Tierra de Gracia

El viernes 13 de julio de 1498 el Almirante anotó en su bitácora, o “diario de a bordo”, sobre dos semanas de navegación sin poder ver el sol ni las estrellas. Una neblina espesa tapó el horizonte más allá de la proa, mientras la ausencia de vientos hizo de las velas inútiles, dejándolos a la deriva, arrastrados por la corriente del Atlántico. 

Despejada la bruma ubicó su rumbo al observar los astros, pero siguieron ocho días más sin brisa que hinchara las telas. Bajo un cielo desnudo de nubes el calor era infernal. Varias veces al día lanzaban amarradas las mismas cubetas que utilizaban para depositar excremento, limpiándolas y recogiendo agua fría que echaban sobre hombres y tablas, refrescando el ambiente, puesto el sol amenazaba con abrasar los maderos de las naves. 

Afortunadamente, después de tres semanas, la brisa sopló arrastrando los barcos, impulsándolos al descubrimiento de nuevos territorios. El martes 31 divisó tierra, una isla mucho más pequeña que La Española y Boriquén. La bautizó con el nombre de Trinidad, pero su hallazgo lo amargó al comprender que no era ese continente del cual hablaron los indios durante sus dos travesías anteriores.  

Esa noche, encerrado en su cámara de Castilla, nao capitana, lamentó el fracaso de no encontrar Costa Firme. Disminuidas las reservas de agua dulce y el alimento comenzando a ponerse rancio, dando la misión por fracasada, contempló la idea de enfilarse al norte para presentarse lo antes posible en el puerto de la recién fundada población de Santo Domingo.

Tenía dos años de haber abandonado La Española y estaba preocupado, ávido por enterarse de todo lo sucedido durante su ausencia. Católico devoto, arrodillado en reclinatorio, se desveló rezando por el éxito de su empresa de Indias, que ya estaba costando más que lo producido a la corona de los reyes Isabel de Castilla y Fernando de Aragón. 

Al día siguiente, en horas crepusculares, con el firmamento de visión ilimitada, vislumbró a babor puntos negros y blancos flotando en el aire. La bandada de pájaros volaba al oeste, punto cardinal que siguieron las naos Castilla, Vaqueños y Correo, hasta que, a la vuelta del mediodía, vieron tierra que sospecharon podía ser otra isla. Por la tarde, cercanos al litoral, trataron de ubicar una playa o ensenada para desembarcar. No pudiendo acertar con sitio propicio antes del ocaso, ya que los árboles, altos y frondosos, creaban una muralla impenetrable, las tres carabelas prendieron farolas anunciando su presencia, en un intento por determinar si aquella selva estaba habitada.

La estrategia dio resultado. El jueves dos de agosto, al alba, se percataron que las naos eran seguidas por varias canoas llenas de indios. Vaqueños y Correo se adelantaron, dejando que Castilla tomara la retaguardia, esperando que los naturales alcanzaran el barco, o se acercaran lo suficiente para comunicarse. 

Los traductores taínos del Almirante no comprendieron la lengua de aquellos indios, aunque intuyeron en el acto que preguntaban quiénes eran y de dónde venían. Colón señaló el cielo, pidiéndole a sus marineros que mostraran desde cubierta los abalorios que tanto encantaban a los indios como cascabeles y espejitos, sólo para ver cómo reaccionaban. El tintineo de los instrumentos generó curiosidad. Una vez cerca del barco, pidió a sus hombres reír y bailar, como si estuviesen festejando alegres.

Las carcajadas y el bailecito entre puro macho sin mujer causaron indignación a los naturales, quienes, atemorizados por aquel extraño espectáculo, remaron alejándose de la nao capitana, no sin antes pegar alaridos y disparar flechas, gesto correspondido con descarga de ballestas, plomo de arcabuces y cañonazos, para que no desestimaran la fuerza de los cristianos.

Al chupar de sus bigotes el agua de las olas que salpicaba sus caras, sintiendo el casco de los barcos deslizar con más velocidad que la ordinaria, muchos marineros cataron el contenido de las cubetas. El agua era menos salada de lo normal, razón por la cual sospecharon que podían estar cercanos a la desembocadura de un gran río.

En curso del difícil cabotaje en medio de temporada de lluviosa, las corrientes lo empujaron al norte, razón por la cual confió en su instinto curtido, aprovechando el viento favorable y velocidad de las aguas de lo que pensó ser un golfo para toparse con lo que intuyó ser otra isla. Una de costas divididas por grandes ensenadas.

Cristóbal Colón, Virrey y Gobernador de todas las Indias, seguido por Pedro Terreros, Andrés del Corral, Hernando Pacheco y Juan Quintero, así como muchos de sus soldados, ya fatigados del encierro a bordo de las carabelas, pisaron las arenas de Macuro y tomaron posesión en nombre de los reyes Isabel y Fernando de aquel hermoso suelo que bautizó “Tierra de Gracia”, por superar su más desatada imaginación al concebir un paisaje del paraíso terrenal que describe la biblia en el libro de Génesis, sin creer la belleza del horizonte frente a sus ojos, enrojecidos y cansados.  

Ignorando esa fecha quedaría registrada en la historia como el día que descubrió Costa Firme Americana, fue recibido en paz por un diminuto grupo de naturales, que desnudos, como sus madres los trajeron al mundo, se impresionaron al observar esos forasteros luciendo ropas y armaduras, desplegando pendones al son de trompetas y clavando una cruz frente a la playa. 

Paria la mentaban sus habitantes, quienes, sin presentar cacique, sonrieron al ser obsequiados con baratijas, agradeciendo regalos con ofrenda de cestas llenas de pescado, sal granulada, y unas pocas perlas. El interprete descifró ciertas palabras en su idioma, preguntando de dónde obtenían el mineral y las joyas. Esa tarde, mientras el sol se ocultaba, todo indio interrogado señaló al poniente, unos hablando de un desierto con una laguna de la cual sacaban sal, otros sobre tres islas llenas de perlas.

Entendiendo constituía un riesgo dejar las naos en esa bahía para explorar a pie, mantuvo tierra a babor con el objetivo de encontrar salida del golfo y apretar toda vela en dirección occidente. Bocas del Dragón, como se le conoce, fue todo un reto en época de tormentas. El tono gris de los nubarrones una tarde, seguido por el sol rojizo de la madrugada siguiente, reveló tempestad en el porvenir. Por lo menos así lo entendió al enfrentar durante jornadas enteras olas inmensas, como montañas, fuertes aguaceros y vientos huracanados, amenazando con quebrar mástiles, partir toda verga y descoser las velas. 

En cuestión de par de días, del mismo paraíso pensó adentrarse en el propio infierno, juzgando su propia fe al cuestionar si el Todopoderoso podía ser tan cruel o nefasto, después de tanta plegaria, como para hundir al Castilla, Vaqueños y Correo, tan cerca de tres islas plagadas de ostrales. 

Luego de una semana sobrada de angustias, navegando contra soplos y corrientes, divisaron las mencionadas islas. A la más grande, que bordearon por la costa meridional, muy verde, graciosa y poblada, la bautizó Margarita, como llamaban a las perlas en España. Los emisarios que pisaron tierra en las bahías de Pampatar, Porlamar, El Yaque y Punta de Piedras, así como las islas de Coche y Cubagua, regresaron a las naos cargando costales llenos de alhajas.     

Descubierto el archipiélago perlífero, frente a la costa boreal de Tierra de Gracia, igual que la punta del desierto salado, bajo amenaza de motín por parte de su tripulación, hastiada de navegar durante cuatro meses, contados desde el zarpe de Sanlúcar de Barrameda, su armada enfiló hasta La Española, buscando atracar frente a la villa que ordenó fundar a su hermano Bartolomé durante su segundo viaje. 

Castilla, Vaqueños y Correo, anclaron en el puerto de Santo Domingo el miércoles 15 de agosto. Padeciendo graves problemas de salud, acentuados luego de enfrentar, día y noche, el insomnio causado por un mes sin tregua por parte de los elementos, sobreviviendo a semanas de calma sin vientos y otras de intensa borrasca, evidentemente afectado por tribulaciones y sinsabores, además de una severa fiebre, empeorada por dolores de gota y artritis, tumbado sobre una parihuela, tuvo que ser bajado de la nao capitana por los médicos. 

Alucinando en su delirio, mientras muchos pensaron presenciar sus últimos minutos de vida, balbuceó algo sobre un gran río, la Tierra de Gracia y las islas de las perlas.

Jimeno Hernández
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