Regreso a la patria

Cruzar otra vez el Atlántico lo hace ver el prestigioso azar que le depara otro capítulo memorable de una historia digna de ser contada, añadiendo nuevas entradas al último tomo de su diario, único de los 63 que no se ha llevado Simón Bolívar en el regreso a Caracas.
Seguro del éxito en la misión, se deja llevar por el empuje de su fantasía, permitiendo al arrullo del viento y las olas refrescar el espíritu, preparándolo para asimilar, en toda dimensión, el rumbo del barco, así como lo que pueda deparar el porvenir, al ver brillar de nuevo su buena estrella.
Sumergido en sus nuevas preocupaciones, engendradas por aquel implacable apetito de magnificencia, en tardes grises de brusca navegación, agobiado por su ansiedad, pasea por cubierta, con la vista perdida, enfocando el eterno horizonte de la mar procelosa, atravesando el territorio de la irrealidad en delirios de su epopeya.
¿Cómo lo recibirán?
Durante dos meses de trayecto, a pesar del vaivén de la corbeta, encuentra tiempo para trabajar en sus escritos, al igual que calcular sus pasos apenas ponga pie en el muelle de La Guaira. Entre tantos papeles, redacta una carta dirigida a la Junta Suprema de Caracas, solicitando autorización para presentarse ante sus respetables miembros.
Luego de una breve escala en Curazao, desembarca en compañía de su secretario Tomás Molini en el mismo puerto que se despidió de su padre hace cuatro décadas, lo que ya parece una eternidad. El intento de pasar por desapercibido resulta en vano al percatarse que alguien allana el camino para brindarle un recibimiento digno del tamaño de su personalidad. El propio Simón Bolívar es quien, emocionado, lo presenta con otros criollos que orquestan una cálida bienvenida en Caracas.
El mismo día de su arribo, 10 de diciembre de 1810, despacha el mensaje redactado durante su travesía, informando a la Junta Suprema de Caracas sobre su presencia en el territorio, así como solicitando permiso para presentarse en la ciudad y concertar audiencia. Juan Germán Roscio, secretario de la Junta Suprema, contesta inmediatamente, diciendo que, en vista del patriotismo desplegado en sus negociaciones a favor de la América Española, al igual que las recomendaciones de López Méndez, Bolívar y Bello, conceden beneplácito.
Considerable multitud lo escolta hasta la capital. Algunos no saben quién es tan célebre y llamativo personaje, engalanado con estrafalario bicornio emplumado, coleta trenzada, sable curvo y arete dorado en la oreja izquierda. La imagen de un espécimen tan exótico en el sencillo ambiente tropical da razón para suponer que se trata de un príncipe destronado que viene a esconderse, o, tal vez, fundar nuevo imperio. El rumor de su identidad vuela como la brisa en boca de quienes la conocen, sumando gente al cortejo.

Entra montado sobre un hermoso corcel blanco, luciendo uniforme de general francés, con casaca de azul oscuro, adornada de charreteras doradas y condecoraciones la pechera, escoltado por cabalgata de hombres de la mayor distinción. Gente aglomerada en las calles aplaude su vuelta, brindando acogimiento de altura, bien merecido por tanta fama y grandeza. Tal como ha prometido en Londres, Bolívar lo alberga en su casa y el anfitrión atiende al huésped a todo lujo.
El instante del feliz retorno se ve opacado por la consternación al saber que de su familia cercana sólo queda viva Ana Antonia. Su hermana menor, más avejentada de lo que había podido imaginar, acude a visitarlo. Vestida humildemente, enjugando lágrimas con un pañuelo remendado, cuenta sobre la muerte de sus padres, así como las de sus ocho hermanos, Rosa Agustina, Micaela Antonia, Miguel Francisco, Javier, Francisco Antonio, Ignacio José, Josefa María y Josefa Antonia. Que desdicha es pensar que únicamente restan ellos dos como tíos de numerosos sobrinos.
El 21 de diciembre de 1810, “La Gaceta de Caracas” manifiesta que el pueblo recibe con gratitud al hombre que no ha olvidado el terruño, pese a todas las distinciones acumuladas en otras latitudes. Esas navidades, camina por la ciudad, observando con cierta curiosidad los rituales olvidados, como eso de los nacimientos vivos. Tablados y tarimas con techo de palma reproduciendo el pesebre. San José y la Virgen María contemplando al niño Jesús, rodeados por la oveja, el burro y el buey. Esa semana hasta el fin de año es como si la cotidianidad se interrumpiera por un rosario de misas y procesiones. Todo es plegarias y ritos en esa aldehuela que parece un gran convento. Tiempo perdido a causa de supersticiones, piensa. Y, por más pesado que resulte acudir al templo para escuchar lectura de las santas escrituras, salmos, homilías y sermones, se trata de una formalidad, o requisito, mejor dicho, para cualquier individuo respetado en esa minúscula sociedad.
El 31 de diciembre, antes que suenen los doce campanazos marcando el año nuevo, la Junta Suprema le confiere grado de Teniente General de los Ejércitos de Venezuela y comienza 1811 con buenas noticias. El Cabildo de Valencia dicta que sus ánimos prueban un “decoroso, irreprochable y sabio patriotismo”. El siete de enero también se pronuncia el Cabildo de San Carlos, felicitándolo por el regreso y agregando que sus esfuerzos merecen “eterna gratitud” de sus coterráneos. Otros de distintos rincones del país se unen al publicar escritos a favor de quien ya es considerado un héroe.
Se regocija al saber que lo admiran por su experticia militar y ser un maestro ilustrado en temas políticos, así como dueño de relaciones con las más altas esferas de los gobiernos de Rusia, Inglaterra y Estados Unidos. Tal es la emoción que lo anega en su acogida gracias a las muestras de aprecio impresas en rotativos, que, por esas fechas, se reporta con lord Wellesley, explicando que tanto el gobierno como el pueblo de Venezuela lo han recibido con “aplausos, amistad y afecto”. Aprovecha el comunicado, además, para comentar al ministro inglés que aspira tener la influencia de fomentar los intereses comerciales de Gran Bretaña, perfectamente compatibles con el bienestar y seguridad de aquel nuevo Estado.
Una cosa es el recibimiento, pero, con el transcurso de las calendas resulta embarazoso acoplarse a un ambiente que ya le parece ajeno. Sesenta inviernos han dejado su cabellera nevada y oxidado aquella constitución de hierro que siempre lo ha distinguido. Aunque el furor de su tenacidad indomable e inagotable perseverancia lo mantienen activo, lozano de mentalidad, el cuerpo cede ante ciertos achaques. La fuerza disminuye progresivamente, los apetitos ya no son los mismos que antaño, y, sobre todo, aborrece costumbres que le resultan extrañas.
Tanto tiempo afuera, orbitando alrededor de los astros y el sol europeo, sus experiencias embrolladas, así como amplio abanico de decepciones han infligido cicatrices en su carácter, que, siempre dogmático y ambicioso, parece magnético al ejercer inmediata fuerza de atracción o repulsión. Las inclemencias de la vida han cincelado una figura incomprensible para sus propios paisanos, que no pueden evitar juzgarlo como un forastero extravagante. De esos quienes pueden ser venerados u odiados al mismo instante de cruzar primeras palabras de cortesía.
No muestra mayor emoción con su bienvenida e incontables muestras de respeto. Bolívar, su más fiel entusiasta, a duras penas recibe un frío y ensayado abrazo de palmada en la espalda al saludarlo en La Guaira. En Caracas, sobre su hermoso corcel blanco, ante aplausos y ovaciones, mantiene rostro serio, mirada distante y agradece inclinando la cabeza, como hacen los nobles a los que tanto está acostumbrado. En casa de su anfitrión basta el buenos días, buenas tardes y buenas noches, o diálogo exiguo durante frugales comidas, requiriendo paz y tranquilidad para esbozar sus planes, que, por los momentos, no deben ser compartidos.
Durante aquellos días recibe atenciones de todo tipo, entrevistándose con miembros del gobierno y representantes de la más rancia aristocracia provincial, como el marqués Francisco Rodríguez del Toro. Incapaz de realizar el oficio italiano de mostrar pasión en sus palabras o exagerar gestos con las manos, lleva tono lánguido en cualquier conversación y respira un aire tedioso ante toda circunstancia.No logra evadir un sentimiento de indiferencia al verse en la obligación de promover amistad con hijos y sobrinos de mantuanos que discriminaron a su padre por ser canario, acusando que no merecía formar parte del batallón de blancos de Caracas, y, logrando, a base de caprichos, su expulsión del cuerpo militar.
Esos humos pretenciosos, densos de arrogancia y superioridad, que a la hora de su partida en 1771 pertenecían a otros, ahora son suyos, y, por ello, “el hijo de la panadera” está lejos de practicar el hipócrita ritual de simpatías. Con expresión inmutable, goza recibiendo adulancias que alimentan su ego, mientras deslumbra paletos haciendo recuento de sus viajes, batallas y enredos, narrando episodios rocambolescos con actitud fastidiada, entre bostezos, como si le aburriera alardear sobre aventuras que para todo escucha parecen asombrosas e inimaginables.
Sus apariciones públicas giran en torno a la Sociedad Patriótica, inspirada en los clubes franceses brotados por doquier durante los tiempos de la revolución. En una casa ubicada en la esquina Gradillas, antes habitada por el Capitán General Vicente Emparan, se reúnen a las seis de la tarde los radicales que claman por la independencia.
Entre ellos, además de él, resalta la presencia de Simón Bolívar, Francisco Antonio Paúl, Carlos Soublette, Miguel Peña, Francisco Espejo, Vicente Salias, Antonio Muñoz Tébar y Lorenzo Buroz, tan sólo por mencionar algunos. Todo quien desee puede acogerse a su seno, sin importar casta, riqueza, o género, razón por la cual también acuden a debates algunos pardos y mujeres.
En la monjil Caracas es algo completamente fuera de lo común que varones y féminas de distinta procedencia, color de piel, o nivel social, compartan un mismo espacio, menos con el propósito de discutir sobre política, o formular teorías para el estímulo de la producción y el comercio. Por ese motivo la Sociedad Patriótica es mal vista por muchos, que tienden a persignarse al escuchar el nombre de un grupo tan siniestro, como si conocer lo discutido en aquellas tertulias fuese cosa del mismísimo demonio. Más cuando pasa a publicar un periódico llamado “El Patriota de Venezuela”,vocero del club que manifiesta su doctrina sobre una forma de gobierno basada en la división de poderes públicos y organización de hacienda.
Los eventos se precipitan cuando la Junta Suprema de Caracas convoca elecciones para reunir un Congreso General, conformado por los representantes de las provincias. El dos de marzo, escoltados por una guardia de caballería e infantería, se dan cita en la catedral de la ciudad los apoderados de Barcelona, Barinas, Caracas, Cumaná, Margarita, Mérida y Trujillo, para jurar sobre la biblia defender los derechos de Fernando VII, oponerse a cualquier otro gobernante que trate de usurpar su autoridad, así como mantener pura e inviolada la religión católica apostólica romana y respetar el reglamento del Legislativo, cumpliendo fielmente sus deberes. Nueve salvas de artillería y los heraldos anuncian que ahora deben decidir la mejor forma de gobierno.
Presidido el poder legislativo por Felipe Fermín Paúl, proceden de manera inmediata los diputados a organizar el gobierno provisional de Venezuela, designando para dirigir el ejecutivo un triunvirato que se turnará la magistratura entre Cristóbal Mendoza, Juan Escalona y Baltasar Padrón.
Al cumplirse el primer aniversario de lo sucedido en el Cabildo de Caracas y la renuncia de Vicente Emparan, el 19 de abril de 1811, el general, como presidente de la Sociedad Patriótica, organiza un acto público para festejar lo que llama “la fecha más famosa en la historia de Caracas y en los anales del Nuevo Mundo”.
Entonces cuelga los retratos de Manuel Gual y José María España en el salón de la casa en Gradillas, rindiendo honores póstumos a los caídos en su lucha por liberar el territorio y fundar una república, cuyo principal cimiento ideológico, o modelo a seguir, debía ser la Declaración los Derechos del Hombre y del Ciudadano, principal avance logrado por la Revolución Francesa. Esos mártires fueron quienes dieron el primer paso en el camino a nuestra soberanía, por ello sus nombres deben ser recordados como próceres del inevitable movimiento emancipador.
Ese día, Francisco de Miranda flota sobre las nubes, sintiéndose alcanzar la cima de su gloria, sin sospechar que apenas inicia el atajo que lo conducirá hasta un último y gran fracaso.
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