La Libertadora del Libertador

El amor germinó a mediados de junio de 1822, cuando hizo su entrada triunfal a Quito, urbe que su amigo Alejandro von Humboldt no vaciló en clasificar como “la más bella de América del Sur”. Fue recibido en una gran fiesta para celebrar la victoria patriota de Pichincha, así como las proezas de su ejército libertador. Desde los balcones, damiselas lanzaban flores, tejiendo de pétalos una alfombra por donde pasaba. En medio de cohetones, fuegos artificiales y campanazos, en la esquina de la Plaza Grande, una cautivó su atención. Dejemos que sea ella misma quien relate cómo cupido acertó el flechazo.  

-Cuando se acercaba al paso de nuestro balcón, tomé la corona de rosas y ramitas de laureles y la arrojé para que cayera frente del caballo; pero con tal suerte que fue a parar con toda la fuerza de la caída, a la casaca, justo en el pecho de Su Excelencia. Me ruboricé de la vergüenza, pues el Libertador alzó su mirada y me descubrió aún con los brazos estirados en tal acto, pero él se sonrió y me hizo un saludo con el sombrero pavonado que traía a la mano.

La corona de rosas y ramitas de laurel cayó al suelo, espantando al caballo del héroe. El corcel, estremecido, se alzó en dos patas relinchando, por poco haciendo caer al suelo a su jinete. Al buscar culpable de tal obsequio y susto, encontró los ojos intensos y brillantes de una joven buenamoza sonrojada. 

Se trataba de Manuela Sáenz Aizpuru. Tenía veinticuatro años de edad y se enamoró perdidamente de Bolívar esa misma noche, cuando intercambiaron palabras en el banquete ofrecido por la municipalidad a Su Excelencia como recibimiento. En el “Baile de la Victoria”, una de las tantas celebraciones en honor al guerrero y sus huestes, la reconoció, acercándose para hablarle por primera vez. Según ella recuerda, le susurró al oído una frase que la ruborizó.  

-Señora, si mis soldados tuvieran su puntería, ya habríamos ganado la guerra a España.   

Era catorce años menor, pero sabía escuchar, callar, o conseguir el instante apropiado para intervenir. Reía con facilidad, tenía sentido del humor ante sus chanzas o encantos. Sus preguntas sobre la guerra eran tan precisas y espontáneas que no permitían opción distinta a responderlas con detalle, como si lidiara con cualquier oficial en el campo de batalla. Le fascinaba tanto bailar como a él.  Sonrientes, de miradas entrelazadas, danzando al son de la música, corazones palpitando a un mismo ritmo de cuerdas y labios ansiosos de ser besados, poco demoraron en sellar el pacto, meciéndose con el plácido vaivén de una hamaca.

La relación entre ambos siguió el sendero marcado por la vida nómada de su “querido Simón”, siempre cabalgando y listo para dar guerra donde se plantara el enemigo. La pacatería de aquella época observó con menosprecio la relación entre el Libertador y la Sáenz, quien, aún casada con el marido inglés que abandonó, se acostaba todas las noches en brazos de su amante, frente a las narices de toda Colombia y el Perú. Además, solía vestir uniforme militar, inmiscuyéndose en reuniones de alto rango, como si fuese general. Toda una loca. 

Durante cinco años intentaron hacer vida de pareja en Bogotá y Lima por lapsos breves, ya que sus obligaciones, viajando de un lado al otro, hicieron del suyo un romance de poco tiempo compartido y escasas cartas. Sin embargo, se tornó en el amor de su madurez. En ella encontró un alma gemela con la cual pudo compartir pasiones y tan complicada visión política.    

En 1828, al reunirse la Convención de Ocaña, dejó a su “amable loca” en Bogotá, encargando al general Rafael Urdaneta de cuidarla y que no le faltara nada durante su ausencia. Se trasladó hasta Bucaramanga, donde buscaba mantenerse al tanto de los movimientos de los diputados y sus alocuciones, aguardando noticia sobre aquella reunión de legisladores que decidiría el destino Colombia. 

Durante su estancia en esa ciudad, se hizo acompañar por su mayordomo José Palacios, el coronel Juan Santana, y seis edecanes, generales Daniel Florencio O’Leary, Carlos Soublette, Belford Hinton Wilson, Guillermo Ferguson, Andrés Ibarra y Luís Perú de Lacroix.

El francés Luís Perú de Lacroix registró una meticulosa e interesante crónica sobre las conversaciones de Simón Bolívar con sus allegados, mientras comían, despachaban correos, leían gacetas y periódicos, daban largos paseos a caballo, o jugaban con barajas al tresillo. En el “Diario de Bucaramanga” dedicó párrafos a diversas confidencias del Libertador, entre las cuales figuran algunas en referencia a su vida amorosa, comenzando, claro está, con la primera de todas, María Teresa Rodríguez del Toro y Alaysa, única que llevó al altar.

-Sin la muerte de mi mujer no hubiera hecho mi segundo viaje a Europa, y es de creer que en Caracas o San Mateo no me habrían nacido las ideas que me vinieron en mis viajes, y en América no hubiera logrado la experiencia ni hecho el estudio del mundo, de los hombres y de las cosas que tanto me ha servido en todo el curso de mi carrera política. La muerte de María Teresa me puso muy temprano en el camino de la política, me hizo seguir después el carro de Marte en lugar de habérmelas con el arado de Ceres, vean pues ustedes si influyó o no sobre mi suerte.

Y cuando sus edecanes se atreven a preguntar por la actual dueña del corazón, responde: -Manuela fue, es, y sigue siendo amor de fugas. ¿No ve? Ya me voy nuevamente. Vaya usted a saber. Nunca hubo en Manuela algo contrario a mi bienestar. Sólo ella. Sí, mujer excepcional, pudo proporcionarme todo lo que mis anhelos esperaban en su turno.

Dos meses de sesiones, debatiendo entre centralismo y federalismo, o, mejor dicho, entre bolivarianos y santanderistas, bastaron para declarar disuelta la Convención en Ocaña sin alcanzar un acuerdo, evidenciando que los cimientos de Colombia estaban fracturados y las grietas no podían pegarse con saliva. 

Entró a Bogotá el 24 de junio de 1828, y, en presencia de su tren ministerial, magistrados del tribunal supremo y altos oficiales de su ejército, asumió el poder como dictador. Ante los rumores de una conjura contra el gobierno que tomaba forma e impulso, optó por instalarse en el Palacio San Carlos, donde se dedicó a trabajar, día y noche, redactando un Decreto Orgánico como ley habilitante para concederse plenos poderes y evitar la desintegración de la república.

Un mes después, el 24 de julio, cumplió 45 años y Manuelita organizó un bonche en su residencia para celebrar la ocasión. Alrededor del jardín, elegantemente iluminado y decorado, se reunieron miembros del gabinete, edecanes, amigos y abanico de personajes importantes de la sociedad bogotana. A pesar de haber prometido festejar su cumpleaños junto a ella, el agasajado no acudió a la cita. Estaba preocupado, hundido torres de papeles, enfocado en sus esfuerzos por culminar el bendito Decreto Orgánico.  

Igual hubo fiesta y durante su apogeo, tras engullir varias copas de vino y tarros de chicha, algunos empezaron a soltar lenguas, refiriéndose a las perversas intenciones de Santander. De pronto, un ebrio sugirió que no había mejor obsequio para el cumpleañero que fusilar al cucuteño. El comentario le arrancó una carcajada a la Sáenz. Inmediatamente puso manos a la obra, confeccionando un espantapájaros de rostro caricaturesco, ataviado de bigote, patillas, casaca militar y bicornio. Para terminarlo, le colgó del cuello un cartelón.

-General Francisco de Paula Santander, ejecutado por traición. 

Richard Crofston, coronel irlandés de la Legión Británica, reunió un grupo de oficiales voluntarios, organizó el pelotón de fusilamiento e impartió la orden de fuego. Las descargas destrozaron el monigote, dejándole más agujeros que un queso suizo. El estruendo retumbó en toda la capital, rompiendo el hielo de su habitual silencio nocturno. 

La noticia llegó al Palacio San Carlos en cuestión de minutos. En instantes álgidos de tensiones y ánimos caldeados, cuando el país está polarizado entre dos bandos y él intenta manejar la situación con diplomacia y buenas maneras, a la muy desquiciada no se le ocurre mejor idea que ajusticiar un muñeco de su contrincante político.

Furioso, se negó a recibirla y sus cartas pidiendo perdón quedaron sin respuesta. Estalló en llanto cuando su amado la exhortó, por medio de un edecán, a distanciarse del público y abandonar Bogotá. Su silencio la hirió profundamente, dejándola comprender que tardaría en perdonarla. Insistente ante su rechazo, permaneció en la capital para protegerlo de los puñales asesinos de incontables enemigos. De acechar el peligro, sin importar lo irritado que estuviese con ella, su obligación como patriota era mantenerse vigilante, observando cualquier movimiento de los adversarios de Su Excelencia, alertando a sus amigos y allegados sobre ciertos riesgos, porque las consignas pregonadas en las calles anunciaban tempestad. 

¡Muerte al tirano!… ¡No habrá libertad mientras viva Bolívar!

La primera semana de agosto, envió par de mensajes rogándole no atender al tradicional baile de máscaras en el teatro Coliseo a celebrarse la tarde del diez. Temía por su seguridad, alegando tener prueba que los santanderistas planeaban asesinarlo a la medianoche. Hizo caso omiso a la súplica, pero, al presentarse en el evento, halló que Manuela esperaba en la puerta del teatro, vestida de húsar, discutiendo con el alcalde, quien rehusaba dejarla ingresar al salón disfrazada de hombre, con barba rayada de carboncillo y labios pintados. Apenas escuchó la gritería, reconociendo su voz, optó por regresar al palacio y pasar del baile. Sin saberlo, su impredecible y amable loca lo salvó de una estocada segura.

Eso del fusilamiento del muñeco de Santander y escándalo en el Coliseo ardía como leña al fuego, alimentando su rabieta. Le tomó un par de meses entender que Manuelita tenía razón. Su gobierno cada día cosechaba más adversarios y malquerientes. La hostilidad contra él ya era imposible de ocultar. De boca en boca, a la luz del día, en plazas, calles o salones, declaraban su odio, deseándole pronto reposo en el camposanto.

A finales de septiembre, estaban dulcemente reconciliados los tórtolos cuando la noche del 25, mientras reposaban en su alcoba del Palacio San Carlos, le pegó un codazo en el hombro para despertarlo. Escuchó la madera de la puerta principal crujir, sus bisagras chillar, justo antes de golpes, gritos y ladridos de los perros. 

-Simón, párate ya. Abajo sucede algo. 

Estaba en lo cierto. Un grupo de conspiradores, integrado por soldados y civiles, comandados por Pedro Carujo y Agustín Horment, forzaron su entrada al recinto, ultimaron dos guardias e ideaban hacer lo mismo con Su Excelencia. Entonces, desesperada, rogó que se pusiera los pantalones, botas y la camisa.

-¡Bravo Manuela! Vaya pues, ya estoy vestido, ¿y ahora que hacemos? ¿hacernos fuertes? 

Empuñando espada y pistola, se dirigía en dirección a la puerta cuando lo agarró por un brazo, implorándole saltar por la ventana.

-Yo los demoro, tú te vas de aquí.      

Colgado del otro lado de la baranda, saltó de modo torpe y se metió un buen trancazo. Aporreado, trotó a velocidad de renco, dejando atrás ecos del bullicio en el San Carlos. Mientras ponía pies en polvorosa, los sediciosos intentaban romper la puerta a golpes. Manuela pudo pasar llave al cerrojo y se tomó su tiempo, haciéndolos esperar afuera. 

-Ya va, que estoy en paños menores, aguarden un momento. Por favor. 

-¡Abra o la tumbamos!-, gritó enfadado Carujo. Al dejarlos pasar, montó su parodia tragicómica, fingiendo estar de lo más extrañada por el alboroto. 

-¿Y qué es tan urgente que no puede esperar hasta mañana?-, quiso saber, mostrando una sonrisa guasona, antes de prender uno de sus tabacos y soplar la nube de humo en su cara.  

-Si buscan al Libertador, aquí no está. Se fue a pasear, le da tos y asco cuando fumo.

Carujo, frenético, ordenó revisar las habitaciones contiguas y armarios, pero al no encontrarlo, poniéndose rojo como un tomate, profirió insulto de cuatro letras y le dio su par de bofetones. De inmediato abandonó el sitio para repartir sus tercios en comparsas y ubicar su presa, pero ya era demasiado tarde. Gracias a otra intervención del “amor de fugas”, Simón volvió a salvar el pellejo de milagro. 

Pasó la noche bajo un puente, a orillas de una quebrada, refugiándose del frío, el aguacero y los matarifes. La ciudad amaneció revuelta, en pandemonio total. Nadie sabía nada, todos preguntaban por él, imaginando el peor de los escenarios. Una multitud exaltada se aglutinó frente al San Carlos antes que cantaran los gallos, deseosa de conocer sobre el paradero de Bolívar. 

Las emociones se desbordaron cuando, al amanecer, por fin, apareció emparamado, temblando y con cara de trasnochado, intentando colarse entre la masa como uno más del gentío. Al reconocerlo explotan los aplausos. Está vivo, alabado sea Dios, claman quienes abren paso hasta el palacio, donde aguardan edecanes, conocidos y partidarios. Ahí está ella, con el cachete moreteado, labios cortados e hinchados, aunque alegre, orgullosa de sus heridas, esperándolo con brazos abiertos. Él la estrecha, le planta un beso, y, frente a todos grita emocionado.

-¡Manuela, mi Manuelita, eres la Libertadora del Libertador! 

Jimeno Hernández
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