Las islas encantadas
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El obispo Tomás de Berlanga tenía influencia política en la corte de Madrid. Por ello, en 1535, fue enviado desde Panamá a resolver los asuntos políticos entre los conquistadores Francisco Pizarro y Diego de Almagro, quienes disputaban los límites de sus gobernaciones en Perú.
Humanista, religioso y aventurero, el fraile dominico siempre estaba listo para perseguir nuevos horizontes como misionero. Partió al Nuevo Mundo en 1510, formando parte de la segunda expedición de la “Orden de Santo Domingo” que llegó a La Española, donde fue designado como prior del Convento de los Dominicos en la población que hoy tiene por nombre el del venerable castellano. En 1531 asumió el obispado de Panamá, dos años después fue nombrado consejero de la corona, cargo que lo llevó a servir de árbitro para negociar en el conflicto entre Pizarro y Almagro.
El prelado zarpó en el puerto de Balboa para dirigirse a Lima. Los primeros días de navegación fueron tranquilos, al pasar la “Isla del Rey”, pensaban que la travesía se perfilaba tranquila y sin contratiempos. El viento soplaba con fuerza, hinchando las velas de la nave, que cursaba entre las olas a buena velocidad, hasta que al cabo de una semana simplemente desapareció, dejando el barco a la deriva, como un tronco flotando con el único impulso de las corrientes marinas. Sin brisa resultó imposible realizar cualquier tipo de maniobra, desviándose de su ruta, perdiendo de vista la costa, hasta quedar a merced de la suerte.
Fray Tomás, como el tripulante más importante del viaje, se hospedaba en la cámara del capitán, con quien pudo compartir sus miedos e inquietudes sobre tan complicada circunstancia. El viejo y experimentado navegante intentó tranquilizarlo, prometiendo que más pronto que tarde la brisa volvería para retomar el rumbo. Sin embargo, pasaban los días y nada de viento, siquiera una ráfaga para sacudir las telas en los mástiles. Así transcurrieron dos meses, en los que se fue escurriendo la esperanza, que comenzaron a perder, poco a poco, cuando el capitán inició el racionamiento del agua. Con cada barril que iban vaciando decrecía el suministro diario, llevándolos a pensar en la desesperación de morir de sed en medio del mar, rodeados de agua que no se puede beber.
La comida también fue recortada. Para nutrir la porción de alimentos los tercios lanzaron sus redes al mar, sacando uno que otro pescado para salar, o cocerlo en un caldo con patatas en la marmita. Pero las capturas eran escasas.
El Obispo buscó sosiego en sus plegarias, pues era lo único que parecía calmar los nervios. Le preocupaba morir, igual que el resto de la tripulación. Sin embargo, como buen predicador, sirvió de guía espiritual para los hombres que manifestaban su pesimismo en voz alta, emitiendo comentarios capaces de aterrorizar a cualquiera. En vez de unirse a la desilusión, supo mantener la tranquilidad durante instantes que algunos empezaban a perder la cordura, hablando sobre suicidarse para evitar el sufrimiento de la inanición.
La situación se tornó crítica cuando el barco fue envuelto por una bruma densa y blancuzca que les impidió ver más allá de la proa. Un marinero, supersticioso, murmuró algo que le heló la sangre al prelado. Dijo que seguro ya estaban muertos y las tinieblas del infierno les daban la bienvenida, para luego soltar una carcajada espeluznante. Tenía razón, estaban sentenciados, quedaba poca comida y esa tarde se agotó la penúltima barrica de agua.
Cegados por la neblina, atormentados por la incertidumbre, se juntaron en cubierta para rezar junto al obispo. En sus oraciones pidieron perdón por sus pecados, aceptando el destino que les tenía preparado el señor. El momento fue emotivo, el fraile derramó una lágrima que cayó sobre las tablas acompañada de lo que todos consideraron un milagro. A esa gota solitaria se unieron otras del cielo cuando, de pronto, comenzó a llover. El capitán interrumpió el rezo para ordenar que sacaran toneles de la bodega con el propósito de almacenar tan preciado líquido. Lograron recoger una miseria, pero saciaron su sed sin tregua y con esa poca agua sopló también un viento hinchando por fin los lienzos de la barca.
El evento mejoró los ánimos, pero todavía no estaban salvados. Esa noche fue imposible guiarse por las estrellas para retomar el rumbo, aunque, por lo menos, estaban moviéndose sin flotar a la deriva. Fue al día siguiente del aguacero que retomaron esperanza cuando escucharon el trino de pajarracos, sonido que les dio a entender estaban próximos a tierra. La calima iba y venía, dejándolos ver algunos picachos que sobresalían del mar como monstruos mitológicos, así como un archipiélago que el fraile bautizó las “Islas Encantadas”, pues aparecían y desaparecían con la bruma, haciéndolos pensar que navegaban las islas y no el barco.
La precipitación añadió unos fonditos a los toneles, comprando cierto tiempo para explorar los cayos en búsqueda de agua dulce. La suerte le sonrió a los desafortunados después de dos días recorriendo la primera de las islas. Caminaron por un laberinto de peñascos y cráteres, comiendo tallos, recolectando huevos de cualquier nido que veían y saciando la sed cortando cactus, hasta que se toparon con una laguna en la cima de una colina.
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-¡Alabado sea Dios Todopoderoso!- exclamó el prelado al enterarse del hallazgo. Incluso se ofreció a colaborar en faenas para el abastecimiento, o por lo menos cargar las barricas desde la bodega hasta cubierta y viceversa. Sus ánimos contagiaron al resto de los tripulantes. Tanto soldados como marineros, que rozaron el borde de la locura, retomaron su denuedo habitual. Sobrevivir a la tragedia les proporcionó nuevas fuerzas, sintiendo la gloria del resucitado.
En el proceso descubrieron un archipiélago que no estaba ilustrado en ningún mapa. El celaje no dio la bienvenida al averno, sino más bien a un paraíso desconocido, que recorrieron para trazar en la cartografía, así como recopilar datos y descripciones sobre aquellos islotes. En aquel paseo se deleitaron con los paisajes, animales y vegetación, todos extraños y nuevos a sus ojos. El asunto de la comida se resolvió con presa fácil, como fueron las focas en las playas, que al salir del agua a tomar sol eran batidas a palazos. El sabor de la carne no era para nada agradable al paladar, grasosa como la del hígado de res, pero salada a más no poder. Igual la masticaron y engulleron con gusto, pues cuando se tiene hambre no hay pan duro.
Con los toneles llenos de agua dulce y la bodega repleta, se preparó la expedición perdida para enfilarse hacia las costas del continente. El capitán, con ayuda de las estrellas, el astrolabio y sus cartas náuticas, calculó el rumbo a tomar, afirmando que con buen viento el viaje no sería tan largo, tal vez un par de semanas. Entonces el sacerdote tomó pluma y folio para escribir al rey sobre su aventura, explicando la causa de su retraso en el viaje a Lima, también refiriéndose al descubrimiento de nuevos territorios por serendipia.
Tardaron poco más de lo calculado por el capitán hasta llegar a Portoviejo, una población recién fundada un año antes por Francisco Pacheco, cerca de lo que hoy es Guayaquil en Ecuador. Desde allí redactó una epístola dirigida a Su Majestad en la cual se refiere a aquellas islas del Pacífico. En ésta describe aquel abrupto paisaje como desolado y lleno de misterio, sin señal alguna de vida humana, únicamente pululada por piedras, aves y animales desconocidos como grandes lagartos que no huían de la presencia del hombre, al igual que unas inmensas tortugas de tierra que se alimentan de un fruto de un árbol que llamaron “manzanillo de la muerte”, ya que es venenoso para los humanos y el sólo tocarlo puede causar llagas purulentas, además de inmensamente dolorosas, como las de una quemadura de un hierro al rojo vivo. Las grandes masas de rocas volcánicas cubriendo las playas hacían parecer como si Dios hubiera hecho llover farallones.
El obispo continuó desde Portoviejo hasta Lima, donde por fin pudo prestarse a disposición de Su Majestad para resolver las disputas entre Pizarro y Almagro. Ambos conquistadores lo agasajaron al momento de su llegada, brindándole obsequios para ganarse el favor de Su Eminencia. Él se negó a recibir dádivas, manteniendo su alma abstemia de tentaciones. Más bien, los obligó a sentarse, rezar juntos un rosario y que hicieran las paces, comunicando la resolución de la corona, trazando líneas para separarlos. Se dieron la mano como caballeros y partió de Lima satisfecho, sin temor de hacerse otra vez a la mar. Viendo a estribor el litoral y a babor el infinito horizonte del océano, pensó de nuevo en aquellas islas misteriosas que le salvaron la vida.
La odisea de monseñor Berlanga culminó en Panamá. Renunció a obispado en 1537, cuando su corazón quedó destrozado al enterarse que la balanza terminó por inclinarse por el lado de la discordia. Sus desvelos dedicados a tratar de zanjar el asunto resultaron infructuosos. Ese mismo año estalló la guerra entre conquistadores, conflicto que apenas comenzaba con la ejecución de Almagro y el asesinato de Pizarro.
Al recibir noticia que uno fue juzgado y sentenciado a muerte por giro del garrote vil, y, el otro cosido a puñaladas por Juan Rada y otros lacayos del ajusticiado, fray Tomás decidió renunciar a su cargo de obispo para regresar a España. Demasiado martirio eso de hacer vida en América. Los herederos de la disputa juraron venganza, prolongando la conflagración entre Pizarristas y Almagristas durante dos décadas, tiempo suficiente para que el pastor falleciese antes que finiquitara la pendencia.
Regresó a su pueblo natal, Berlanga del Duero, donde vivió el resto de sus días. De América sólo trajo el amargo recuerdo de su misión fallida en el Perú, así como un caimán del río Chagres, ser de tres metros que murió en España, fue disecado y ahora reposa en el interior de la “Colegiata de Nuestra Señora del Mercado”, junto a la puerta que se abre a la plaza de San Andrés en esa localidad soriana.
Fray Tomás falleció sin enterarse que, en 1546, otro español perdió el rumbo navegando y terminó topándose por casualidad con el mismo lugar que él había visitado una década antes. Se llamaba Diego de Rivadeneira y en las crónicas de su viaje narra haber contado doce islas del archipiélago, describe una erupción volcánica y habla sobre animales rarísimos, criaturas extrañas que nunca había visto en su vida. Intentó aproximarse a tierra para explorar, tarea que se le dificultó. La neblina, que aparece y desaparece, hace que un rato se vean y otro no, además las corrientes los alejaban con rapidez de su curso. El efecto desató la imaginación de don Diego, quien llegó a pensar que las elusivas islas estaban encantadas y se desplazaban a su antojo en el océano, igual que cualquier embarcación.
Rivadeneira navegó hasta Guatemala, donde testificó ante las autoridades sobre aquel conjunto de islotes poblado de bichos inusuales, especialmente descomunales tortugas terrestres que podían alimentarse de un fruto ponzoñoso y cargar un hombre encima de su caparazón. A nadie le interesó el relato de barras desoladas sin minerales o tierras cultivables, por lo cual España jamás organizó ninguna expedición para colonizarlas.
Fue el geógrafo y cartógrafo flamenco Abraham Ortelius, también conocido como el “Ptolomeo del Siglo XVI”, quien, basado en las anotaciones de fray Tomás de Berlanga y Diego de Rivadeneira, incluyó el archipiélago en su trabajo publicado en 1570 que tiene por título “Theatrum Orbis Terrarum”, hoy considerado como el primer el primer atlas moderno. En el mapa aparecen con el nombre “Insulae Galápagos”.
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