Cuentos de camino
El sol de los venados pinta de arrebol el ocaso mientras se va ocultando en el horizonte eterno de la sabana, que comienza a vestirse con el manto negro de la noche. La casa del hato se sumerge en la oscuridad hasta que alguien prende velas para iluminar rincones lóbregos.
El croar de las ranas, grillar de saltamontes y ulular de las lechuzas, anuncian brisa que roza hojas de samanes, merecures, matapalos y el palmar. Al filtrarse por el ventanal pone ritmo a las llamas danzantes al tope del candelabro. En especie de juego siniestro, el baile disminuye o agiganta sombras, deformando figuras en teatro perfecto para escuchar todo un rosario de leyendas.
La más singular, por eso de tener música y letra, es, sin duda, Florentino y el Diablo, poema épico en dos partes, El Reto y La Porfía. Obra del maestro José Arvelo Torrealba. Los versos trasladan a quien los escucha al borde del abismo que divide el mundo de vivos y espíritus, cuando parece que para el mundo la palma sin un vaivén, al detenerse en el río de las ánimas muerto de sed, tira el cacho de beber en el agua, lo oye caer, y, al levantarlo, le salpica los pies, pero del cuerno vacío no puede beber. Sólo arena en el fondo turbio sus ojos ven, justo antes de aparecer un jinete tras él. Negra es la manta, el caballo también, bajo el sombrero “pelo e guama”, la cara no se le ve.
Ese contrapunteo entre un humano y el enemigo malo es la primera que surge en el recital, pero la más antigua leyenda del llano es “Candileja”, relato de una india de nombre Candelaria, piel color canela, larga, negra y fina cabellera. Fue acusada por sus vecinos de bruja y quemada viva dentro de su rancho. Los gritos desesperados, mientras intentaba romper las ventanas con jarrones para escapar, se sofocaron con el crepitar de la candela. Los cristianos que pegaron antorcha al techo de paja, rezaron para espantar su alma endemoniada, que se manifiesta por las noches en forma de circunferencia lumínica, o bola de fuego, persiguiendo viajeros nocturnos que se atreven a rezar. Su luz, eco de alaridos y sonido de porrones quebrados, desorientan, haciéndoles perder el rumbo y perecer en la llanura, sintiendo de cerca las llamas del infierno.
Otra, más famosa, es “La Sayona”. Dama de origen andaluz llamada Casilda, cuyos celos engendrados por supuestas andanzas románticas del marido terminaron enloqueciéndola. Lo asesinó a sangre fría y no derramó lágrima en el velorio. Enfureció al ver a su propia madre llorar la muerte del yerno, sospechando que podía ser ella una de las tantas con que se acostaba. Esa noche la despachó al otro mundo con golpe de puñal. Lloró desconsolada al verla en su agonía, murmurando con aliento postrero una maldición que la llevó a quitarse la vida. Dicen que, desde entonces, su alma vaga en pena, sin descanso ni paz, envuelta en una cobija negra, hechizando con su belleza hombres infieles para conquistarlos, y, al instante del primer beso, despojarse del sayo, piel y humanidad, para transformarse en espanto esquelético que castiga la imprudencia del mujeriego, devorando su cuerpo entero a mordiscos, con la misma voracidad que un caimán.
Lo que nos conduce a otro cuento que puede parecer de terror y cosa de leyenda, precisamente sobre uno de estos temidos saurios, los más infaustos depredadores que pululan las aguas que desembocan en el Orinoco.
Como cualquiera de los anteriores puede sonar a embuste, invento de la volátil imaginación supersticiosa de los habitantes de tierra plana. Otro cuento de camino, suele sentenciar quien escucha por primera vez el relato de un caimán con colmillos de oro que vivió en San Fernando de Apure y jugaba con los niños. Muchos ríen, pensando, tan sólo por lo pintoresco de la imagen, que se trata de otra ficción, aunque la historia sea cien por ciento verídica.
A principios del siglo XX, en tiempos que San Fernando era epicentro del negocio ganadero en Venezuela y “Hermanos Barbarito & Compañía” comerciaba reses, plumas de garza y cueros de caimán, embarcando mercancía hasta el Orinoco, arribó al poblado en chalana un joven orfebre italiano, oriundo de Brescia, especializado en relojería, así como elaboración de anillos, collares, brazaletes, zarcillos y medallitas de santos, para abrir una joyería en la calle 24 de julio, a media cuadra del palacio Fonsequero y unas pocas del río.
Una tarde de 1925, luego de cerrar el local, a pesar del cielo encapotado y aguacero torrencial, típico de las calendas invernales, José Faoro se acercó a la orilla para contemplar la crecida. En aquella caminata vespertina avistó un reptil diminuto, cría de caimán que no podía tener ni una semana de nacida. Resbalaba en la barranca fangosa, intentando alejarse del agua. Lo agarró por la cola, posándolo en la palma de su otra mano. Una caricia bastó para encariñarse con el pequeño monstruo, que decidió llevarse a casa para brindarle cuidado y alimento, por lo menos hasta que pudiese sobrevivir por sí mismo.
Le puso “Negro” por nombre y esa noche, después de darle unos pedacitos de pollo guisado, como no tenía donde ponerlo, lo colocó en su pecho, le cantó una tonada y durmió con él, hábito al que ambos se acostumbraron. Cada mañana lo soltaba en el piso y el caimancito andaba a su antojo por la casa, encantado al acompañar al joyero, recostándose en los pies mientras trabajaba. El rumor de un fenómeno tan inusual corrió como el viento a lo largo y ancho del vecindario, razón por la cual muchos fueron los curiosos que se acercaron a la tienda de Faoro para ver animal, sobarlo y darle de comer.
Su residencia, atrás de la tienda, era un verdadero zoológico, hogar de una grulla trompetera, varios loros y guacamayas, tres cunaguaros, par de chigüires y una familia de puercoespines que solía escoltarlo en sus paseos por la plazoleta Sucre. Sin embargo, ninguna de sus mascotas despertó tanto interés como el caimán, que, con el paso de los años, fue creciendo hasta necesitar su propio estanque.
Cuando estaba lo suficientemente grande, descubrió que Negro era Negra y quiso devolverla al río. Intentó llevarla unas cuantas veces a la orilla. Se despedía enjugándose lágrimas con un pañuelo, pero ella lo seguía de regreso hasta la casa, o amanecía al día siguiente apostada frente a la puerta de la joyería.
Esa es la caimana de Faoro, decía la gente al verla pasear por la calle, sabiendo que retornaba a su querencia. Apenas la dejaba entrar, meneaba la cola contenta, como hacen los perros, e iba directo hasta su estanque. Por las noches abandonaba su espacio de reposo, paseaba mansa e ingresaba al cuarto donde dormía el joyero, acercándose a su lecho, para recibir caricias y servir como custodia del mejor amigo. Al cantar los gallos, antes que saliera el sol, trepaba en la cama para despertarlo, restregando el hocico contra su panza, haciéndole cosquillas. Lo alegraba levantarse viendo esa dentadura de sonrisa eterna y ojos verdes.
Salían juntos al estanque y le daba el desayuno. Abría sus fauces, mostrando esos colmillos afilados. Don José le acariciaba la lengua, sobaba sus mandíbulas y cabeza, entonces ella engullía feliz los cinco kilos de alitas, pechuga y muslos de pollo, o carne de res, porque no le daba animales vivos. Adultos y niños se acercaban para verla alimentarse. Asombraba la imagen de una fiera que llegó a medir tres metros y medio, comiendo de sus manos, sin hacerle daño. Todos querían imitar a Faoro, prestándose como voluntarios para darle un bocado. Fue así como la Negra se convirtió en uno de los personajes más populares de San Fernando.
La fama de la caimana de Faoro trascendió hasta el punto que viajeros recorrían distancias inimaginables, desde los rincones más lejanos del país, tan sólo conocerla, y posar sus ojos sobre aquel prodigio de la naturaleza. Una caimana amaestrada que seguía como una sombra a su dueño y convivía entre humanos.
Cuando el joyero se enamoró de una joven calaboceña llamada Ángela Filomena Estévez, la gente comenzó a decir que la caimana podría ser víctima de celos y comerse a la muchacha, quien, al principio, se dejó invadir por el temor al instante que su comprometido decidió presentársela. La llevó de la mano hasta el estanque y la Negra, al verlos, salió del agua. Vaya espectáculo, cualquiera sale corriendo despavorido, pero la novia, sabiendo, por todo lo narrado por José sobre sus animales, que le gustaban las tonadas, cantó una de ordeño y el animal meneó la cola, levantando su descomunal cabeza para dejarse acariciar por ella.
Contrajeron matrimonio y la Negra, por así decirlo, fue dama de honor. Para tan célebre ocasión, el joyero le forró los colmillos de oro, adornos que lució en la iglesia, así como esa fiesta al son de arpa, bandola y capacho. Tan bella se veía con su radiante dentadura que la mostró con orgullo desde esa fecha en adelante.
José y Ángela no tuvieron hijos, pero criaron, entre varones y hembras, doce huérfanos como si fuesen suyos. Todos los muchachos entablaron amistad con el sinfín de animalitos que habitaban en aquel pequeño zoológico, especialmente la Negra, que los paseaba sentados sobre el lomo por el patio, haciendo de caballo.
Todo era felicidad en el hogar hasta que ocurrió una tragedia. El nueve de julio de 1972, Faoro murió a causa de un infarto. Esa tarde su ataúd fue colocado en el salón. La Negra abandonó su estanque, entró a la casa y comprendió lo sucedido. Entonces, la viuda, muchachos y otros presentes, la observaron trepar sobre el cajón, para reposar encima de don José durante horas, tal como hizo esa primera noche que durmió con él.
Ángela y la Negra se hundieron en la tristeza. Una gran desolación se apoderó de la casa. La viuda dejó de cantar y la caimana no quiso regresar al estanque, volver a pisar el salón, o comer. Se arrimó a un rincón donde guardaban cacharros y ahí permaneció durante cuatro meses. La señora, preocupada, se sentaba junto a ella, intentando darle su ración de pollo, pero nada que abría la boca. No sabía qué hacer para animarla, hasta que, una mañana, revisando cartas, encontró una nota escrita por Faoro en su primer aniversario de casados, y, en ésta, respuesta a sus plegarias.
-Querida Ángela: Tu voz alegra mi corazón. Cuando cantas te siento cerca de mí.
Esas palabras fueron suficiente para que escapara de su alma esa tonada que cantó cuando José la llevó al estanque por primera vez. La dulce melodía revivió a la Negra, quien, por fin, abandonó el rincón, salió al patio, tomó sol y regresó al estanque, donde Ángela siguió con la tradición de cantarle por las mañanas y noches hasta 1992, cuando, a la edad de 67 años, la caimana “colmillos de oro”, pereció de causas naturales.
Su cuerpo, a petición de doña Ángela, fue embalsamado, con fauces abiertas, y colocado en una caja de cristal con marcos de madera, para ser exhibida en esa casa de la calle 24 de julio en San Fernando de Apure.
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