Mucha agua ha corrido bajo el puente como para que la oposición no haya aprendido de sus errores
Editorial #308: Diálogo de tontos
Una vez más, la idea del “diálogo” toma forma en Venezuela. No es necesariamente una buena noticia.
Debemos ser muy claros: por supuesto que creemos en el diálogo y en sus beneficios. Sin embargo, éste no es un fin en sí mismo, es un medio que debe tener objetivos claros y realistas para solucionar un determinado problema. Al no ser el diálogo un fin en sí mismo, tampoco es bueno o malo por sí solo. Todo depende de las metas que persigue y de su efectividad en alcanzarlas. Por el contrario, si el diálogo solo sirve para impedir el objetivo, se convierte en algo dañino. Eso es lo que ha ocurrido en Venezuela más de una vez.
En sus 17 años en el poder, el chavismo se ha caracterizado por no ser muy propenso al entendimiento. Se nos acabarían las páginas si intentáramos enumerar las veces que prefirieron atacar, descalificar, atropellar, perseguir o intimidar, antes que dialogar. Fueron contadas las excepciones en las que el gobierno se mostró proclive a conversar. Todas ellas tienen una característica en común: es cuando se encuentran contra las cuerdas y buscan ganar tiempo y oxígeno.
Ocurrió en el año 2003, cuando el expresidente Hugo Chávez salió del poder por 72 horas y meses después tuvo lugar un paro cívico que paralizó al país. Entonces, una delegación de la OEA, encabezada por César Gaviria, coordinó una Mesa de Diálogo que firmó 11 puntos de acuerdo entre el gobierno y la oposición. No se cumplió ninguno.
En 2014, la historia se repitió. Venezuela se encontraba conmocionada por una ola de protestas ciudadanas y cuya represión costó la vida a 43 personas y la cárcel a cientos de jóvenes. La Iglesia y algunos emisarios internacionales encabezaron un nuevo llamado al diálogo al que se sumó solo un sector de la oposición, el menos representativo en ese momento. El resultado es evidente: nunca se encontraron a los verdaderos responsables de esas muertes, aún hay decenas de presos políticos en el país, el gobierno se estabilizó y hoy vivimos una crisis humanitaria sin precedentes.
Dos años después y cuando atravesamos el trance más complicado en la historia de la República, llega al país una delegación de expresidentes encabezada por el español José Luis Rodríguez Zapatero y acompañada de la Unasur. Su oferta: más diálogo.
Mucha agua ha corrido bajo el puente como para que la oposición no haya aprendido de sus errores. Pero no sorprendería que algunos dirigentes no estén tan claros como deberían. Es por eso que creemos fundamental que cualquier diálogo cumpla tres condiciones no negociables para que no sea una farsa.
La primera de ellas es que participen todos los actores relevantes. No como la última vez, en 2014, cuando se dejó por fuera a los representantes de Leopoldo López –ya encarcelado-, a María Corina Machado, a Antonio Ledezma, a los estudiantes y a los presos políticos.
La segunda condición que debe cumplir un diálogo es que el mediador sea confiable. Es evidente que quienes hoy pretenden terciar en esta crisis son más afines al gobierno y que cuando se asoma la posibilidad de tener un árbitro imparcial, el gobierno lo rechaza y se niega a participar.
La tercera condición es que exista una agenda que contemple todos los puntos más importantes. En la actual coyuntura, sin duda la realización del referéndum revocatorio este año debe ser uno de ellos. Pero no el único. La libertad de los presos políticos, la coordinación para recibir ayuda humanitaria para quienes están pasando hambre o mueren por falta de medicamentos y la renovación de autoridades del Tribunal Supremo de Justicia y del Consejo Nacional Electoral también deben ser parte de esta negociación.
Cualquier cosa diferente a eso sería simplemente otro engaño y el diálogo se convertiría en uno no solamente de sordos, sino también de tontos.
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