La Tierra del Jugo
El Cementerio General del Sur es uno de los lugares más temidos de Caracas, predio en el cual dan más miedo los vivos que los espíritus. Sitio frecuentado por profanadores, santeros y paleros para realizar rituales de sincretismos religiosos sobre los cuales no deseo averiguar, ni conocer detalles. Nadie en su sano juicio se atrevía a visitar el sitio de reposo eterno de seres queridos y antepasados, tan sólo por miedo a ser víctimas del hampa, o avistar el espantoso espectáculo de criptas abiertas, ataúdes destapados y osamenta regada.
La primera vez que lo visité tenía seis años recién cumplidos. Acompañé a mi padre un domingo 5 de julio de 1987, vigésimo aniversario de la muerte del abuelo, para dejar un ramo en su tumba, la de un tío y otros familiares. De aquella memoria, fugaz como cualquiera de infancia, me quedó grabada en piedra la impresión producida por la estatua de un ángel con alas a medio extender, testa gacha, cabellera rizada y brazos cruzados, frente a un grupo de losas de mármol con cruces e inscripciones. Para mi estatura era alto, pero insignificante al compararlo con el Cristo a sus espaldas, que fácilmente triplicaba el tamañito del serafín.
Al escuchar el Réquiem de Mozart y cerrar los ojos no puedo evitar que la imagen se trace entre sombras, despertando cierta melancolía e inquietud. Treinta y siete años han pasado, pero al ser invitado por un grupo de amigos, quienes me aseguraron que ya el lugar no era tan peligroso como solía, dije que sí en el acto. Al principio no estaba muy convencido con el plan. Quise recular o inventar una excusa de último minuto, pero la compañía era buena y, como dicen por ahí, la curiosidad mató al gato.
Eso de pasear con las manos atrás, leyendo nombres, fechas y epitafios tallados en lápidas, tumbas o mausoleos, se pintó como plan interesante, puesto el arte mortuoria posee un encanto que siempre me ha parecido fascinante. Así que tomé el asunto como visitar un museo colmado de obras, además de rico en historia.
Fue creado el 5 de julio de 1876 por decreto firmado por el entonces presidente, general Antonio Guzmán Blanco, luego que Lino Duarte Level, gobernador del Distrito Federal, su secretario Miguel Caballero y el ingeniero Jesús Muñoz Tébar, ministro de Obras Públicas, aprobaran la compra de un lote de terreno que solía pertenecer a una hacienda llamada “Tierra del Jugo” en el rincón de El Valle.
En esa época existían diversos cementerios en la capital, como “Los Hijos de Dios”, “Las Mercedes”, “San Simón”, “Los Canónigos”, el de “Los Ingleses”, el de “Los Alemanes”, los hospitales de “Lazaretos”, “Coléricos”, y “Virulentos”, así como templos o capillas que también acogían espacios para la inhumación. A partir de aquello, por temas de salubridad en tiempos de pestilencia, el gobierno prohibió soterrar finados en otro camposanto distinto al General del Sur.
Diez días después el coto recibió su primer huésped. Se trataba del señor Bonifacio Flores, integrante de la banda marcial de Caracas. Esa misma fecha enterraron también a los señores José Conrado Olivares y Guillermo Goiticoa.
Los deudos pusieron en boga engalanar las tumbas de sus difuntos, ataviándolas con sello personal, alzando sobre pedestales bustos del fallecido, o estatuas sacras de Cristo, la Virgen, Santos y Ángeles. Por supuesto, unas más monumentales que otras. Esa moda activó el rubro de un movimiento escultórico y arquitectónico que no tenía precedentes en un país cuyos cementerios antiguos exhibían simples cruces o lápidas, algunas con inscripción y fecha, pero en su generalidad sin datos.
Eso favoreció el comercio de marmolerías adyacentes al nuevo sacramental, donde, a finales del Siglo XIX y principios del XX, cuartearon negocios de algunos escultores afamados como Emilio Gariboldi, autor de los arcos de Independencia y Federación dentro del parque El Calvario; Julio Roversi, responsable del cenotafio del Generalísimo Francisco de Miranda en el Panteón Nacional; o Francisco Pigna, quien esculpió la estatua del general Rafael Urdaneta para su nicho Panteón Nacional. Sobra decir que junto a cada estudio de cinceladores germinaron ventas de flores cultivadas en Galipán y la Colonia Tovar.
En sus seis carteles, o cuerpos, yacen restos de ilustres personajes dignos de la memoria nacional, como los últimos presidentes antes de la caída del liberalismo amarillo, doctores Juan Pablo Rojas Paul, Raimundo Andueza Palacio, y generales Joaquín Crespo e Ignacio Andrade; los afamados pintores Martín Tovar y Tovar, y Armando Reverón; poetas Juan Antonio Pérez Bonalde, Andrés Eloy Blanco, y Aquiles Nazoa; o Jesús María Herrera Irigoyen, fundador de la revista “El Cojo Ilustrado”. Así como el más insigne escritor y novelista que ha parido Venezuela, Rómulo Gallegos, quien también fue presidente y le otorgaron honores de ser conducido al Panteón Nacional en 1994, aunque su traslado al más alto altar de la patria no llegó a concretarse, respetando su voluntad de permanecer eternamente junto a doña Teotiste Candelaria Arocha Egui, su amada esposa.
El espacio fue declarado monumento histórico de Venezuela en 1982 y la verdad es que, desde hacía bastante tiempo, tenía ganas de regresar tan sólo para toparme con el ángel y cristo que marcaban la parcela de mi familia, o dar una vuelta por un monumento sobre el cual había escrito sin conocer.
Me refiero a un artículo que publiqué hace unos años sobre una anécdota leída en las “Memorias Personales” del doctor Francisco González Guinán, dejando testimonio entre sus páginas de una reunión a la que fue citado por el general Joaquín Crespo a mediados de 1897. Esa tarde se toparon en la Plaza Bolívar, frente a la estatua ecuestre del Libertador, pasearon a caballo por los alrededores y enrumbaron hasta donde, dos décadas antes, el “Ilustre Americano” había fundado el Cementerio General del Sur.
Los jinetes se adentraron por la necrópolis, divisando una estructura grandiosa e imponente. Tanto que hacía parecer diminuto el edificio principal, que ya es mucho decir. La obra estaba casi terminada y deslumbró al doctor desde la distancia. Observador como era, con ojos de águila, estudió cada detalle mientras iban acercándose.
La majestuosidad del mamotreto contrasta con el resto de sepulturas o monumentos. Cuatro bases con ángeles enormes custodian una colosal torre al estilo neoclásico, de planta cuadrada, dividida en tres cuerpos. El primero sobre nivel del suelo, a unos tres metros de altura, tiene piso ajedrezado y acceso por dos puertas enrejadas que conducen a escalinatas, una en la fachada norte, otra en la sur, terminado en puertas de dinteles abovedados a medio punto, con rejas a dos hojas, al mejor estilo morisco, como esas que pueden ser vistas en Granada y Sevilla. El segundo, empotrado sobre el anterior, enmarcado por dos cornisas, la inferior más saliente que la de arriba, le brinda un ligero aspecto truncado. El tercero y último, la cúpula, cubierta por chapas metálicas que asemejan escamas. Corona su tope una preciosa figura de bronce. Dama sin rostro, con grandes alas extendidas, vestida de túnica, empuñando una espada de caballero templario a medio desenvainar en la mano derecha y una pluma en la izquierda.
-Hemos llegado- anunció el caudillo antes de quitarse el sombrero “pelo e guama”, secar el sudor de la frente con la manga y rascarse su tupida barba negra. Desmontaron y amarraron las bestias de botalones. Al trepar los peldaños a dos patas e ingresar, alardeó sobre el fresco en la parte interior del domo con pechinas, pintado por el español Julián Oñate y Juárez. Del centro colgaba una cadena aguantando un gran candelabro de lágrimas de cristal. Mientras descendían por una escalerilla de caracol hasta un espacio oscuro, adornado por dos sarcófagos con bordes metálicos y capas de vidrio grueso, entre paredes forradas de nichos para decenas de ataúdes, el jefe soltó prenda sobre qué se trataba la visita.
-En la Iglesia de la Santísima Trinidad, esa que Guzmán Blanco convirtió en el Panteón Nacional para albergar los restos de próceres de la Independencia, hay espacio destinado a los héroes de la Revolución Federal. Antonio quiere ser enterrado ahí para descansar junto al Libertador porque están emparentados. A mí no me vayan a meter en ese templo con él. Este es el panteón que construí para los Crespo, aquí es donde quiero estar. Jacinta tiene su espacio a mi lado y en las paredes nuestros descendientes.
Meses luego de aquella cabalgata vespertina la muerte se le apareció al “Tigre de Santa Inés” en un hato cojedeño llamado “Mata Carmelera”. El jefe de la Primera Circunscripción Militar, amoló el acero, ensilló su alazán peruano y dirigió las operaciones en el campo de batalla para darle cacería a José Manuel “El Mocho” Hernández, cabecilla del alzamiento conocido como “Grito de Queipa”, cantando fraude al publicarse resultados de los comicios presidenciales amañados que lo dieron por candidato perdedor ante el general Ignacio Andrade, elegido a dedo de don Joaquín.
La madrugada del 16 de abril de 1898, sabiendo que el Mocho estaba refugiado en el terruño de uno de sus enemigos, jactándose que Barreto para beber leche tendría que hincar un matapalo, sobre su cabalgadura, luciendo uniforme con charreteras doradas, capa blanca, sombrero de panamá y botas negras de charol hasta las rodillas, con su espada en alto, apenas ordenó la carga, se convirtió en diana perfecta para un francotirador.
La bala le atravesó el pecho, reventando su esternón y columna. Cayó de espaldas, torpe y lentamente, con un pie atorado en el estribo. Si no lo mató el plomo lo fulminó el trancazo en la cabeza, que sonó a nuez quebrada. Falleció instantáneamente, con los ojos abiertos, viendo el cielo taparse por nubarrones polvorientos, sin pronunciar últimas palabras, asfixiadas por la sangre y burbujas que manaron a borbotones por su boca.
Cumplir con la petición realizada al doctor González Guinán, esa de ser enterrado en su mausoleo, no fue tarea fácil. Sus fieles soldados, en mayoría llaneros, luego de celebrar la última victoria de Crespo al pulverizar las tropas dirigidas por Hernández, recurrieron a una vieja costumbre de tierra plana para evitar la descomposición de la carne durante largos trayectos.
Introdujeron el cuerpo en una urna modesta para la que bastaron seis tablas, la atiborraron de sal, vaciaron densa capa de cera, clavaron la tapa y montaron el cajón en una carreta tirada por dos caballos. Arrebujados por la oscuridad, evadiendo caseríos o focos remanentes de las guerrillas mochistas, demoraron una semana hasta llegar a la capital, pasando por Acarigua, donde lo acomodaron en mejor féretro, antes ir a Barquisimeto y luego Tucacas, puerto en el cual abordaron el féretro en una goleta directo a La Guaira.
En Caracas fue embalsamado y le rindieron honores póstumos dignos de su jerarquía en la Catedral. Una multitud de personalidades del ámbito político, así como ciudadanos de distintas clases sociales, acudieron el 24 de abril de 1898 al Cementerio General del Sur para pagar sus respetos al ídolo caído, viuda e hijos, siendo testigos, al igual que aquellos cuatro ángeles descomunales, parados en sus respectivas esquinas, de la procesión que condujo al general Joaquín Crespo a través del umbral de las puertas de hierro de su mausoleo. Entrada al mundo sin retorno de los muertos.
En la bóveda principal, misia Jacinta instaló altar sobre el cual colocó su espada, condecoraciones, medallas, relicarios y otros efectos personales. Las verjas fueron cerradas con candados que únicamente debían abrirse para recibir en la cripta a otro integrante de la familia Crespo Parejo, cuando Dios, Nuestro Señor, lo considerara justo y necesario.
Ella, por casualidades extrañas de la vida, pereció también un 16 de abril, pero de 1914, cuando apenas echaba raíces la dictadura del general Juan Vicente Gómez. Entonces abrieron los candados para depositar sus restos junto a los del marido. Ahí descansaron en paz, acogiendo a hijos, nietos y bisnietos, hasta que un mes antes de cumplirse el centenario del deceso de doña Jacinta, el periódico de circulación nacional “Últimas Noticias” publicó nota redactada por Lisseth Boon con un titular que puso los pelos de punta a sus lectores.
-Joaquín Crespo desapareció de su tumba.
Cuando leí detalles, intenté dibujar aquel escenario que conocí gracias a las Memorias de González Guinán, imaginando todo lo antes descrito hasta la escalera acaracolada que desciende del piso ajedrezado a la bóveda, con rastros de velones negros derretidos y montoncillos de ceniza de tabaco, al igual que los sarcófagos de marcos metálicos, con los vidrios granizados y vacíos, o una cantidad de ataúdes rotos, también fuera de sitio, sin huesos, y todo rodeado por basura.
Imaginarlo en esa oportunidad resultó tétrico, además de repugnante, pero en nada comparado a constatar de primera mano el estado ruinoso actual de una edificación cuyo nutrido valor histórico, arquitectónico y artístico, definitivamente invaluable, está deteriorado hasta el punto que en un futuro, quizás no muy lejano, se perderá del todo, igual que sucedió con los restos del general Crespo y su familia.
En fin. De mi segunda visita a La Tierra del Jugo por lo menos me conformo con el hecho que el recuerdo de lo narrado perdura en las “Memorias Personales” del doctor Francisco González Guinán, y resultó una experiencia inolvidable revivir, paso a paso, esa última reunión con “El Tigre de Santa Inés”.
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