Viajes de ultratumba
Los últimos días del Almirante fueron dos años azotados por molestias corporales y amargura espiritual. Arrebatado de todo título, así como cargo administrativo capitulado con la corona española, sin poder revalidarlos o ser recibido por Sus Majestades, pasó al olvido después de su cuarto y último viaje a las Indias.
Barreras físicas y políticas hicieron naufragar su ilusión de regresar a La Española como Gobernador y Virrey de todas las provincias indianas. Radicado en Sevilla recibió la peor de las noticias. Su reina protectora, Isabel de Castilla, yacía en su lecho de muerte en Medina del Campo, donde pasó a mejor vida el 26 de noviembre de 1504, tan sólo tres semanas después que Cristóbal Colón arribara al puerto de Sanlúcar de Barrameda.
Al fallecer la soberana, el poder pasó a manos de Fernando de Aragón, quien no apreciaba tanto al marinero genovés como su difunta esposa. El rey, viudo, rico, poderoso y temido, gracias a los tesoros que llegaban del Nuevo Mundo, ignoró las comunicaciones del avejentado Almirante, frotándose las manos al enterarse sobre los achaques que amenazaban con llevárselo a la tumba.
La ingratitud de Su Majestad cerró las puertas de la corte, pero el viejo lobo de mar, sabiendo que cualquier viaje en sus condiciones le costaría la vida, escribió a su hijo Diego, paje del monarca y miembro de su guardia personal, anunciando que enviaba al tío Bartolomé para visitar la corte, pagarle respetos a don Fernando y rendir cuentas sobre aquel último viaje, ya que sus misivas anteriores parecían no ser suficientes para captar la atención del rey.
Bartolomé fue recibido por don Fernando, pero, luego de besar su mano, realizar un recuento del periplo y entregar cofres llenos de oro y perlas, regresó a Sevilla sin lograr la restitución de títulos y cargos. Más bien, la corona propuso renunciar al empeño de recuperar lo que ya estaba perdido, refiriéndose a esos privilegios que lo ataban a las Indias por antiguas capitulaciones, prometiendo recompensarlo con el señorío de las tierras de Carrión de los Condes, así como una pensión de Estado.
La oferta lo encolerizó de tal modo que, perdiendo la compostura del buen cristiano y superando agonía de sus dolencias, se paró de la cama para gritar, maldiciendo el nombre del aragonés desagradecido, justo antes que Bartolomé interrumpiera el ataque de rabia por temor a que su hermano fuese víctima de un síncope. Apaciguó sus nervios al comentar que, según lo relatado por Diego, los días del rey Fernando también estaban contados.
Debía viajar a Laredo, puerto en el cual recibiría a su hija Juana, heredera del trono, con su esposo, primogénito de Maximiliano I, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, y María de Borgoña. Las relaciones entre yerno y suegro no eran las mejores, así que Fernando se retiraría a Aragón luego que Juana y Felipe fuesen proclamados reyes de Castilla en las cortes de Valladolid.
Con la esperanza de alcanzar justicia ante los nuevos y jóvenes soberanos, Cristóbal Colón escribió la que sería la última carta destinada a un familiar de los Reyes Católicos, reiterando lealtad con la corona y ofreciendo sus servicios. Bartolomé cabalgó a Valladolid para besar la mano de los nuevos gobernantes, mientras Fernando, hijo menor del Almirante, se mantuvo a su lado, cuidando del enfermo, cuya salud agravó esas navidades.
Azotado por la angustia y dolores causados por la inflamación de sus articulaciones, al igual que la furia generada por noticias de nuevos territorios y riquezas descubiertas en el Nuevo Mundo por otros navegantes, desconsolado, sintiendo con cada aliento el alma ir escapando del cuerpo, supo llegada su hora a los pocos meses de la coronación de Juana y Felipe, quienes ni se dignaron a responder sus cartas.
Si el crudo invierno de 1505 empeoró sus padecimientos, los aguaceros torrenciales de aquella primavera terminaron por menguar su estado de salud. Entendiendo que estaba próximo a realizar su gran travesía de una vida a la otra, pidió ser conducido hasta Valladolid para estar cerca de Diego, quien lo acompañó en sus horas postreras, derramando lágrimas durante un año entero, mientras su luz se apagaba como una vela consumida.
Cumpliendo con sus últimos deseos, los franciscanos oficiaron el sacramento de extremaunción y rezaron mientras aplicaban los santos olios en la frente, antes de vestirlo con el hábito de la orden. Ese que tan orgullosamente lució como ropa ordinaria después de su segundo viaje.
Entre los delirios ocasionados por la fiebre, pidió ser enterrado en La Española. Según el recuento de Fernando Colón, hijo menor y primer biógrafo del Almirante, la tarde del 26 de mayo de 1506, antes de expirar último aliento murmuró: –Dios mío, en tus manos encomiendo mi espíritu.
El fallecimiento de tan celebérrimo personaje pasó desapercibido. Ningún pregonero hizo eco de la noticia en tabernas o plazas para citar dolientes al velorio y entierro en el Convento de San Francisco en Valladolid.
En 1509, Diego decidió trasladarlo a la capilla de Santa Ana del Monasterio de la Cartuja en Sevilla. Ese mismo año, con ayuda de Fadrique Álvarez de Toledo y Enríquez, poderosísimo Duque II de Alba, hizo valer los privilegios que su finado padre pensó perdidos al reclamar derechos, prerrogativas, títulos, emolumentos y clausulas de todo lo legalmente negociado con los Reyes Católicos.
La verdad y justicia triunfaron cuando los jueces que ventilaron la causa inclinaron la balanza a su favor, declarando al hijo mayor heredero universal del Almirante, así como dueño de sus mismos derechos al recuperar privilegios perdidos. Don Diego, segundo Gobernador y Virrey de Indias, viviendo en Santo Domingo, quiso cumplir con el deseo impulsivo causado por la fiebre que fulminó a su padre, buscando la manera de trasladar su cuerpo hasta La Española durante más de veinticinco años.
Pereció en Lisboa en 1536, mientras se trasladaba a España para buscarlo personalmente. Su cadáver fue conducido hasta Sevilla y enterrado junto al del Almirante en el Monasterio de la Cartuja. Su viuda, María Álvarez de Toledo, radicada en La Española, pidió que ambos fuesen exhumados para reubicar los ataúdes y sepultarlos en la Capilla Mayor de la Catedral Primada de América.
Sobre la fecha de la llegada de los restos de Cristóbal y Diego a Santo Domingo existen discrepancias. Algunos afirman que los trámites tomaron poco tiempo, otros que tuvo que tuvo que ir ella misma a buscar los sarcófagos y tardaron casi otra década en arribar a la capital de La Española. Lo que podemos tener por cierto es que, según el testamento de doña María, redactado en 1548, pidió ser enterrada junto a la tumba de su difunto esposo, en el suelo de la Capilla Mayor, junto al presbiterio del altar principal.
Los restos mortales de Cristóbal y Diego Colón descansaron en la Catedral de Santo Domingo durante dos siglos y medio. Cuando esa isla fue conquistada, o, mejor dicho, cedida a los franceses en 1795, el arzobispo, fray Fernando Portillo y Torres, se encargó de trasladarlos hasta La Habana, a bordo del navío comandado por Gabriel de Aristizábal, jefe de las fuerzas españolas en el Caribe.
Permanecieron en la necrópolis de aquella ciudad otro siglo hasta que estalló la guerra de independencia cubana en 1898. Una de las últimas guarniciones que abandonó la isla antes de perderla contra los revolucionarios, exhumó los restos para embarcar el par de féretros en el crucero “Conde de Venadito” y llevarlos hasta Cádiz, donde fueron recibidos con honores, antes de ser traspasados a la tripulación del Giralda, yate aviso de vapor que los condujo en su último viaje hasta Sevilla.
Hubo gran debate sobre dónde deberían colocar la tumba del Almirante y su primogénito. Se habló de situarlos Panteón de Marinos Ilustres de San Fernando en Cádiz, el Monasterio de la Rábida en Huelva, la mezquita de Córdoba, o cerca del sepulcro de los Reyes Católicos en Granada. El destino final fue seleccionado por uno de sus descendientes, don Cristóbal Colón de la Cerda, XIV Duque de Veragua. Éste debía ser la Catedral de Sevilla, donde rezó días antes de partir navegando el Guadalquivir con sus tres carabelas, Pinta, Niña y Santa María, desembocando por el río Tinto hasta el puerto de Palos de Moguer, antes de iniciar su primera gran travesía.
En La Santa, Metropolitana y Patriarcal Iglesia Catedral de Santa María de la Sede y de la Asunción de Sevilla, junto al gran mural de San Cristóbal, frente a la puerta de los Príncipes, sobre un suntuoso catafalco, reposan hoy los restos del Almirante Cristóbal Colón.
El monumento dedicado al personaje que ofrendó al viejo mundo uno nuevo, preñado de inimaginables y jamás soñadas riquezas, es tan imponente como puede uno imaginarlo. Cuatro estatuas de gigantes, de tres metros de altura, con rostros dorados y coronas, luciendo cada uno en el pecho los escudos de Castilla, León, Navarra y Aragón, cargan sobre hombros una parihuela que sostiene el féretro, adornado del escudo de España.
Aquí yacen los huesos de Cristóbal Colón, primer Almirante y descubridor del Nuevo Mundo. R.I.P.A
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