La adivinanza

La de Francisco de Miranda era inmensa y majestuosa. La del doctor José María Vargas enorme, siempre bien pulida y reluciente. Las de los generales José Antonio Páez y Carlos Soublette medianas. Nadie dejó testimonio sobre las de los hermanos Monagas, Juan Crisóstomo Falcón o Joaquín Crespo, quienes, de tenerlas, no solían utilizarlas. Juan Pablo Rojas Paúl tenía una menuda y dicen que de adorno. La de Raimundo Andueza Palacio, de tamaño considerable, quedó arruinada al instante que sus enemigos le pusieron manos encima. Y la del general Guzmán Blanco, “Ilustre Americano”, fue descrita por quienes la vieron como preciosa, monumental y fastuosa. Digna de valer por dos. 

Adivine adivinador. ¿Qué será? 

Yo sé, mi estimado “amigo invisible” que, ahora, en este preciso instante, comprendiendo que no hablamos de barbas o bigotes, una vulgaridad casi desliza por la punta de su lengua. Pero si usted, por cualquier extraña casualidad de la vida, pierde tiempo leyendo esta columna, probablemente tenga una también, cuyo tamaño no es relevante, ni viene al caso, pero es capaz de brindarle un placer indescriptible y sublime al jurungarla, o, por lo menos, desempolvarla. 

-Nos referimos a la biblioteca. 

Vaya mente cochambrosa la suya. Tremenda grosería se ha ingeniado sin arrepentimientos. De ser ornitólogo seguro salió volando una paloma y ahora tiene que dar explicaciones incómodas. No se las ande dando del puritano, como esos inocentes que responden al acertijo discriminando por las medidas de sus retratos adornando los museos.   

Hablando en serio, en aras de aportar al tema cultural, así como no dármelas del chistoso. Salto al tema porque el abogado, periodista, escritor y político caraqueño, Arturo Uslar Pietri, también dueño de una biblioteca descomunal, en su estudio introductorio del catálogo de libros pertenecientes a Francisco de Miranda, primer prócer de la Independencia, escribió: -Nada revela mejor la calidad del espíritu de un hombre que los libros que lee y posee. 

Dejó esa frase para la posteridad gracias al impacto producido al examinar la colección de textos acumulados por el “Americano Universal”, así como la vastedad de su diario titulado “Colombeia”, anchuroso epítome de su vida, iniciado al abandonar Venezuela y zarpar en 1771 desde La Guaira para emprender periplo por el mundo, culminando cuatro décadas después con la capitulación de San Mateo en 1812, cuando colapsó la primera república y un traidor lo entregó al capitán realista Domingo de Monteverde, a cambio de un pasaporte para refugiarse en Cartagena de Indias.  

Se trata de una crónica de correspondencia y entradas, material nutrido en información que roza diversos asuntos, siendo los políticos, culturales, sus periplos, campañas, amistades, romances y experiencias, los de mayor interés. Todos expuestos de manera elegante, mostrando su elevado conocimiento. 

El diario está compuesto por cuadernos empastados con tapa de cuero en los cuales figuran manuscritos, mapas, impresos, grabados, planos de fortalezas y castillos. Consta de 63 volúmenes, divididos en tres categorías, o secciones. 26 tratan sobre sus “Viajes”, 18 están dedicados a la “Revolución Francesa”, y los últimos 19 a lo que llama “Negociaciones”, proyecto para emancipar las colonias españolas de ultramar. Dejó de registrar páginas cuando el coronel Simón Bolívar perdió la plaza de Puerto Cabello, dejando la patria herida de muerte en el corazón. Pero esa es otra historia.

Miranda dejó constancia en su diario el nombre de cada obra literaria que compraba y leía, con la misma minuciosidad que anotaba el nombre y apellido de sus amantes, así como cuándo y dónde “chapaban”, verbo cotidiano en su particular gramática erótica. El hombre culto, flautista, dueño del talento natural para manejar diversas lenguas como el francés, inglés, italiano, ruso y latín, aprovechó su vida para leer centenares de libros que fue archivando en la biblioteca de su hogar londinense, número 27 de Grafton Street.

Doce años después de morir preso en La Carraca, Sarah Andrews, ama de llaves y compañera sentimental, para mantener a sus hijos Leandro y Francisco, entregó a consignación, en manos de un mercader de apellido Evans, dos lotes de sus libros para la venta. El primero conformado por 780 títulos en 2.400 volúmenes, mientras que el segundo alcanzó el total de 1.071 obras con 3.200 tomos. Al margen del catálogo, que hoy se halla en los repositorios del Museo Británico, están los nombres de los compradores, así como precio pagado por cada uno. El más costoso alcanzó la cifra de 17 libras esterlinas, pero en su mayoría fueron vendidos por unos pocos chelines.

En 1828, luego que Sarah liquidara el primer lote, llegaron a Caracas desde Londres un total de 142 volúmenes conformados por distintos clásicos de la literatura universal, cuando, tal vez impulsado por su remordimiento, fueron donados por el propio Libertador a la Universidad Central de Venezuela, cumpliendo la última voluntad contenida en el testamento del “Generalísimo”, cuyo deseo póstumo fue dejarlos a disposición de los estudiantes de su ciudad natal.

En señal de agradecimiento y respeto por los sabios principios de la literatura y de moral cristiana con que alimentaron mi juventud.  

Es una realidad que, para mucha gente, los libros son piezas inútiles, como las antigüedades, cosas que únicamente sirven para decorar espacios. Otras los utilizan con objeto de estudiar, luego desechando u obsequiándolos una vez finalizada la carrera académica. Por eso podría uno suponer que no todo hombre culto posee una biblioteca, ya que algunos son amigos de la lectura, pero pocos acostumbran almacenar títulos ojeados.

Conocer los hábitos de lectura de un individuo resulta clave al indiscreto que procura aproximarse a su personalidad, psique, forma de ser, o todo aquello que mueve y alimenta el intelecto. Quizás por ello es que, al examinar la recopilación de libros de alguien, podemos dibujar un retrato de la naturaleza del dueño de la biblioteca. Por esa razón resulta triste cuando una colección privada termina desmantelada, o desaparece, al fallecer su propietario.

Ejemplo de presidentes cultos sin ostentar bibliotecas importantes fueron los generales José Antonio Páez y Carlos Soublette. El primero, durante los últimos años de su vida, era ávido lector de los clásicos de la literatura francesa e inglesa, mientras el segundo tenía fama de andar siempre con un libro en la mano, aunque sus favoritos eran obras del dramaturgo y poeta británico William Shakespeare. Sin embargo, no existe noticia que Páez o Soublette dejaran una grandiosa colección de libros al momento de palmar. 

El doctor José María Vargas era lector diligente. Conservaba una vasta y fastuosa biblioteca, colmada de piezas abarcando diversas materias como medicina, botánica, química, historia universal, filosofía, además de clásicos en griego y latín. Todo ejemplar conservado en perfectas condiciones, pulcro, meticulosamente catalogado, plagado de anotaciones o comentarios al margen de sus páginas, espacios en blanco, u hojas adicionales. Cumpliendo con su testamento, fue donada a la misma Universidad de Caracas, Alma Mater donde se educó. En tiempos de Guzmán Blanco pasó a formar parte de la Biblioteca Nacional.   

Resulta poco probable que los hermanos Monagas, tanto José Tadeo como José Gregorio, fuesen lectores habituales. Al igual que el mariscal Juan Crisóstomo Falcón y el general Joaquín Crespo, quienes no disfrutaban para nada de la lectura. Del grupo mencionado dicen que únicamente se interesaba por publicaciones aparecidas en los periódicos, haciéndose leer notas de prensa, sin mucha preocupación, por sus respectivos secretarios. 

Juan Pablo Rojas Paul, hijo de pedagogos y abogado de profesión, pasó gran parte de su existencia leyendo, especialmente la biblia, pues era rígido católico, de esos que no se pelaba una misa o la comunión. Tal vez prestaba libros y no los pedía de vuelta, ya que en su casa lucía una estantería pequeña de textos que servían de ornamento para condimentar la sala con toque de beldad. 

Quien, al parecer, poseía una inmensa e interesante biblioteca era Raimundo Andueza Palacio, pero terminó destruida. Según relata Pedro Emilio Coll, en un capítulo de su obra “El Paso Errante”, a principios de octubre del año 1892, cuando resultó victoriosa la “Revolución Legalista”, alzamiento liderado por Joaquín Crespo que derrocó el continuismo del guanareño, pudo presenciar, al salir del taller de su padre, oficina de la imprenta “Bolívar”, ubicaba en la esquina de Jesuitas, también residencia de su familia, una turba enardecida tomar la plaza e ingresar a la Casa Amarilla para saquearla y romper esos preciados libros de don Raimundo, que navegaron destrozados en los ríos de fango, originados por un tremendo aguacero que caía sobre Caracas.

El general Antonio Guzmán Blanco se destacó en este ámbito superando al resto de presidentes venezolanos del Siglo XIX. Por ello podríamos considerarlo merecedor de la medalla de oro en estas particulares Olimpíadas, tumbando por los cachos a todo contrincante.

En eso de acumular textos, al igual que el general Francisco de Miranda, o el propio doctor José María Vargas, el “Ilustre Americano” atesoró una colección admirable. Es más, tenía tan abultada cantidad de obras literarias que necesitó instalar dos bibliotecas. La de Caracas, en la casa de Carmelitas, que luego pasó a su residencia campestre de Antímano. La otra en París, en su lujosa morada de la Rue La Pérouse. Según el catálogo de ambas, el indiscutible líder del Partido Liberal Amarillo acopió, a lo largo de su vida, un total de 2.093 títulos, repartidos en 5.038 volúmenes en español, inglés, francés e italiano. Parece misión imposible acumular semejante número de libros, aún más leerlos, o brindarles el sagrado espacio merecido para necesitar dos bibliotecas. 

Recuerdo que, al saber cuántos libros tenían Miranda o Guzmán Blanco, después de leer sus respectivas biografías escritas por Tomás Polanco Alcántara, quedé altamente impresionado. Eso me puso a pensar en bibliotecas privadas que había tenido el placer de conocer y la verdad es que ninguna se acercaba, en lo más mínimo, al número de piezas.

Pero como la vida te da sorpresas, un día, hace unos quince años, después de leer “Confidencias imaginarias de Juan Vicente Gómez” y “La caída del Liberalismo Amarillo, tiempo y drama de Antonio Paredes”, escribí un email al autor manifestando lo mucho que me gustaron las obras y realizando un par de preguntas. La respuesta llegó a los pocos días, con saludo cordial, acompañado de un documento de diez páginas, además de una invitación para visitarlo. 

Sobra decir que acudí asustado a la cita. De qué carrizos podía hablar yo con el doctor Ramón J. Velásquez, insigne escritor y ex presidente de la república. Sabiendo que era goloso, me presenté con ofrenda de chucherías, e hice preguntas puntuales. Tres bastaron para escuchar en vivo lo que hoy llaman un “Master Class de Historia”. Digamos que el episodio, de cierto modo, marcó mi vida, pues a esa primera conversación siguieron otras, siempre terminando con una frase al despedirnos que todavía me hace gracia. 

-Usted tiene ganas de escribir, porque pregunta mucho. 

Con la confianza otorgada por el tiempo, después de una decena de reuniones, me permitió visitar parte de su biblioteca. Acompañado por Betulia Alviarez, su apreciada secretaria, cómplice y confidente, pude pasear por un amplio espacio de la quinta “Regina” entre estantes abarrotados de títulos, en su inmensa mayoría de historia. Sentí la emoción de un crío en Disney, más cuando Betulia me dijo que aquello era sólo una parte, porque había otros rincones habilitados en la casa para albergar un compendio gigantesco, integrado por más de 33.000 obras, que fue donado por su familia luego de su muerte a la Universidad Metropolitana. 

Digamos que, al igual que hicieron el general Miranda y el doctor Vargas, Velásquez, en señal de agradecimiento y respeto por los sabios principios que alimentaron su espíritu, quiso que sus libros reposaran en una casa de estudios para que las nuevas generaciones pudieran ilustrarse en un tema tan fundamental como lo es la historia, tópico que, tal como solía recordar el cordial y viejo amigo don Ramón:

-No es futurología, ni paleontología. Pero sí brinda al investigador, al estudiante y al curioso impertinente los elementos de información y juicio para poder adivinar entre las sombras que es el futuro, los posibles pasos de una comunidad que vive en un escenario tradicional y tiene hábitos mentales, usos y costumbres que perduran por encima del cambio de las modas.  

Jimeno Hernández
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