El mártir

A mediados de junio del año 1944, el mariscal de campo nazi Albert Kesselring, comandante supremo de las tropas alemanas en Italia, autorizó uso de cualquier método represivo con propósito de erradicar movimientos partisanos en la región de Toscana. La responsabilidad fue delegada en manos de una división blindada de la SS, bajo el comando del general Max Simon. 

Los partisanos, organizados en grupos clandestinos, colaboraban entre ellos, al igual que con tropas británicas y estadounidenses, librando combate de guerrilla gracias al armamento proporcionado por el bando de los aliados. La resistencia italiana justificó sus acciones como propias de una guerra por recobrar la patria de los fascistas y quienes apoyaban la República Social de Benito Mussolini, como hacían los alemanes invasores.

Culminó el mes de agosto con la llegada a Lucca de la división blindada de tanques “Panzer” dirigida por el general Simon. Los habitantes, despavoridos, optaron por esconderse o huir. La fama del veterano lo precedía como vientos augurando tiempos tormentosos. El curtido militar alemán, héroe de la Primera Guerra Mundial, condecorado con la Cruz de Hierro, cumplió las órdenes del mariscal Kesselring al pie de la letra. Sin dejar un sólo edificio exento de requisas, pasó casa por casa, en especie de operación “Tun Tun”, permitiendo que sus hombres hicieran de las suyas. Gracias a confesiones logradas mediante amedrentamiento, coerción, tortura, o ajusticiamientos, obtuvo información valiosa. Entre los muros del monasterio de Farneta, hogar de la Orden de los Cartujos, fundada por San Bruno y San Hugo, solían refugiarse perseguidos políticos, al igual que partisanos y judíos. 

La madrugada del primero de septiembre, los oficiales de la SS, acatando la orden del general Simon, rompieron los cerrojos de las puertas del claustro y realizaron meticulosa inspección del recinto. Al día siguiente, luego de hallar un grupo de civiles en las bodegas, escondidos tras barricas, evacuaron a todos. Entre los hombres de hábito arrestados y conducidos en camiones hasta Nocchi había un venezolano, quien, al igual que sus compañeros, fue arrastrado por la manga de sus hábitos para ser colocado en fila frente a un pelotón de fusilamiento.

Se llamaba Salvador Montes de Oca, nacido en Carora, estado Lara, y este hombre de fe sirvió a la Santa Madre Iglesia como Segundo Obispo de Valencia, desde el 20 de junio de 1927 hasta el 22 de diciembre de 1934, época durante la cual el general Juan Vicente Gómez era dueño absoluto de Venezuela.

Monseñor tuvo varios roces con la dictadura del “Bagre”, como lo apodaban sus detractores. El primero fue durante la presidencia “títere” del doctor Juan Bautista Pérez, un año después que un grupo de estudiantes resultara detenido por los festejos del carnaval de 1928 y pagando condena en las mazmorras del castillo Libertador de Puerto Cabello. En múltiples oportunidades se acercó a visitarlos, hablar con ellos, ofrecer misa, dejarlos comulgar y darles la bendición, entablando especial amistad con uno en particular que lo deleitó con sus versos, refiriéndose a la fortificación donde todos arrastran grillos como un “Barco de Piedra”. Claro está que aquello no fue bien visto por el Benemérito, quien le puso el ojo encima al sacerdote desde que comenzó a relacionarse con esos muchachitos. 

Otro episodio que irritó al dictador fue cuando se atrevió a desobedecer una orden directa. Sucedió al momento que La Sagrada apresó al hermano menor de un empresario del cine llamado Santiago Mariño, quien decía ser descendiente directo del prócer margariteño. El joven Joaquín fue sorprendido por la policía repartiendo propaganda comunista en las calles de Valencia. Inmediatamente lo condujeron esposado a la Casa Páez, lugar que tenían por cuartel. En menos de un par de días, las autoridades anunciaron su muerte. Amaneció ahorcado en su celda con los cordones de sus zapatos. El gobierno reportó el suicidio y entregó el cuerpo a la familia con orden de no abrir la urna, imponiendo guardia permanente de dos esbirros de La Sagrada en el velorio. 

Nadie se creyó el cuento. Fue una de las hermanas del difunto quien, aprovechando un descuido de los centinelas, levantó la tapa del ataúd y pudo constatar que murió a causa de cruel tortura. Su camisa blanca estaba nublada de manchas de sangre y no tenía marcas de cordón alguno en el cuello.

Ella misma fue quien corrió a contarle sobre su descubrimiento al Obispo. Al conocer el detalle, Montes de Oca ordenó preparativos para oficiar el ritual de la sepultura. Informado de aquello, el propio Gómez, mediante comunicación a través de un ministro, recordó a Monseñor que los suicidas, según criterio eclesiástico, no merecían entierro cristiano. Ignorando la sugerencia, u obligación, al día siguiente, desafió abiertamente al régimen, contradiciendo la versión oficial de los hechos. Ofrecer el servicio del sepelio, brindando sagrada sepultura en el camposanto, dejó claro al país que la muerte de Joaquín Mariño se trataba de un homicidio.  

La procesión hasta el cementerio fue una protesta silente. En el camino, los hombres siguiendo a quienes cargaban el féretro detenían su andar para reacomodarse las trenzas de los zapatos. No fuera que al soltarse una pudiese otra persona aparecer mágicamente ahorcada. El episodio no pasó por desapercibido, pero cada vez que un gobernador o ministro mostraba preocupación por sermones del clérigo, Gómez respondía con una pregunta. 

-¿Y cuántos fusiles tiene la tropa de curitas?

Los verdaderos problemas llegaron al poco tiempo, un día que se presentó una dama casada al Palacio Arzobispal de Valencia. Tenía el vestido rasgado y su rostro bañado en lágrimas. La pobre, gimoteando, entre frases entrecortadas, relató lo que acababa de pasar. Mientras visitaba junto al marido la residencia de un alto político de esa ciudad, cuyo nombre prefirió no mencionar, el esposo recibió llamada para atender un asunto de suma importancia, dejándola sola con aquel monstruo. Después de insinuarse con comentarios pecaminosos, se abalanzó sobre ella, intentando poseerla por la fuerza. Gracias a Dios, pudo escapar de milagro al propinarle un rodillazo en la entrepierna y dejarlo privado. Corrió por el pasillo hasta el portón como si el propio Diablo la estuviese persiguiendo. 

El horror en sus ojos mientras narraba lo acontecido, tan contagioso como era, hizo al prelado sugerir que fuese directo a su casa para contarle a su marido. Él sabrá cómo lidiar con tan delicada situación, aconsejó. Esa misma noche la pobre señora volvió con el mismo vestido roto que llevaba puesto al irse, todavía llorando. Antes de preguntar qué sucedía, ella, sin pensarlo, como si del propio sacramento de la confesión se tratara, balbuceó al narrar la reacción de su marido al enterarse. Entró a casa en cólera, reclamando que su actitud arisca al rechazar a ese hombre lo hizo perder un importante cargo y negocio prometido por el gobierno. Él, incapaz de mandarla de nuevo al hogar de un pervertido capaz de prostituir a su mujer, brindó asilo provisional hasta que contactó al papá, para que la buscara. 

La gota de vino que derramó el cáliz de la paciencia, o, mejor dicho, el último roce sacó chispas de furia al General fue al instante que otro viejo y reputado político, recién divorciado, quiso llevar al altar una jovencita que todavía estaba en edad tierna, sin preparación adecuada ni atributos para estrenarse en sociedad, menos cumplir deberes conyugales en la cama. El padre de la novia rogó a Monseñor que hablara con la muchacha en un desesperado intento para romper el compromiso. La niña, temerosa de plantar al pretendiente el día de la boda, así como las represalias que pudiesen afectar a su familia, desatendió su sabia exhortación, aún al tanto que consumar la unión implicaba sufrir la infelicidad perpetua en carne propia. 

A raíz de eso, el Obispo redactó una carta en el periódico episcopal y el diario “La Religión” de Caracas condenando el matrimonio con divorciados. El texto ponía foco sobre el mismo Gómez, así como varios integrantes de su tren ministerial, gobernadores y diputados, quienes tenían relación con múltiples queridas e hijos naturales regados por doquier. El hecho era notorio, pero nadie, hasta el momento, había tenido las agallas de denunciarlo, menos publicar algo al respecto en la prensa. Después de divulgar aquel bendito texto, a finales de 1929, fue citado a Caracas para rendir explicación por sus palabras y acusaciones, pero fue detenido por una alcabala en la carretera de Los Teques, conducido directo a La Guaira y embarcado en un vapor con rumbo a Trinidad. 

En 1931, después que el doctor Juan Bautista Pérez entregara la banda presidencial al general Gómez, en su primera reunión de gabinete, el Benemérito atendió a la petición del entonces arzobispo de Caracas, Monseñor Felipe Rincón González, levantando la medida del destierro y consintiendo el regreso a Venezuela de Montes de Oca. Ante la desaprobación de los ministros, dejó escapar enunciado, revelando su rudimentaria y campechana sapiencia, siempre con aires de refrán.

-No coman carne de cura, que el que prueba ese bocado se atraganta.  

Al año siguiente, Monseñor lanzó una última protesta contra la dictadura del autócrata tachirense, cuando el gobierno concedió libertad a uno de los estudiantes arrestados después de los Carnavales de 1928 por razón urgente de salud. El día que salió el poeta Andrés Eloy Blanco del Castillo Libertador de Puerto Cabello, aún con carne viva alrededor de los tobillos por el suplicio de los grilletes, Montes de Oca fue a buscarlo en automóvil para trasladarlo a Valencia y brindarle primeros auxilios. El autor del “Canto a España”, versos galardonados con el primer premio de los Juegos Florales de Santander en Cantabria y membresía en la Real Academia Sevillana de las Buenas Letras, parecía un espectro al compararlo con aquel joven conocido un par de años antes.

Después de ver lo que hacía con la juventud la tiranía del bigotudo, truncando los sueños de generaciones futuras, su frustración alcanzó punto efervescente. Por ello, el 22 de diciembre de 1934, decidió renunciar a la Diócesis y abandonar Venezuela para jamás volver. Se retiró a Italia, país cuyo líder también era un caudillo militar, pero, quien, a diferencia de Gómez, estaba más loco que una cabra negra. En Lucca, enclaustrado en el monasterio de Farneta, luciendo túnica blanca con capucha y soga amarrada en la cintura, hábito que caracteriza la Orden de los Cartujos, durante un lustro, aislado del mundo exterior, buscó paz en sus plegarias y servir a Dios ayudando a sus hermanos. 

Esa tranquilidad dedicada al prójimo, el oficio de carpintero, cultivador de rosales, pastor, y recolectar cestos con olivas y uvas para colmar las bodegas de aceite y vino, se vio interrumpida por el estallido de la Segunda Guerra Mundial. En tiempos de beligerancia, cuando atormentan los demonios del caos, hambre, miseria y efusión de sangre, los cartujos, seguros que Dios otorga las batallas difíciles a sus más recios soldados, prestaban auxilio a todo quien tocara la puerta. En la cara de cualquier menesteroso de refugio, pan y agua, veían a Cristo coronado por espinas padeciendo en la cruz. Sin importar su identidad, o procedencia, eran bienvenidos en la casa del Señor.

La mañana que la tropa dirigida por el general Max Simon irrumpió en el monasterio, rezaban en la capilla. Sus oraciones culminaron en un santiamén al escuchar gritos en alemán y pasos de uniformados de la SS corriendo por los pasillos, empujando a los monjes contra un rincón para contarlos, antes de realizar interrogatorios y registrar las bodegas. Ninguno pronunció palabra antes o después que hallaran civiles en el recinto.  

Ese silencio les costó la vida a todos. El miércoles seis de septiembre de 1944, después de pasar una semana presos en Nocchi, sufriendo el infierno en vida al ser despojados de sus hábitos hasta la desnudez, vejados, golpeados y atados con alambre de púas por las muñecas, por fin los soltaron. Entregaron ropas de civil, pidiendo vestirse al anunciar su trasladado hasta Massa, en Monte Magno. Durante el trayecto, el general Simon ordenó detener el camión a orillas de la carretera, haciendo bajar a los monjes. El Obispo Emérito de Valencia, Salvador Montes de Oca, persignándose al saber lo que deparaba el destino, acompañó a sus hermanos en últimos rezos, mientras los ponían en fila y los soldados alzaban sus armas.

El traqueteo metálico de las armas al cargarse produjo un escalofrío. Cerró los ojos, aferró en la mano derecha los escapularios guindando de su cuello, y con la otra se llevó la biblia al corazón. Escuchó los tiros, justo antes de caer de espaldas, viendo un punto de luz al final de la oscuridad. Los cadáveres de los doce monjes ejecutados, entre sacerdotes y hermanos, reposaron al margen de aquella carretera durante días, hasta que buenos cristianos, indignados por semejante atrocidad, apilaron los despojos en fosas comunes que fueron descubiertas una vez terminada la guerra, tres años después de la masacre de los Cartujos. Llamó la atención que uno de ellos tenía dos escapularios alrededor del cuello, el de la Virgen de las Cuevas, patrona de la orden, y otro de la Divina Pastora. 

Al conocer la noticia del asesinato de Monseñor, su entrañable amigo, el poeta Andrés Eloy Blanco, escribió bellas palabras como epitafio y memoria a la vida de alguien que consideró santo por ser un eterno luchador contra la opresión. Mártir que, por principio, desafió siempre la maldad con arrojo y valentía.  

-Lo fusilaron los alemanes o los italianos de Alemania, porque protegía perseguidos. Porque hacía lo mismo que hizo en Valencia. Él tenía que morir así. Allí está el error de los alemanes y de los italianos de Alemania: Creer que el alma de los hombres se compra, se alquila, o se aniquila. En Venezuela y en Italia Monseñor Montes de Oca era más grande que la injusticia.   

Jimeno Hernández
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