El instante fatal
El general Antonio José de Sucre no necesita introducción para narrar su fugaz biografía y efervescente trayectoria política. Es dueño de una lápida pulida, en la cual figuran gruesos párrafos tallados, abarcando sus méritos.
Fue uno de los pocos próceres que cursó estudios en academia militar. Ningún otro tenía el mismo nivel de instrucción o disciplina en artes de guerra como los poseídos por el joven cumanés. A los treinta y cinco años de edad, recién cumplidos, su vocación, talentos y virtudes, lo llevaron a ocupar todo cargo concebido por la administración republicana.
Al instante de su fallecimiento era conocido por múltiples títulos. Gobernador del Perú; presidente de Bolivia; general en jefe del ejército de Colombia; y gran mariscal de Ayacucho, última gran batalla entre patriotas y realistas. El enfrentamiento se produjo en el sitio conocido como Pampa de Quinua. En aquella ocasión dirigió acciones, consumando la victoria que liberó Perú y redactó corolario del dominio español al sur de Panamá.
Para terminar con su vida, tal como está pintado en el cuadro de Arturo Michelena, tendido sobre el barro de un trillo angosto, entre laderas boscosas, debe uno, antes de sentenciar su final, remontarse al principio del relato. Indagar sobre las razones o motivos por qué alguien quisiera matarlo, señalar culpables del hecho y conducirlo hasta ese instante fatal.
Antonio cursó estudios de ingeniería militar en la Escuela de José Mires y para 1809 integró como cadete la compañía de Húsares Nobles de Fernando VII, unidad organizada en Cumaná por Juan Manuel Cajigal y Niño, gobernador de la provincia de Nueva Andalucía.
En 1810, luego de los sucesos del cabildo de Caracas y la renuncia del capitán general Vicente Emparan, se le confirió grado de subteniente de milicias regladas de infantería. En 1811 desempeñó en Margarita el cargo de comandante de ingenieros, y para 1812 estaba en Barcelona en calidad de comandante de artillería.
Luego de la capitulación de Francisco de Miranda con el capitán Domingo de Monteverde, pasó a formar parte de un grupo conocido como los Libertadores de Oriente, participando, bajo las órdenes del general Santiago Mariño, en operaciones para emancipar aquella región de Venezuela.
En 1816, Mariño lo ascendió a coronel, nombrándolo jefe de su Estado Mayor, luego comandante de Cumaná. Un año después estaba en Guayana, bajo el mando de Simón Bolívar.
En el transcurso de una década y media, la carrera del joven despegó para erigirse como uno de los más talentosos generales entre las filas republicanas. Alcanzó el apogeo de sus glorias participando en la campaña del Sur, saliendo vencedor en la batalla de Pichincha en 1822. Entró en Lima en 1823, precediendo a Bolívar. El año de su consagración fue 1824, cuando luchó junto al Libertador en la batalla de Junín y venció al virrey José de la Serna en Ayacucho, acción que colocó el punto y final del dominio español en América del Sur.
Dice Bolívar sobre el episodio lo siguiente: -La batalla de Ayacucho es la cumbre de la gloria americana, y obra del general Sucre. La disposición de ella ha sido perfecta, y su ejecución divina. Las generaciones venideras esperan la victoria de Ayacucho para bendecirla y contemplarla sentada en el trono de la libertad, dictando a los americanos el ejercicio de sus derechos, y el imperio sagrado de su naturaleza.-
La tarde del cuatro de mayo de 1830, entró el gran mariscal de Ayacucho a la capital de Colombia. Tenía intenciones de reunirse con Bolívar. Allá se enteró sobre su renuncia a la presidencia y los diputados del congreso establecieron que la edad mínima para ejercer la magistratura era de cuarenta años, impedimento que llevaba su nombre y apellido, pues le veían, con miedo, como heredero natural del Libertador.
El asesinato de Sucre fue la propia crónica de una muerte anunciada. Estando en Bogotá, representantes quiteños advirtieron en el congreso que Juan José Flores deseaba imitar en Ecuador el paso separatista dado por Páez en Venezuela. Debemos mandar a Sucre, que vaya pronto y por la ruta más corta, Neiva, Popayán y Pasto.
El propio vicepresidente, Domingo Caicedo, lo convenció que marchara por tierra hasta Quito para imponer orden en el departamento, aunque sugirió evitase pasar por Pasto. Por esos lados tiene usted muchos malquerientes, mejor salir a la mar desde Cali o Barbacoas.
-Por Pasto vine y por Pasto regreso.-
Escribió su última carta al Libertador, despidiéndose, intuyendo jamás volvería a verlo. Unos días después de redactar la epístola, le llegó la hora de partir al gran mariscal, mientras atravesaba el estrecho de Berruecos, en las adyacencias de Pasto.
Cabalgaba escoltado por una pequeña comitiva, conformada por el diputado de Cuenca, José Andrés García Tréllez, su asistente, los sargentos Lorenzo Caicedo y Francisco Colmenares, y un par de arrieros.
El 29 de mayo pernoctaron en la residencia de monseñor Rafael Mosquera, quien le imploró tomara precaución. Era víctima de bastantes intrigas y ambiciones de sus enemigos. Todos hablaban de un posible atentado en su contra.
El cuatro de junio de 1830, la diminuta comitiva se internó en el estrecho entre las montañas de Berruecos. Iban vestidos de civil, intentado pasar desapercibidos. Procedieron los arrieros, el par de sargentos, el asistente del parlamentario y cuando les tocó turno a García Tréllez y Sucre, este último, convencido asesinos lo rondaban, indicó al otro debía adelantarse o retrasarse, ya que los fuegos vendrían por los costados y no deseaba cayera herido por su culpa.
-Es a mí a quien pretenden matar. No a usted.-
Entonces, el diputado marchó adelante y el mariscal en la retaguardia. Cuatro francotiradores, de nombres Apolinar Morillo, Andrés Rodríguez, Juan Cruz y Juan Gregorio Rodríguez, aguardaban apostados en un punto alto, escondidos tras el denso matorral. Tenían descripción física de su objetivo y al verlo pasar, uno gritó: -¡General Sucre!-
Al voltearse para ver de dónde venía la voz, redoblaron los tiros.
-¡Carajo, balazos!- fueron sus últimas palabras. Los arrieros, sargentos, el sirviente y García Tréllez, oyeron cuatro detonaciones y los gritos. Todos metieron espuela a sus mulas, acelerando el paso a especie de galope. Al principio pensaron se trataba de un asalto y su excelencia seguía de cerca. Entendieron su tétrico final cuando, por fin, vieron salir del estrecho al jumento sin jinete.
El cuerpo del mariscal Sucre pasó un día entero tirado boca arriba, con los brazos extendidos, sobre un charco inmenso de sangre. Fue el sargento Lorenzo Caicedo quien se aproximó al sitio y examinó el cuerpo. Contó los balazos. Uno en la cabeza, otro en el cuello y un tercero en el pecho.
Pasó la jornada cavando un hueco para darle sepultura, evitando picoteo de carroñeros. Marcó el punto con una cruz de madera y se largó para relatar a las autoridades sobre los pormenores del crimen, con el sombrero agujereado como prueba. Al par de días, el cadáver fue exhumado por un cirujano militar, quien certificó parecía pertenecer al mariscal y volvió a cubrir la fosa.
Caicedo se dirigió directo a Quito para informar personalmente lo sucedido a Mariana Carcelén, esposa del Sucre. La dama lo envió de vuelta a Berruecos, junto a su mayordomo de confianza y un grupo de peones.
El sargento y ayudantes se internaron en el estrecho. Recuperaron los restos, que introdujeron, rociado en cal viva, dentro de un cajón. La comitiva fúnebre viajó en la clandestinidad, únicamente durante horas nocturnas, hasta conducirlo a un sarcófago en el oratorio del Palacio El Deán en Quito, propiedad de su viuda.
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