El Violinista del Diablo
Según cuenta una antigua leyenda, cuando Teresa Bocciardo estaba embarazada, tuvo un sueño que la marcó de por vida, cuando una cabra negra de grandes cuernos, caminando en dos patas, se apareció entre las tinieblas y anunció que el fruto de su vientre nacería para convertirse en el mejor violinista del mundo.
El 27 de octubre de 1782, apenas dio luz a un varón, le comentó al marido sobre la pesadilla que la despertó con baño de sudor gélido esa noche antes del parto. Como buen católico, Antonio se persignó y guardó silencio ante la confesión de su mujer, pensando que desvariaba después de horas pujando entre alaridos. No prestó atención al tema, anhelando sepultar el comentario en el baúl del olvido, cosa que jamás hizo al percatarse del tamaño de los brazos, manos y dedos de Niccolò.
La tentación de regalarle un instrumento musical, apenas pudiese tocarlo, desenlazó un debate interno del padre por deberse al bien o el mal, preguntándose a sí mismo si hacerlo podría condenarlo a la eterna llama del infierno. Cuando el chiquillo cumplió cinco años, le impartió primeras lecciones con una mandolina, empleando técnicas severas, castigando todo error para que no volviese a repetirlo. Al cabo de un par de años, maravillado por lo rápido que aprendía, el 27 de octubre de 1789, al cumplir siete, Antonio se presentó en casa con un violín.
Teresa derramó un río de lágrimas al instante de ver los ojos del niño iluminarse al observar el instrumento, así como la sonrisa adornando el rostro de su marido cuando entregó el obsequio a Niccolò. La solemnidad al recibirlo los dejó perplejos a los dos y ella dirigió una mirada punitiva al esposo, mientras su hijo envolvía con mano izquierda el mástil, presionaba dedos en el diapasón, y, llevando la barbada al mentón, resbaló los pelos del arco contra las cuerdas, produciendo sus primeros acordes y melodías.
Tal como auguró el Anticristo en la pesadilla de Teresa, Niccolò Paganini probó ser un mago del violín desde su tierna infancia. En Génova, ciudad natal, Giovanni Servetto y Alessandro Rolla, sus maestros, lo prepararon con esmero para presentar sus primeros conciertos a la edad de nueve años. Al cumplir los trece salió de gira por Milán, Bérgamo, Brescia, Monza, Como y Cremona. Las presentaciones realizadas en ciudades de la Lombardía esculpieron el peldaño inicial que sirvió como primer paso en la escalinata hasta la cúspide.
A los veinte años, Servetto y Rolla, al igual que su público y admiradores, lo consideraban un virtuoso, capaz de impresionar a reputados músicos, al igual que vastas audiencias. Sus manos, dedos y brazos, más amplios de lo normal, podían ejecutar movimientos, que, con velocidad asombrosa, como ningún otro, arrancaba notas preciosas a esas cuatro cuerdas al deslizar por ellas los pelos del arco. Esos ojos negros, siempre posados en el más cercano candelabro, reflejando el brillo, se asomaban de vez en cuando, mientras una larga cabellera ensortijada del mismo color se sacudía con cada movimiento de sus extremidades, tapando su rostro pálido.
Lo más impresionante era que su repertorio brotaba como una cascada de improvisaciones y arreglos de ópera distintos a los de la época. Compuso piezas para mandolina, viola, guitarra y piano, entre las cuales destacan sonatas para duetos, así como cuartetos de cuerdas. En una era plagada de supersticiones, muchos empezaron a decir que poseía un talento divino, perteneciente a otro mundo distinto al terrenal, puesto que la música emanada de su instrumento embrujaba a todo quien la escuchaba. Su técnica era extraordinaria, fuera de este mundo, digna de un bravo y bravísimo, así como la estridencia de aplausos retumbando en cada salón que se presentaba.
Para 1805, María Anne de Bacciocchi, una de sus tantas admiradoras, mejor conocida como Elisa Bonaparte, hermana del emperador Napoleón, princesa de Lucca y Piombino, gran duquesa de Toscana y condesa de Compignano, lo pidió en su corte como director musical. Durante una década, Paganini deleitó a la nueva realeza imperial, haciendo estallar melodías tan sensuales y pecaminosas que, al finalizar sus interpretaciones, las damas, embelesadas, lo idolatraban como a una especie de semidios, deseosas de constatar si era igual de apasionado en el ritual del amor. Que felicidad la de aquellos festines en el Palacio Ducal de Lucca y su precioso e inmenso jardín, embriagándose con los mejores vinos, saciando su sed y dando rienda suelta a la lujuria con cuanta dama estuviese dispuesta a satisfacerlo.
Destronado el pequeño corso, sin la tutela de un mecenas, giró por la península itálica, derrochando talento sobre distintos escenarios. Sin embargo, su vida desordenada, entre borracheras y orgías en mancebías, se prestó para todo tipo de rumores. Cómo era posible que un hombre tan extraño, de aspecto feo y siniestro, ebrio empedernido, fuese capaz de componer melodías tan bellas y cargadas de sentimientos. Entonces, su apariencia, al igual que la virtud natural para conquistar amantes y avances musicales, tornados en verdaderas obras de arte, fecundaron el mito que algún influjo mefistofélico movía su cuerpo apenas empuñaba el instrumento.
Su fama y prestigio crecieron al punto que, sin salir a la luz el secreto compartido por Teresa y Antonio, el extraordinario talento de Niccolò Paganini, así como su ardiente carácter, simpatía por bacanales y desenfrenos, no podían atribuirse a otra razón que haber firmado un pacto con Satanás, vendiendo su alma por el favor de ser el mejor del mundo.
Después de varios años conociendo el resto de la bota durante su gira por la península itálica, traspasó fronteras alpinas, aventurándose a vivir como un peregrino por Europa, transitando por escenarios en Viena, Berlín, París y Londres, deslumbrando al aforo que pagaba por ver y escuchar al prodigio, cuya impresión jamás dejó de irrigar la semilla que hizo florecer murmullos macabros. Bailaba, saltaba y corría por el tablado con la agilidad de un fauno, movía sus muñecas en direcciones inverosímiles. Su cuerpo se retorcía trazando posiciones que rayaban en lo prohibido, dibujando con sombras el espanto de un duende, o, si a eso vamos, el propio demonio. Era repugnante, pero al mismo tiempo encantador. Resultaba imposible quitarle la vista de encima mientras interpretaba cualquier pieza, como quien no deja de admirar una bestia mitológica que fascina con lo que asemeja el canto de sirenas.
A lo largo de su carrera exploró múltiples recursos como arpegios, triples cuerdas, glissando y pizzicato. Pulgar, índice, corazón, anular y meñique, largos, finos y flexibles, hasta el punto de la elasticidad, permitían alcanzar notas imposibles de lograr para sus pares. Era, según la opinión de otros artistas, un fenómeno ajeno a la naturaleza.
En 1827, el Papa León XII lo condecoró con la orden de “Caballero de la Espuela Dorada”. Entonces, algunos pensaron que sus calendas de juerga y excesos terminarían al contraer matrimonio con la bailarina Antonia Bianchi, pero nada ni nadie podía domar el espíritu desbocado de Paganini, quien, a pesar de los reproches, gritos y amenazas de su esposa, hacía lo que se le antojara. Cada vez que tenía resuelto dejarlo, sin recurrir a palabras para pedir disculpas, él agarraba el violín y dejaba escapar una melodía tras otra, ablandando el corazón de Antonia, haciéndola llorar antes de perdonarlo.
Cuando ella dio a luz y Aquiles vino al mundo, la pobre sufrió, más que sus infidelidades y desenfrenos, ser testigo del acelerado deterioro en la salud de su amado. La tuberculosis y accesos de tos, episodios cada vez más frecuentes y prolongados, dejaban sus pañuelos manchados de flema ensangrentada. A su enfermedad se sumaron llagas en los labios y genitales, chancros típicos de la sífilis, que eventualmente afectaría su cerebro, terminando por volver al genio más loco de lo que ya estaba.
Acumulaba fortuna suficiente como para retirase. Tanto llegó a ser su capital que, en 1836, radicado en París, montó un casino. Sin embargo, su negocio principal era la música. El talento deslumbraba a la gente que pagaba cifras exorbitantes por verlo y escucharlo. Ni Dios podía mantenerlo alejado de los escenarios y el público que lo aclamaba, o convertirse en obstáculo para incrementar su fama y riqueza. En la cima de su gloria, se cansó de pregonarlo hasta que su voz, luego de un ataque de disfonía, fue restringiéndose, disminuyendo su potencia al punto de susurros febriles que culminaron en mudez perpetua.
De un día para otro el casino se fue a la ruina, obligándolo a vender sus más preciadas posesiones para poder saldar sus deudas de juego. Entre ellas incluyó sus cinco violines, dos Stradivarius, dos Amati, y, su favorito, uno diseñado por Guarneri del Guesù en 1742, apodado “Il Cannone”. Aquel que, según quienes lo vieron tocar y escucharon, era prisión del alma y voces de mujeres hermosas que iba enamorando.
Abandonó la capital francesa para viajar al sur. Tras una breve estancia en Marsella, se trasladó a Niza, donde su salud empeoró. Aquiles, al verlo moribundo, buscó un sacerdote para impartir el sacramento de la extremaunción, pero él se negó a recibirlo.
El 27 de mayo de 1840, quebrado, mudo, con los pulmones dañados, cicatrices y demencia características de un sifilítico, falleció Niccolò Paganini. La reputación del violinista, aura misteriosa rodeando su figura como asociado al demonio, y eso de rechazar el último sacramento, generaron reacción por parte de la iglesia al momento que Aquiles anunció su muerte. El obispo de Niza, Doménico Galvano, prohibió que lo enterraran en tierra consagrada.
Su cuerpo fue embalsamado y se mantuvo almacenado en el sótano de la casa en la que feneció. Fue quince años después, al morir el obispo Galvano, que Aquiles inició diligencias para solicitar autorización del Papa Pío IX para sepultarlo. Tanto escribió al Vaticano que, en 1858, el Sumo Pontífice permitió el traslado de los restos a Génova, pero el ataúd tuvo que esperar dos décadas, otra vez almacenado en el sótano de una casa, hasta que, en 1878, Pío IX, como uno de sus últimos actos en vida, permitió el entierro del cadáver de Paganini en el Cementerio de la Villeta en Parma, donde ahora descansa en paz uno de los máximos representantes del movimiento instrumental del Romanticismo.
“Il Cannone” está expuesto en el Palacio cívico de Génova, y al día de hoy aún lo rodea el halo tenebroso de haber sido el predilecto de quien pasó a ser conocido como el “Violinista del Diablo”, primer músico en la Historia Universal a quien se le atribuye el mito de haber vendido su alma a cambio de un talento sin igual.
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