El temible Eustoquio
En 1935, al deteriorarse la salud del general Juan Vicente Gómez, Eustoquio, su primo fiel, para ese entonces gobernador de Lara, se mudó a Maracay, procurando lograr, desde la ciudad jardín, el nombramiento como ministro de Guerra y Marina, además de fomentar sus aspiraciones por heredar el poder.
Apenas vio al pariente, enfermo y al borde de la muerte, se postuló a la presidencia, reclutando familiares, amigos, compañeros y paisanos, escarbando de aquella cantera cuanto partidario estuviese dispuesto a colaborar en su empresa política para ocupar el cargo que, según la constitución, recaería en manos del general Eleazar López Contreras.
Se consideraba dueño del derecho y deber de ascender a la primera magistratura como natural heredero del presidente, lógico llamado a conservar la hegemonía gomecista, dando rienda suelta a intrigas palaciegas, mientras el pobre Juan Vicente pendía de un hilo entre la vida y la muerte.
El secuaz más valioso fue, sin duda, el indio Tarazona. Éste se puso a la orden, proponiendo arrear para su bando ese poder ostentado sobre ciertos cuarteles y todo peón en las haciendas del Benemérito. Esa garantía, además del apoyo de Josué Gómez, su hijo y gobernador de Portuguesa, sirvió para sumar a la lista otros adeptos, como el amigo y paisano Félix Galavís, gobernador de Yaracuy; el primo Santos Matute, gobernador de Carabobo; y Vicencio Pérez Soto, gobernador del Zulia. Con la unión de aquellas fuerzas podían imponerse ante las aspiraciones de López Contreras.
El ministro de Guerra y Marina, contando con suficientes efectivos militares a su disposición, logró capear los movimientos de Eustoquio para imponer sus fines. Con calma y cordura, mismo consejo que solía dar, evitó el estallido de una guerra intestina que amenazaba con incendiar el país al buscar como mediador en el conflicto a la hermana de Juan Vicente.
La señorita Regina, dama inteligente, de talento, carácter, y respetada por la alta oficialidad en Maracay, recibió a Eustoquio y Eleazar, intentando convencer al primo que no sirviera de obstáculo a las disposiciones redactadas en la carta magna, dejando las cosas tomaran el cauce legal cuando los acontecimientos lo ameritaran.
-Nada provechoso podemos lograr, si los familiares del general Gómez, no prestan colaboración para mantener la armonía y unidad de acción del ejército- confesó su preocupación el ministro. El argumento fue apoyado por doña Regina, dejándole saber al primo por cuál de ambos bandos pensaba decantarse al momento de sepultar a su hermano.
Eustoquio se marchó con las venas hirviendo, y, el 15 de diciembre, dos días antes que el Benemérito pasara al plano de los muertos, despachó una carta destinada a Eloy Montenegro, su teniente en Barquisimeto, indicando medidas para propiciar el cuartelazo.
López Contreras recibió, por medio de un espía, la información contenida en la carta enviada a Montenegro, y, al día siguiente del fallecimiento del general Gómez, con su cadáver aún tibio, el encargado de la presidencia se adelantó al enemigo en el juego de ajedrez político al decretar, desde el Comando Militar de Maracay, la liberación de todos los presos políticos, así como el cierre de horrendas cárceles de torturas, ordenando demoler La Rotunda y lanzar los grillos al mar en el castillo de Puerto Cabello.
Al día siguiente, reorganizó y protegió los cuarteles, dictando órdenes para la seguridad, tranquilidad, y paz, garantizando equilibrio en ciudades que podían convertirse en teatro de alborotos. Mientras tanto, el clan de la familia Gómez, al igual que muchos funcionarios e incondicionales del régimen dictatorial caduco, al tanto que sus vidas, cargos, riquezas y propiedades peligraban, fueron elevando a oídos de López Contreras dichas inquietudes, que supo complacer al momento de prestar salvoconducto, pasaportes, medios de transporte y dinero para todo quien deseara irse. Así como garantizar la integridad de la vida, libertad y propiedades de aquellos que optaran por permanecer en Venezuela.
La madrugada del 19, Eustoquio abandonó Maracay en dirección a Barquisimeto, pero una alcabala de patrullas frustró sus planes. Por órdenes superiores, bajo amenaza de disparar si oponía resistencia, lo escoltaron de regreso hasta La Mulera, hogar del difunto, donde Regina podía mantenerle ojos encima.
López Contreras dio un paso importante en el ámbito de libertades, ofreciendo proceso de transición, convirtiéndose, de la noche a la mañana, en figura representando la esperanza de abrir camino para esa democracia que muchos apetecían. Eustoquio, al contrario, era visto como lo que siempre fue. Un déspota, salvaje, torturador y asesino, personificación de todos los males criticados al gobierno extinto.
En Maracay quedó encargado de la guarnición el coronel Isaías Medina Angarita. López Contreras viajó esa noche hasta Caracas para pernoctar en el edificio del Ministerio de Guerra y Marina, en la esquina de Miraflores, fijando su cuartel en la esquina Las Monjas, cerca del Capitolio.
Al amanecer nombró gobernador del Distrito Federal a Félix Galavís, robando para su bando un aliado clave en su empeño por arruinar los planes conspirativos. Acto seguido visitó el Panteón Nacional, según sus palabras: “para inspirarse en los patriotas que nos dieron la independencia, cuyos restos reposan en el augusto edificio construido por Guzmán Blanco”. Esa misma tarde organizó guardia con hombres de confianza, fuertemente armados, pues tenía un pálpito que Eustoquio no desistiría en sus pretensiones. Le ofreció tregua, pero el enemigo quiso guerra y fue a buscarla en Caracas.
-Yo no seré jefe de ningún partido sino jefe del Estado venezolano y sólo existirá el régimen de la patria, al que confirmo bolivariano, como la mejor expresión de servir los intereses de la nación, dentro de los principios y glorias de nuestro padre y Libertador.
Eso escuchó el país decir por transmisión de radio al general de voz ronca, dando con ese postulado inicio a su gobierno. Ya investido en la presidencia por sesión del gabinete ejecutivo, López Contreras tomó asiento en su despacho del ministerio de Guerra y Marina para esperar que apareciera Eustoquio, quien se presentó iracundo en Caracas. Apenas lo vieron bajar del automóvil e ingresar a la Casa Amarilla, transeúntes que pasaban frente a la estatua del Libertador en la Plaza Bolívar lo reconocieron e insultaron, gritando para anunciar su llegada, provocando la furia de una multitud que se congregó en el sitio para pedir a grito de consignas por justicia, exigiendo el presidio y destierro de aquel criminal imperdonable.
-Todavía hay Gómez vivos, carajo; mátenme si se atreven
Entró furioso a la oficina de Galavís, llamándolo traidor, embustero, e hipócrita, además de algunos improperios, justo antes de reprochar su cobardía por aceptar el cargo designado por López Contreras. Denunció que su casa en Barquisimeto fue saqueada, exigió que le otorgara cuerpo de guardia para barrer la manifestación de afuera a balazos
Entonces, repicó la campana del teléfono. Era el presidente, quien exigió al gobernador detener a Eustoquio y trasladarlo hasta Maracay. Galavís intentó persuadirlo por las buenas, aconsejándole su presencia en Caracas no era conveniente, debido a la reacción del pueblo contra factores del gomecismo, especialmente familiares que desempeñaron altos cargos. Incluso le ofreció facilitar pasaje inmediato de La Guaira hasta Curazao si no deseaba regresar a Maracay.
Testarudo, y siempre belicoso, rechazó la oferta. Por ello al gobernador no le quedó más opción que anunciar su detención inmediata. Al segundo abandonó la silla y se llevó la mano al cinto, amenazando con desenfundar el revólver. Bastó el gesto brusco para que volaran tiros en la habitación. El balazo del prefecto Jesús Corao rozó su frente, pero el de Galavís impactó en la barriga y lo sentó de nuevo.
La única manera de salvar su vida era trasladarlo hasta el hospital Vargas y operarlo con carácter de urgencia, pero resultó misión imposible gracias a la masa reunida afuera de la Casa Amarilla, enardecida, con palo y piedra en mano, clamando por lincharlo.
Galavís pidió asistencia médica y acudieron al sitio los doctores Antonio Pineda, Salvador Córdoba, Félix Lairet y Enrique Tejera. Coincidieron todos en su diagnóstico fatal, sin mucho ánimo de cumplir con el juramento hipocrático. El tiro de Corao apenas rasguñó la frente, pero el de Galavís destruyó un riñón. Nada pudieron, o quisieron, hacer por el paciente. Maldijo a López Contreras, los galenos y todo nombre que le pasó por la cabeza, mientras cada litro de sangre agigantaba el charco en el piso, hasta que, tembloroso, balbuceó últimas palabras.
-Que frío… que frío tan horrible.
¡Eustoquio Gómez ha muerto! Jesús Corao pregonó la noticia desde el balcón, saciando el apetito vengativo de la multitud, que aplaudió, quemó el automóvil del difunto, y procedió a dispersarse, contenta por saber ese monstruo era recibido por el mismísimo diablo en una paila ardiente del infierno. Esa noche sacaron al occiso de la Casa Amarilla en ataúd, y, sin exequias, honores, o dolientes, fue sepultado en el Cementerio General del Sur.
Fue así como el temible Eustoquio se llevó consigo el gomecismo a la tumba.
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