El fusilamiento
Para el año 1907 la salud del General Cipriano Castro no inspira confianza a nadie y muchos esperan que la dama vestida de negro se lo lleve a la tumba mientras diseñan planes para hacerse con el poder. Uno de ellos es un viejo y afamado conocido del dictador de Capacho, un General valenciano llamado Antonio Paredes.
La madrugada del 4 de febrero de aquel año, El General Paredes, al mando de quince hombres armados hasta los dientes, aborda en el puerto de la isla de Trinidad una goleta margariteña de cabotaje para desembarcar, después de unos días de navegación, cerca de la población de Pedernales en el Delta del Orinoco.
Si de Castro decían que era un loco cuando decidió invadir el Táchira desde tierras Colombianas para derrocar el gobierno de Andrade con sesenta hombres, imagine usted lo que le habrá dicho la gente a Paredes cuando hablaba de tumbar a Castro invadiendo Venezuela por los inhóspitos territorios del Delta y al mando de quince soldados. Este carajo como que tiene fiebre y está alucinando.
La aventura del General Antonio Paredes dura menos de una semana y culmina en tragedia. La zona del Delta es reino de una serie de peligros inimaginables. La vegetación es densa y hogar de insectos, serpientes venenosas y jaguares. Los brazos del Soberbio Orinoco son caudalosos y sus aguas se encuentran plagadas de caimanes, pirañas, rayas, anacondas y tembladores. Avanzar, a pie o en bongo, es camino lento y calamitoso.
La excursión de Paredes y sus hombres resulta prisionera en una refriega contra las tropas de Jesús García en horas de la tarde del 12 de febrero. La orden del Presidente del Estado Bolívar, General Luis Varela, ha sido clara.
–Mire García, no me traiga presos a Ciudad Bolívar. De oficiales para arriba me los fusila, son órdenes del General Cipriano Castro.-
Paredes tenía tiempo siendo un dolor de cabeza para el jefe andino. En 1899, como jefe del Castillo de San Felipe en Puerto Cabello, había sido el único y último en pie de guerra cuando el General Ignacio Andrade ya había abandonado el país. Y en el instante que el General Víctor Rodríguez, encargado del Ejecutivo, le envió una carta oficial en la que le informaba que había resignado el poder en manos del Jefe de la Revolución Liberal Restauradora y puesto a sus órdenes todos los ejércitos; buques de guerra; parques; castillos; fortalezas; aduanas y demás recursos de la nación, Paredes no titubeo en responderle:
–Usted es un traidor, lo reto a que venga a Puerto Cabello para darme esa orden personalmente y así saludarlo con la punta de mi bayoneta.-
Sin temor ofrece resistencia aún sabiendo que la causa de Andrade está perdida y su actitud de desconocer el nuevo régimen le gana tres años de presidio en el Castillo de San Carlos de la Barra, una temida fortaleza ubicada en un islote del Lago de Maracaibo en la que los reos mueren de mengua o cólera en húmedos y oscuros calabozos.
En 1903 salió de la cárcel con la condición que se marchara al exilio, pero para él la vida era lucha sin tregua contra aquellos que maltratan a la Patria. Es por ello que Paredes dedicó su tiempo en el destierro a batallar con la pluma y escribió cartas, panfletos y libros. Su obra literaria se concentra entera en el único tema que parece haber despertado sus pasiones, los errores y horrores de Cipriano Castro y su gobierno.
Entre las paginas de estos textos agotó la tinta de su paciencia con el estilete y en 1907 decidió cambiar de arma para continuar la pelea. Volvió entonces a empuñar la espada, una vez más, contra la dictadura del caudillo de Los Andes. Esta es la decisión que lo llevará por el arduo y breve sendero que termina en su dramática muerte.
Al caer prisionero de las tropas de García en la boca del Uraoca, uno de los afluentes del Orinoco, Paredes y sus hombres son embarcados en un vapor llamado el “Socorro” y en este les dicen que se los llevan presos a Ciudad Bolívar, pero a mitad del camino se decide cambiar el destino de los presos.
La madrugada del 15, mientras el “Socorro” navega frente al sitio de Barrancas, los sacan a todos a cubierta con las manos amarradas y les avisan que han llegado al final del trayecto.
-Me los fusilan a todos en el acto, son órdenes del Jefe Supremo- dice García.
Mientras el pelotón carga las carabinas, a Paredes le ofrecen un trapo para vendarle los ojos y él lo rechaza, pero si pide el derecho a las últimas palabras y, antes que suenen los tiros, grita:
–¡Maldito seas Castro. Viva Venezuela!-
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