Un poema épico

Juan de Castellanos apenas era un joven cuando arribó a Cubagua en 1541 buscando labrarse mejor destino. De su vida previa al zarpe con rumbo al Nuevo Mundo sabemos nació en Alanís, pueblo de la Sierra Morena, entre los límites de Andalucía y Extremadura. También que era hijo de campesinos y se ilustró bajo la tutela del bachiller y presbítero Miguel de Heredia en la Escuela de Estudios Generales en Sevilla, institución donde cursó latín, gramática, oratoria y poesía.

A los diecisiete, sin permiso de sus padres y Heredia, aburrido de la academia, tentado por cuentos de prometidas riquezas por ser descubiertas al otro lado del océano, embarcó uniformado de soldado para servir en Indias.

Su primer hogar fue San Juan de Puerto Rico y gracias a ser de los pocos letrados, trabajó como escribano y ayudante del obispo, hasta que falleció el prelado y se mudó a Santo Domingo, donde organizó excursiones a Bonaire, Curazao y Aruba, capturando indios para venderlos como esclavos, reuniendo capital antes de trasladarse a la diminuta isla de las perlas. 

En ese pequeño y estéril cayo, en la villa de Santiago de Cubagua, Nueva Cádiz, sin recurso de río ni fuente, o rama para leña que no fuese matorral espinoso, construyó un rancho de palmas, para percatarse que la carestía de agua dulce o madera podía ser compensada por una sola condición del sitio, plagado de ostrales y esferas nacaradas. 

Los abastos venían de Santo Domingo, el agua dulce cargada en toneles desde la fortaleza de Cumaná, las piedras de Araya y leña directo de Margarita. El poblado era un emporio dedicado a extracción perlífera y su comercio, lugar de boato y ostentación estrafalaria, puesto en sus playas paradisiacas pululaban indios recolectando ostras por sacos en piraguas. En el pequeño puerto atracaban carabelas y galeones zarpados de Sevilla con mercancía, que los señores del poblado compraban en cantidad, derrochando al competir con los vecinos en eso de la opulencia.

El joven disfrutó de aquel sueño, embelesado por la fantasía de alcanzar al ancladero ideal de todo quien aspiraba enriquecer con facilidad y rapidez. Sus esclavos trabajaron sin descanso, sacando alhajas codiciadas de las profundidades, permitiéndole acumular peculio suficiente para engendrar en su mente la quimera de más nunca tener que rogar a Dios por bendiciones o fortuna.    

Se pensó arreglado por el resto de sus días al instante de pagar su primer cargamento de material para edificar una casa. Pero como la dicha suele durar poco, con esa acelerada explotación de ostrales, o “placeres”, como decían los españoles, comenzaron a escasear las perlas. Y sin joyas también faltó dinero, reduciendo el tránsito de barcos con mercancía y víveres llegados de España o Santo Domingo, así como naos con toneles de agua dulce de Cumaná, rocas de Araya y madera de Margarita. Cuando las meretrices abandonaron la isla muchos interpretaron el asunto como el peor de los presagios, anunciando, cual ave de mal agüero, la pronta desaparición del asentamiento. 

Aquel diciembre de 1541, el día de navidad, la furia del creador se manifestó en un terremoto, maremoto y huracán que azotó la isla, convirtiéndola en escenario apocalíptico para todo cristiano, que procedió a santiguarse en plegaria inútil apenas vio caer el escudo de piedra del ayuntamiento. El oleaje furioso, vendaval y diluvio inundó los callejones, devastando la ciudad, cuyos escombros fueron arrastrados al mar. 

Nueva Cádiz quedó arruinada, pero el sueño de hallar nuevos placeres, rebosantes de perlas, quedó intacto en la cabeza del muchacho, obligándolo a probar suerte en Margarita, donde ya todos hacían lo mismo, con menos intensidad que en Cubagua.

En 1544 pasó a Cabo de la Vela, en la Península de La Guajira, para encontrar ostrales, tesorillo con el cual sufragó traslado hasta Santa Marta y luego Cartagena de Indias, donde incursionó en actividades mineras que lo llevaron, junto al capitán Hernando de Santana, a fundar la villa de Valledupar en 1550, máxima gloria para cualquier conquistador. 

Al clavar una cruz en la plaza de aquella aldea algo cambió en él.    Cuando muchos avaros cedieron ante el hechizo que iluminaba miradas al mencionar “El Dorado”, Castellanos, quizás deslumbrado por el brillo espiritual encendido al sobrevivir a esa furia de Dios durante la catástrofe que borró del mapa la villa de Santiago de Cubagua, sintió el llamado del Señor al colmarse de esperanza cuando construyeron las primeras casas a orillas del río Guatapurí. 

Cada pecado cometido durante su aventura pesó en el alma. Uno a uno fue contándolos, con verdadero remordimiento y propósito de enmienda. Abandonar los estudios sin consentimiento de sus padres para fugarse hasta un lugar desconocido, resuelto a jamás volver a España; renunciar a sus labores en la arquidiócesis de San Juan al fallecer el obispo; dedicarse a capturar indios para venderlos como esclavos; dejarse arrebatar por su ambición de colmar baúles de perlas para comprar la felicidad. 

Cercano a cumplir los treinta años, cuestionó su propósito y misión de vida, evaluando si había servido a las fuerzas del bien o el mal. Su conciencia empañada lo atormentó, cuestionando si sus actos le ameritarían, después del juicio final, abrieran las puertas del cielo o el infierno. 

Unos tenían dominios y otros la biblia. Fueron arrebatándoles territorios, dejando el mensaje de sagradas escrituras en sus manos.

Predicaban eso de no matarás, robaras, o codiciarás a la mujer del vecino, mientras se traicionaban y asesinaban entre ellos por cualquier prenda, conduciéndose igual o peor que los propios salvajes. Entonces comprendió esparcir la fe católica era la única manera de civilizar aquel continente, pues sin aspiraciones al paraíso y temor al averno cualquier pueblo se descarrila para terminar arrasado por la furia de Dios, como sucedió en Sodoma y Gomorra, o la propia Cubagua.

Así lo entendió, y por ello se apegó al seno de la Santa Madre Iglesia. Al poco tiempo inició trámites para ordenarse, sustituyendo ropa de caballero por sotana, para oficiar una década después su primera misa en Cartagena de Indias. 

Sus primeros años como sacerdote los pasó en aquel puerto, luego fue despachado a Riohacha y Bogotá, hasta que finalmente se radicó en Tunja como capellán de la Catedral en 1562. 

En esa población, donde residió hasta su muerte en 1607, rodeado de una inmensa biblioteca, dedicó el resto de sus días, cuando tenía tiempo libre del trabajo sacro, a reunir testimonios de exploradores, y con ayuda de la obra “Historia general y natural de Indias”, escrita por Gonzalo Fernández de Oviedo, a la luz de las velas, mojando punta de pluma en el tintero, entregado a las musas, inspirado con la vista encajada sobre la majestuosa cordillera y nubes coronando sus cumbres, redactó “Elegías de varones ilustres de Indias”, un poema épico que, conformado por un total de 113.609 versos, todos endecasílabos y agrupados en octavas reales, supera por casi diez veces a los 14.000 de la Divina Comedia de Dante Alighieri. 

El texto está organizado en cuatro partes. La primera trata sobre los viajes del Almirante Cristóbal Colón y descubrimiento del Orinoco; la segunda refiere a su tránsito por Cubagua, Margarita, Cabo de la Vela y Santa Marta; la tercera relata sucesos en Cartagena de Indias, Popayán y Antioquia; la cuarta y última detalla las conquistas de Bogotá y Tunja, o establecimiento del reino de la Nueva Granada. 

Sólo faltaría arpegiar acordes con instrumento de cuerda para darlo por trovador, pues las “Elegías”, sin música, pero dotadas de ritmo, brindan en sus cantos narración descriptiva sobre la conquista del Caribe y territorios de lo que hoy conforma Venezuela y Colombia.

En esa pieza literaria, fuente histórica, singular y pintoresca, de aquellos tiempos remotos, el sacerdote dejó para la posteridad sus experiencias, fundación de ciudades, además de vívidos cuadros naturales en aquellos territorios inhóspitos, así como esa desconocida cultura indígena. 

Para todas halló en su imaginación fértil compás sonoro. Esa ligereza del gran versificador, mezclada con relatos propios o escogidos, algunos magníficos, otros un poco menos gloriosos, estampó rima melódica para los insólitos relatos de conquistadores en crónica fundamental, o fuente histórica, salvando del olvido hechos notables, así como circunstancias graves e insólitas. 

Al cumplirse quinientos años del natalicio de don Juan de Castellanos, visto el capítulo con distancia obsequiada por el transcurso de medio milenio, su poema dibuja escenas terribles, otras agraciadas, balanceando rimas como un péndulo, oscilando entre las batallas más sangrientas y caminatas desastrosas, o paisajes floridos, espectáculos naturales dotados de horrorosa grandiosidad, que, por tratarse de testimonios reales, por lo menos, en la opinión de este humilde lector, cautivan e impresionan más que otros poemas épicos en los cuales impera la fantasía como, por ejemplo, la Odisea de Homero y Divina Comedia de Alighieri.

Resulta curioso que su poema épico, quizás el más largo del mundo, esté dedicado, nada más y nada menos, que a la conquista de Venezuela y Colombia. 

Lo alucinante del asunto que sea producto del arrepentimiento.  

Jimeno Hernández
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