y apuñalarlo con sus flechas.

Así culminó la historia de Becerrillo, el célebre perro conquistador, cánido sólo igualado en habilidades, fidelidad y espíritu guerrero, por uno de sus hijos, cachorro llamado Leoncico, en honor a Juan Ponce de León.    

Jimeno Hernández
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