La Valquiria del piano
Para hablar del personaje principal de esta historia debemos conocer primero el entorno familiar en el cual se crio. Su padre, Manuel Antonio, era dueño de gran talento musical, pero la vida lo condujo por otros caminos que desviaron su andar en eso de convertirse en compositor afamado del piano, pues muchos dicen que poseía talento suficiente para serlo.
Cursó paso breve por los ámbitos de la política nacional, pero demostró que su vocación era pedagógica cuando, en 1841, inauguró el “Colegio Roscio”, ubicado en la casa número 15 de la antigua calle de Zea. Poco más de una década después, en 1853, editó en la imprenta “Carreño Hermanos” su “Manual de Urbanidad y Buenas Maneras”, obra que se convirtió en lectura obligatoria para todo venezolano como biblia de los buenos modales.
María Teresa Gertrudis de Jesús, o “Teresita” nació el mismo año se publicó el “Manual de Carreño” y, por cuestiones del destino, le tocó ser hija del individuo más educado, refinado y culto del país, además de un pianista por encima del promedio. Su afición por la música lo llevó a impartir sus primeras lecciones en las teclas a la niña desde su más tierna infancia, cuando ya mostraba facilidad, genio, y talento excepcional para concebir el arte melodiosa. A los cinco años la pequeña tocaba piezas enteras de Mozart y sentaba a sus muñecas junto al piano, improvisando conciertos de lo que llamaba “óperas”.
Gracias a eso, Manuel Antonio escribió un cuaderno titulado “500 Ejercicios para Piano”, dedicados a su hija. Era todo lo que podía enseñarle. Apenas comprendió que su alumna superó al maestro la enlistó en clases sistemáticas y metódicas del instrumento, poniéndola en manos de Julio Hohené, afamado pianista extranjero residenciado en Caracas, quien la enseñó a tocar obras de Chopin y Mendelssohn.
Las cosas marchaban armoniosas, o sobre teclas y cuerdas, como diría un bardo, hasta el inicio de la Guerra Federal. En mayo de 1861, el presidente Manuel Felipe Tovar nombró a Carreño ministro de Relaciones Exteriores. En agosto del mismo año, el presidente encargado, Pedro Gual, lo designó ministro de Hacienda. A los pocos días comenzó la dictadura de Páez y el país convulsionó, dejándolo en una posición comprometida. Entendidas las dificultades para seguir haciendo vida en Caracas, así como el inmenso potencial de su hija, decidió abandonar el país. Acompañado de su familia, ligeros de bagaje, sobre lomos de mulas, treparon el Ávila hasta Galipán y bajaron a La Guaira para embarcarse a finales de julio de 1862 hasta Nueva York.
A los pocos meses, Teresita, quien todavía no tenía diez años, dio su primer concierto en el Irving Hall, dejando perplejos a todos los presentes. Decir que la crítica se deshizo en elogios sería menospreciar su actuación, pues Louis Gottschalk, gran pontífice del piano en los Estados Unidos, se interesó tanto en el talento de la niña, que ofreció darle clases, y, en enero de 1863, la tenía como solista con la Orquesta Filarmónica de Boston.
Ese otoño fue invitada a tocar en la Casa Blanca por el entonces presidente Abraham Lincoln, y, al comenzar el recital, interrumpió su performance para comentar que el piano estaba desafinado, pidiendo excusas a su audiencia por el terrible sonido del instrumento. Así comenzó la leyenda del prodigio musical de Teresita Carreño. A partir de aquello, la niña maravilla del piano, de un día para otro, fue contratada para realizar una gran gira, tocando en Filadelfia, Baltimore y Miami, luego Cuba, en La Habana, Matanzas y Cárdenas.
Tenía 13 años cuando se mudaron a París, donde debutó en mayo de 1866. El compositor Franz Liszt alabó su talento, presentándola con famosos colegas de la talla de Rossini, Gounod, Ravel y Debussy. A eso siguieron giras por España y otra vez los Estados Unidos. Pasó su adolescencia encerrada en casa estudiando, ensayando con orquestas, o deleitando audiencias sobre el escenario de los más prestigiosos teatros de la época.
Como muchos genios del arte tuvo una vida pasional y controvertida en la que ardieron amores con distintos colegas. En 1873, a los 19 años de edad, contrajo matrimonio con el violinista Emile Suaret, de quien poco sabemos, únicamente que era francés, y, según Teresa, también “débil de carácter e irresponsable”. El embarazo afectó su rutina, así como el calendario de presentaciones. Al nacer Emilia Suaret Carreño, la dejaron bajo el cuidado de la señora Bichoff, viuda que se ofreció para velar por la criatura, mientras sus vecinos se dedicaban a la música y el espectáculo.
El dinero escaseaba y los bolsillos vacíos empujaron a realizar conciertos en dueto de piano y violín que no rindieron los frutos esperados. Un fiasco rotundo en cuanto a crítica y taquilla. La señora Bichoff, al no recibir los pagos esperados para la manutención de Emilia propuso adoptarla, con la condición que más nunca volvieran a verla. Y así fue. Regalaron a la hija por no tener cómo mantenerla.
La tristeza de separarse de la niña y darla en adopción pulverizó sus ánimos. Su depresión sólo asomó mejoría al quedar otra vez encinta. El dueto sonó en harmonía preciosa durante un par de meses, hasta que dolores de vientre y una noche de pesadillas tiñeron las sábanas del lecho conyugal con el daño irreparable de perder un segundo retoño. Después de aquello no quiso saber más de Emile, ni él de ella. Se divorciaron y al poco tiempo conoció al cantante Giovanni Tagliapietra. Embelesada por su voz aterciopelada volvió a casarse, cumpliendo con dos sueños a un mismo tiempo. Eso de ser madre y conseguir un socio para fundar una empresa de conciertos.
Juntos crearon la “Carreño-Donaldi Operatic Gem Company”, y tuvieron tres hijos: Lulú, Teresita y Giovanni, a quienes la pianista dedicó escaso tiempo en la crianza, puesto que debía ausentarse por largos periodos de tiempo gracias a sus viajes de trabajo en Estados Unidos y Canadá.
En 1883, para celebrar el “Centenario del Libertador”, magna feria organizada por el general Antonio Guzmán Blanco, a petición del “Ilustre Americano”, compuso música y letra para el “Himno a Bolívar”, pieza que deslumbró a los caraqueños en el Teatro Municipal.
Tres años después recibió invitación del presidente Joaquín Crespo para visitar Caracas como figura principal de la temporada de óperas en la capital. Su oferta no sólo era halagüeña, sino bastante generosa. Imposible de rechazar. Tenía más de dos décadas sin pisar su tierra natal. De inmediato planteó al marido presentarse en Caracas, donde todos quedarían fascinados al verlos y no existía competencia de talentos como en Europa o Estados Unidos. Nadie en Venezuela podía compararse con ellos.
A Teresa no le preocupaba la política, menos la de una nación que ya le parecía ajena, cuyo idioma practicaba únicamente al escribir a sus familiares que vivían ahí. La verdad es que ni siquiera estaba enterada de lo acontecido en el país durante su prolongada ausencia. No le importaban esos temas, ni trataba de entenderlos. Lo suyo era la música. La Guerra Federal no afectó su rutina, tampoco el conflicto entre Francia y Prusia en Europa. El mundo afuera podía incendiarse, o el cielo caerse a pedazos, pero, como es lema de artistas, el show debe continuar.
Su bienvenida en La Guaira y Caracas fue apoteósica, gente inundó las calles para darle vivas entre lluvia de flores, tributo de compatriotas en reconocimiento a sus méritos. Recibió todo tipo de homenajes, tantos que su esposo fue víctima de un ataque de celos. En un banquete y baile de bienvenida ofrecido por el presidente Crespo, “Tag”, como lo apodaba cariñosamente, se pasó de copas y montó una cómica, comportándose como todo un patán.
La semana siguiente inició una serie de funciones con su compañía, integrada por un total de 49 músicos, que viajaron junto a ella desde Francia para interpretar una serie de óperas, a toda pompa, en el Teatro Guzmán Blanco. El recinto estaba copado la noche del estreno, pero, cuando llegó hora de levantar el telón, el director brilló por su ausencia, al igual que el presidente Crespo, quizás ofendido gracias a la reprochable conducta de “Tag” en la fiesta de bienvenida. Teresa tomó la batuta debutando como directora, todo en aras de no suspender el primer concierto.
Los aplausos duraron minutos y los críticos la elogiaron. Visto el éxito de sus presentaciones regresó el año siguiente, trayendo consigo a la “Teresa Carreño Company”, para interpretar tres óperas jamás escuchadas en Venezuela como Los Hugonotes, Mignon y Carmen, además de clásicas como Rigoletto, Fausto, Norma, Aida y el Barbero de Sevilla. Cuando Guzmán Blanco, enamorado de su talento musical, retomó el poder iniciando el periodo conocido como el bienio, o “Aclamación”, asistió a todas sus funciones. Entonces, el público se mostró desinteresado en la pianista favorita del “Ilustre Americano” y dejó de comprar entradas en protesta, generándole pérdidas a la compañía.
En 1889, tres años después de su gira fracasada en Venezuela se divorció de Tagliapietra para radicarse en Berlín, donde debutó con la Filarmónica de aquella ciudad, bajo la dirección de Gustav Kogel. Allá se casó con el pianista Eugen d’Albert, con quien tuvo dos hijas, Eugenia y Herta. Las cosas entre ellos tampoco funcionaron, terminando en un tercer divorcio.
En 1897 pasó a Nueva York y después de tocar en el Carnegie Hall, se presentó en distintos tablados de las principales ciudades de los Estados Unidos. Allá se volvió a enamorar y contrajo nupcias una cuarta vez. Aunque usted no lo crea, el afortunado se llamaba Arturo Tagliapietra, hermano menor de Giovanni, su segundo marido.
Las últimas dos décadas de su vida se dedicó a su amor por la música y la composición, derrochando talento sobre distintos teatros alrededor del mundo, incluyendo un tour de año y medio por Estados Unidos, Europa, Egipto, África del Sur, Australia y Nueva Zelanda.
A principios de 1917, luego de tocar el recital de Navidades en la Casa Blanca por petición del entonces presidente Woodrow Wilson, pensó realizar una gira en Suramérica, iniciando su recorrido por Cuba, donde dio un concierto con la Filarmónica de La Habana. En la isla sufrió un serio quebranto de salud y un médico aconsejó cancelar sus compromisos artísticos, así como regresar a Nueva York, donde falleció a mediados de junio en su apartamento de la Residencia Della Robbia, 740 de la West End Avenue, en el Upper West Side de Manhattan. Como última voluntad pidió que su cuerpo fuera entregado a las llamas, acto que, según algunos testigos, a manera de bienvenida, el cielo respondió con truenos.
Las cenizas de “La valquiria del Piano” quedaron en manos del viudo dentro de una sobria ánfora de bronce. Arturo Tagliapietra, así como su sobrina e hijastra Teresita, organizaron su traslado a Venezuela en 1938, durante la presidencia del general Eleazar López Contreras. La urna cineraria fue conducida a la capilla del cementerio general del Sur en Caracas. Luego de un oficio religioso, al ritmo de la “Marcha fúnebre” de Beethoven, interpretado por banda militar, se instaló sobre un pedestal de mármol construido para ella en el rincón de los poetas, dejando a sus pies una montaña de rosas.
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