Las Queseras del Medio

A principios de 1819 las tropas patriotas controlan algunos bastiones en el oriente y los llanos. Necesitan evitar a toda costa la caída de Guayana, único punto en el cual pueden recibir suministros del exterior y comunicarse con la costa. Todo en aras de armonizar su caballería en el llano y movimientos fluviales o marítimos para atenazar las fuerzas realistas por dos frentes.
El Libertador acaba de designar Angostura como capital provisional de la República, fundando Consejo de Gobierno, Consejo de Estado, Alta Corte de Justicia, Tribunal de Comercio y el periódico “El Correo del Orinoco”, además de convocar elecciones para el Congreso Constituyente, integrado por representantes de Barinas, Barcelona, Caracas, Guayana y Margarita.
En enero, José Antonio Páez está en San Fernando cuando el general Pablo Morillo sale de Calabozo, marchando en dirección al sur para plantarse con cinco mil infantes y dos mil caballos frente al río. El miedo se apodera de la villa, pero sus habitantes prestan oído al discurso pronunciado por el “catire”, dictando estrategia para manejar la situación.
El ejército de Apure es el más fiero, recio y confiable con que cuentan los republicanos, pero sus números, reducidos a cuatro mil, entre infantes, reclutas y jinetes, requieren adoptar métodos de guerra diferentes a los acostumbrados por las facciones del adversario, que los superan en fuerzas y experticia militar. Por eso lo mejor es realizar una serie de marchas, contramarchas y maniobras inesperadas, arrastrándolas hacia terreno propicio para emboscarlas o dar pelea digna de causar daño.
-Hay que abandonar los pueblos. Déjenlos cruzar el río y que gocen de suerte en la sabana.
Después de escucharlo, toman la decisión de prenderle fuego al caserío, para impedir que pueda servir al enemigo como nueva base de operaciones. Entonces proceden a cabalgar llano adentro, levantando nubes de polvo en su retirada, tentando a Morillo para que se aventure a perseguirlos por ese horizonte plano e interminable.
-Los llanos se oponían a nuestros invasores con todos los inconvenientes de un desierto y si entraban a ellos nosotros conocíamos el secreto de no dejarles ninguna de las ventajas que tenían para nosotros: Los ríos estorbaban la marcha de aquellos mientras que para nosotros eran pequeños obstáculos que sabíamos salvar, cruzando sus corrientes con tanta facilidad como si estuviésemos en el elemento donde nacimos- comenta Páez en su autobiografía.
Aguardan por ellos en el paso de Caujaral, donde, bien atrincherados y con algunas piezas de artillería, hacen llover plomo sobre las filas realistas durante dos días, manteniéndolos en el sitio y brindando tiempo suficiente a los que van adelante para poder alejarse varias leguas en dirección al poniente.
Mientras el grueso de su mesnada continúa la marcha, Páez, abocado a no regalarle ni un instante de reposo al veterano general que ha luchado en las guerras napoleónicas, trata de conducirlo hasta el escenario ideal para desgastarlo poco a poco. Mantiene la retaguardia y ocasiona múltiples dolores de cabeza al iracundo Morillo con tretas que lo sacan de quicio, como no dejarlo controlar ganado, entorpecer su avance al sembrar el caos en su campamento durante las noches, incendiando pajonales, o desatando estampidas de potros cerriles con cueros secos amarrados a las colas que, al sonar disparos, arrollan todo a su paso, desordenando sus filas.
La vida en esos lares durante la época de sequía resulta un verdadero infierno para quienes no están acostumbrados a las condiciones de un paisaje tostado, yermo y poblado por la osamenta de lo que alguna vez fueron animales. Son meses de privaciones o sufrimientos causados por el sol abrasador, agua escasa, tolvaneras cenicientas y rancho de carne salada, en el mejor de los casos acompañado con guarnición de yuca o topocho.
En marzo Morillo está en Achaguas y Bolívar acampa junto a Páez en las cercanías, a pocas leguas y al otro lado del Arauca. El general está al tanto de ello. Por esa razón aspira salir a su encuentro. Avanzando con cautela, se aproxima a un lugar conocido como Chaparral, para montar sus carpas cerca del río que deben cruzar.
Ambos ejércitos están frente a frente, prestos para librar una gran batalla. Lo único que los separa son las aguas turbias y lentas del Arauca, que a finales de un verano inclemente ya no representan frontera natural infranqueable, a pesar de hallarse cundidas de caribes y caimanes. Para darle inicio al duelo únicamente tienen que atravesarlo, pero la prudencia aconseja, tanto a Morillo como Bolívar, no ser quien dé aquel primer paso.
Los días transcurren lentos y la espera impacienta al Libertador y el Pacificador, quienes aún titubean en eso de ser el que lance la primera piedra. No es para menos. La cosa promete un todo por el todo que, sin lugar a dudas, puede terminar en victoria pírrica. Y eso no es para nada bueno.
-Ya cae abril y mayo es invierno, aunque no llueva- comenta Páez a Bolívar, advirtiendo que tienen dos opciones sobre la mesa. Una es mantenerse ahí aguantándolos, esperando por los primeros aguaceros, que crezca el río y se borren los caminos. Ellos tendrán que regresar a San Fernando y nosotros buscar donde aguantar el invierno. Otra es aprovechar la oportunidad para caerles por sorpresa y ver qué pasa.
La mañana del primero de abril se enteran que Morillo marcha en dirección a Las Queseras del Medio, entonces el catire propone al Libertador una estrategia para hostigar las huestes enemigas en una emboscada, plan que parece a Bolívar más absurdo que aquel de tomar unas flecheras a caballo, hazaña que los llaneros, para su asombro, habían realizado un año antes con suma facilidad, justo después de conocer al denodado cabecilla de tan templados guerreros. Gracias al recuerdo de tan célebre acción, aprueba otra descabellada artimaña apenas Páez, con la gracia de quien sabe proponer soluciones simples para lidiar con asuntos complicados, explica los detalles de la celada, pactando en eso de yo hago esto y usted hace aquello.
El dos de abril, en horas de la tarde, aparece un pequeño grupo de lanceros en la orilla izquierda del Arauca. Acaba de cruzar el torrente más arriba sin ser visto, acercándose al trote hasta las tropas realistas. Morillo pide catalejo, nota que son pocos y se trata de Páez, puede distinguir a millas al único blanco entre la caterva de morenos. Inmediatamente ordena gran movilización para liquidarlo.
El general, luciendo en la pechera sus dos medallas de cruces por la conquista de Cartagena de Indias y la victoria en la batalla de La Puerta, se mantiene en su puesto, aunque procede a despachar un robusto cuerpo resuelto a fulminar, de una vez por todas, la chusma insidiosa de bandoleros liderados por Bolívar y Páez. Ahora mil doscientos hombres, entre húsares, dragones y carabineros, bajo el mando del teniente coronel Narciso López, ensillan para acechar al insignificante grupo de salvajes que osa desafiar al ejército de Su Majestad.
José Antonio y los suyos se acercan, pero, al ver a los otros moverse, su centenar y medio de jinetes huye de forma organizada, acelerando la velocidad de trote a carrera. Perseguidos y perseguidores recorren largo trecho en la planicie, separándose unos tres kilómetros del campamento y aproximándose al río. Los húsares, dragones y carabineros, recortan distancia con el pequeño grupo de llaneros hasta tenerlos a la distancia propicia para que López desenvaine su sable y quienes lo siguen hagan lo mismo, dejando al filo de los hierros cortar el viento con silbidos, anunciando que la sangre está por correr, embarrando el teatro que pronto se convertirá en banquete de zamuros.
Suenan los primeros tiros atizándole a los españoles desde una arboleda y caen los primeros muertos de la jornada. Esa es la señal para sorprenderlos. Es en aquel preciso instante que, opacando el estrépito de los cascos que hacen temblar el suelo, Páez jala riendas, frena su caballo en seco para dejarlo piafar, antes de alzar su lanza y pegar un grito a todo pulmón, pronunciando esa frase de dos palabras que nos deja para la historia antes de lograr su más increíble gesta.
-¡Vuelvan caraj!
Lo que sucede después no tiene comparación alguna en los fastos del heroísmo, el arrojo y la gallardía. Al oírlo, sus jinetes aguijonean las bestias con sus espuelas, y, súbitamente, se dividen en dos columnas que toman direcciones opuestas, dejando a los otros cegados por un denso celaje polvoriento, sin saber adónde continuar el correteo. Tienen obligatoriamente que recortar bridas y abrirse por los costados, cayendo en la trampa.
Basta esa leve confusión para que, con la rapidez pasmosa de un rayo, los llaneros revuelvan sus caballos, creen dos frentes, alcen sus armas, y, como si de colear o tumbar novillos se tratara, se zumben al ruedo contra la primera fila de la caballería realista. El “taita”, con los ojos encendidos, es el primero en picar con su lanza, ejemplo seguido por los demás en su columna, haciendo revolcar por tierra la vanguardia del enemigo.
En cuestión de segundos, aturdida por el barullo, la segunda fila de húsares, dragones y carabineros del rey Fernando VII siguiendo a López, sin tener tiempo para vacilar, es arremetida por distinto flanco en otra ola dirigida por Juan José Rondón y José Cornelio Muñoz, quienes también se cansan de tajar pescuezos con la punta de sus picas.
La tercera es presa fácil al verse obstruida por los animales corcoveando sin montador, tropezando con los cadáveres regados. Muchos caen de sus cabalgaduras y al continuar a pie quedan a merced de la muerte, pasando también a ser parte del pasado.

A los que vienen atrás les no queda más alternativa que replegarse en desorden, girando sin destino, buscando aglomerarse a orillas del río, punto donde aguardan por ellos para darle la bienvenida los cuerpos de cazadores y granaderos organizados por Bolívar. Cuando el contingente comandado por Narciso López intenta desbandarse, los llaneros, liderados por Páez, Muñoz y Rondón, acometen con sus punzadas, arreándolos para volver a meterlos en el rodeo de matanza, o hacerlos correr, siguiendo el mismo rumbo por donde han venido.
Tal es el calibre de las ráfagas de fuego y la zurra propinada que López, aterrorizado, hace sonar la retirada. Durante la huida, siguen sonando descargas de carabinas, trabucos y pistolas, haciendo caer a jinetes y terminando por espantar a los caballos que van atropellando a buena parte de quienes tratan de huir.
El Libertador, al igual que ha hecho durante la toma de las flecheras, presencia la batalla desde el margen opuesto del caudal. Al caer la noche todavía puede oír gritos al otro lado del río, así como el esporádico crepitar de algunos tiros. No puede conciliar el sueño hasta que, con las primeras luces del alba, observa a los lanceros de Páez acercarse, arreando una buena manada de caballos de remonta que ha robado a los españoles.
Esa paciencia y virtud para soportar semanas de privaciones o sufrimientos rinden fruto gracias a la astucia del llanero y sus centauros. Han dado un golpe y pegado fuerte, exterminando un tercio de la caballería de Morillo, contando unas cuatrocientas bajas, mientras los republicanos tan sólo han perdido a tres efectivos y alojan en la enfermería un total de seis heridos.
Luego de la más grandiosa de sus victorias, el Libertador y Comandante en Jefe del Ejército Patriota otorga la Cruz de Libertadores a los ciento cincuenta bizarros como laurel, antes de leer una proclama dirigida a los bravos del Ejército de Apure.
-¡Soldados! Acabáis de ejecutar la proeza más extraordinaria que puede celebrar la historia militar de las naciones. Ciento cincuenta hombres, mejor diré ciento cincuenta héroes, guiados por el impertérrito general Páez, de propósito deliberado han atacado de frente a todo el ejército español de Morillo. Artillería, infantería, caballería, nada ha bastado al enemigo para defenderse de los ciento cincuenta compañeros del intrepidísimo Páez… Lo que se ha hecho nada más es un preludio de lo que podéis hacer. Preparaos al combate, y contad con la victoria que lleváis en la punta de vuestras lanzas y bayonetas.
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