De la no-política

Principiando el presente siglo, los adjetivos ayudaban a amortiguar las intenciones reales de Chávez Frías: la revolución pacífica, por ejemplo, gozó de buena cotización, al igual que otros términos, como proceso constituyente. En los  tiempos inaugurales del régimen, los simplificaron e insistieron más en el “proceso” que en la “revolución” para darle identidad y sentido a los acontecimiento propulsados.

E, igual, todo ascenso burocrático reclamaba la condición de “chavista” antes que de “revolucionario” para el aspirante.  Sin embargo, comenzando por el confiscador de Miraflores, en las más altas esferas se vieron a sí mismos como irremediables rebeldes y novedosos inconformes, capaces de cualesquiera sacrificios para mantener siempre firme el ideario y combatir decididamente al oponente. 

Para reforzar cierto imaginario social originado en los tempranos sesenta del siglo pasado, quizá para la cautela o el disgusto de Luis Miquilena y Luis Alfonzo Dávila, incinerados políticamente con prontitud, luego de asumir el rol de altísimos funcionarios, Chávez Frías se confesó como un subversivo irreductible, versionando sus antiguos deberes militares, y, sabiéndolo, en la entrevista que le hiciera, José Vicente Rangel lo satisfizo con un título que lo juraba el mismo subversivo entre la cárcel de Yare y el palacio de gobierno. 

E, incluso, la postrera publicación de los discursos de Willian Lara por la Asamblea Nacional, la intitularon “discursos insurgentes”. Por cierto, aunque respondiese lealmente como una sucursal del Ejecutivo,  a la larga resultó el más serio y el más parlamentario del oficialismo, pues, al menos, procuró guardar un poco más las formas al presidir la corporación. 

Por supuesto, sobre todo en el período asambleario entre 2010 y 2015, con absolutas libertades en el hemiciclo frente a la minoría opositora de entonces, los oficialistas se autodenominaban fundamentalmente como chavistas, maduristas, patriotas y revolucionarios, y, desde el PSUV, una que otra vez se identificaron abiertamente como comunistas.  Quizá, ahora importa menos las definiciones y, como de intereses consolidados y emergentes se trata, se dirán “zoneros” (clásicos del Caribe), en el caso de ganarse el premio de regentar una zona económica especial que, vaga acotar,  no arranca con las dimensiones prometidas en la ilegítima Asamblea Nacional. 

Las cómodas autodefiniciones comenzaron a relevarlos a la vuelta de década y media de hacer  la antipolítica que los llevó,  al poder que no es otra cosa que hacer política versionando el desprecio hacia los partidos, entre otros factores, un fenómeno continental que muy bien se expresó en las largas dictaduras militares arrastradas desde el siglo XIX. El caso está que, por esa disyuntiva schmitteriana de amigo y enemigo, el régimen manipula, simula negociaciones con la oposición, o invierte y se crea una su medida, aplastando toda seria disidencia. Vale decir, niega la política, a favor del espectáculo.

El mayor de los peligros es el de su descomposición, pues, por una parte, paulatinamente, Miraflores asume y presume que cada vez menos ha de entenderse hacia el interior del movimiento y, así como muelen a Elías Jaua que ha de padecer en silencio, el poder brutalmente ejercido se siente entre los más antiguos camaradas, comenzando por los cuadros del PCV; y, por la otra, los círculos palaciegos celebran literalmente el espectáculo, aplaudiendo in situ a actores y cantantes que, luego, confiesan sus honorarios, en clara burla al país. El poder establecido se basta a sí mismo, decide fechas comiciales, distribuye privilegios, reconoce y desconoce ejemplarizantemente, pero los prohombres del régimen se sienten rebeldes, subversivos, o insurgentes, dándole la espalda a toda articulación política y arraigo social, siendo otros los demagogos y ambiciosos. 

[*] «Revolución. Una novela», Alfaguara, Barcelona, 2022: 283

Ilustración: Ganduz Aghayev.

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