No hay mal que dure mil años
En mi artículo anterior me dediqué a reflexionar sobre algunas situaciones cotidianas, que en consecuencia han tendido a degenerar nuestros valores y significados culturales; la intención, lejos de ser un desahogo a la vista del público, fue comenzar una serie de escritos en relación a los aspectos culturales cotidianos de la ciudad en la que vivo, Caracas, con el motivo de descubrir dentro de ella acciones considerables para transformar aquello que nos perjudica, no en el sentido de realizar una manual de paso a paso para lograr la ciudad ideal, sino con la intención de ser ventana abierta a los lectores, para un descubrir y redescubrir del propósito particular dentro de la realidad, para que los que estamos aquí logremos ir llenándonos de ideas desde nuestras capacidades y oficios. Es así, que para esta edición pensaba en hablar sobre un tema ya definido, pero las situaciones de las últimas semanas me dieron un rumbo diferente.
A pesar del cariño que le tengo a la Caracas, recuerdo que hubo momentos en los que, viendo por la ventana de las camionetas que van hasta la Av. Urdaneta, deseé “irme demasiado”. Las calles roídas, la gente cochina, las esquinas como basureros y baños públicos, la contaminación, resultaban en un desaliento que terminó por acompañar mi depresión. ¡Qué ganas enormes de irme!, de estar en alguna otra parte donde todo estuviera mejor. Ciertamente nuestra visión de las circunstancias depende directamente de nuestro estado de ánimo, así como de nuestra concepción del entorno y de la vida, hace tiempo que recorro la Urdaneta en camioneta y ya no me siento así, parece como que busco otra cosa, no estoy segura de qué, pero sí es cierto que de vez en cuando me pregunto: ¿Con esas cosas alentadoras que escribo, soy realmente honesta?, quiero decir, ¿podría suceder que es solo el sentimiento de un momento?, ¿podría ser que de pronto quiera de nuevo irme demasiado?, entonces ¿dónde quedaría mi moral?
Como dice el dicho, “Dios sabe todas las cosas”, lo menciono por lo que estoy por escribir (ustedes por leer), las circunstancias de un momento, las situaciones que afrontamos, no solo nos abren los ojos a nuevas experiencias y aprendizajes, sino también nos los abren hacia nosotros mismos, nos permiten ver quiénes somos, qué cosas hemos cambiado, lo que hay dentro de nosotros.
Un domingo de una de estas noches encañonaron a mi papá en su carro, justo entre el tiempo que dejaba a mi hermanito en la residencia para que buscara una ropa y volvía a bajar, lo mandaron a pasarse a la parte de atrás del carro, los hombres se montaron adelante, uno más quedó manejando el carro del que se bajaron los otros; cuando mi hermano baja no ve a nadie, entonces sube de nuevo a casa y llama varias veces al celular de mi papá pero nada. Dejan a mi papá botado en las entrañas de un barrio en la Panamericana, no tenía idea de dónde estaba, se llevaron su carro, su teléfono y su cartera; decide tocar las puertas de las casas del barrio pero nadie contesta del otro lado, después de un largo rato caminando le abre un señor, mi papá le explica lo que le ha sucedió y, sin dejarlo entrar a la casa, le presta un teléfono. Luego de hacer unas llamadas el señor acompaña a mi papá camino a la carretera Panamericana, le explica dónde está y le dice que, desde donde lo dejaron, menos mal agarró hacia arriba y no hacia abajo, porque hacia abajo está el nido de malandros. Faltando poco para llegar a la carretera el señor se despide y se devuelve, y él continúa siguiendo las instrucciones del hombre. Siendo alrededor de las doce de la noche, la Panamericana se encontraba sola, decide parar a un mototaxi que pasa de pronto, le explica lo ocurrido y le dice que en San Antonio lo esperan y allí podrán pagarle la carrera, mientras mi papá va subiendo mi primo va bajando a buscarlo. Finalmente todos se encuentran esa noche, mi papá, mis primos y mi hermano. Así es como yo me entero, con una llamada de mi papá estando ya todos en casa. Gracias a Dios que mi papá estaba con vida y que no le hicieron nada. San Antonio no está exento de malos momentos, pero siempre se ha conocido por ser un pueblo tranquilo incluso hasta altas horas de la noche; con el robo de mi papá, este sería el tercero o cuarto de este año, de la calle en la que vivo. Al día siguiente el señor que auxilió a mi papá, vía a su trabajo, consigue en un botadero un carro chocado con las mismas descripciones que le dio mi papá del suyo, llama a su esposa, le da el número de la placa y ella se comunica con mi papá, efectivamente era su carro, así fue como lo recuperó, con la llave de repuesto, pues la original se la llevaron, y sin ningún documento.
A finales de esa misma semana mi jefe me dice, mientras me ve dibujando un cisne en el café, “ya estás lista para trabajar en una barra de cualquier parte del mundo, detrás de una máquina no hay más nada que puedas aprender, aprende a tostar café, termina de pulirte como barista, y luego buscas de aprender afuera y ganar en dólares… y luego regresas”. Entendí lo que me quiso decir, la noticia me cayó de sorpresa, tenía mucho qué pensar.
Dos días después me llaman cerca de las doce de la noche, eran funcionarios del CICPC, mi abuelo había muerto en su casa en Guatire, tenía varios días de muerto pues los vecinos llamaron a la policía tras propagarse la hediondez del cadáver. No encontraron su teléfono, por lo que no pudieron dar con ningún familiar, mi nombre estaba entre las fichas de un acordeón que mi abuelo usaba como directorio, a la vieja escuela, así fue como dieron con mi número; llamaban porque ellos nada más atienden muertes violentas, y por el escenario se presumía una muerte natural, por lo que no les compete el asunto y necesitaban que un familiar hiciera acto de presencia en el lugar y se encargara de su muerto para ellos poder irse. Si el muerto no tenía familiar supongo que lo dejarían allí tirado… hasta que se calcinara por sí mismo y de los restos creciera musgo. A esa hora y estando tan lejos, sin carro, y con apenas 300bs para sobrevivir hasta el miércoles que fuera quincena, lo único lógico para poder complacer a la detective Pérez, era pedirle a Dios que me mandara a MacGyver. Desperté a mi mamá y le dije la noticia. No teníamos contacto con la familia de ese lado, el único número que teníamos era el de una amiga de mi abuelo que vivía relativamente cerca, ella lo había visto por última vez el martes, y fue ella quien se llegó al lugar para que la detectives Pérez y su combo pudieran irse, sin embargo ella no podía hacer nada, no era familiar del muerto. Todavía recuerdo el repique del celular de la detective cuando la llamé para informarle que alguien se iba a presentar en unas horas: “estás en mi cabeza, nena, a todas horas…”. Al día siguiente la odisea. Las funerarias no aceptaban pagos por seguros porque estos tardaban en pagarles, mi tío era profesor y menos que menos aceptaban el seguro del Ministerio de Educación porque les debía dinero; al tener el cuerpo tanto tiempo de descomposición la funeraria no se encargaba de mover el cuerpo, solo trasladarlo hasta la fosa, el CICPC sí debió de hacerse cargo del asunto, desde la funeraria llaman al Centro de Investigaciones y refieren lo ocurrido la noche anterior, mientras tanto en el apartamento el hedor iba creciendo, los vecinos eran de lo más amables y los documentos de mi abuelo no aparecían, cuando se llamó a la detective Pérez ella aseguró que no los tenían, con lo que no contaban era con que el hermano de mi abuelo es comisario retirado del CICPC, fue entonces cuando se jodieron, tuvieron que devolver la cédula de mi abuelo y sus tarjetas que se había llevado, y además estaban bajo las órdenes de mi tío hasta que él les dijese. Así fue como lograron acomodar el cuerpo que más tarde, pudo retirar la funeraria, cuando nos dieron el acta de defunción que la detective aseguró que había dado la noche anterior y no era cierto, la escena era tan tétrica e impactante, que los que retiraron el cuerpo pensaban que les daríamos algo extra de dinero aparte por hacer su trabajo. A golpe de cuatro de la tarde se presentaron dos policías en sus motos, estaban acudiendo a un llamado que habían recibido la noche anterior por parte de los vecinos –sin comentarios–. ¿Y ya mencioné al vecino piedrero del piso 11?, valientemente entró al apartamento putrefacto y se decidió a llevarse la plancha y algunos utensilios de cocina, justo entonces lo pilló mi tío, cuando enviaron a los funcionarios al apartamento su madre sacó un papel que afirmaba que el pobre tenía problemas de salud mental, y así se justifica el azote que le tiene a los amables vecinos de la residencia. Finalmente los costos funerarios se cubrieron cuando se corrió la voz, y se apersonó la directora del plantel para darnos el sentido pésame, ella tiene un contacto directo en el despacho del Ministerio de Educación y así se aseguró el pago en treinta días. Los sacos de cal hubo que comprarlos aparte, y entregárselos a la funeraria porque por algún extraño motivo ellos no lo cubrían… para el hueco en el cementerio hubo que hacer magia y parir el dinero, por supuesto que no hubo velorio, dadas las circunstancias el cementerio logró hacernos la excepción de enterrar el cuerpo al mediodía del día siguiente, usualmente hay que esperar tres.
Lamento mucho, la extensión de mis palabras, debo decir que esto es solo una resumen, pero además que me parece absolutamente necesario hacer saber esta realidad, que no es mía nada más, la vivimos a diario, mientras dicen que estamos bien porque el país lo estamos pegando con cinta plástica, esto es una denuncia.
El domingo no fui al entierro, no soy muy sentimentalista con este tipo de tradiciones, las respeto y en ocasiones asisto, pero la realidad es que mi abuelo no estaba allí ya. La muerte no era el problema, es de lo más seguro que tenemos los vivos, podría ocurrir en cualquier momento, como con mi abuelo, lo que me impacta es el trajín inhumano para enterrar a alguien en este país, aun en circunstancias poco comunes como esta, en pleno siglo XXI. El domingo me senté en la plaza de Parque Carabobo un momento, a meditar, viendo a la gente caminar; no quise irme demasiado, cuando algún día salga del país quiero que sea por lo que siempre he querido, por el deseo de conocer otras partes del mundo, pero estando allí sentada, saliendo de todos estos difíciles momentos, realmente quise quedarme en Venezuela. Pensé que si la vida se trata de un propósito, ¿por qué no ser este?, que si uno tiene que morir, ¿por qué no así?, no es que todos tengan que pensar como yo, es que yo estaba segura de hacia donde quería ir aunque no siempre supiera qué hacer. Me levanté y camino a mi destino le pregunté a un señor que se me cruzó:
– Señor, disculpe la pregunta, pero ¿por qué se quedaría usted en Venezuela?
– Ah, porque Venezuela es el país más maravilloso que hay, con todo y como estamos. Es un país maravilloso, que le ha abierto las puertas a todo el mundo. ¿Usted no se quedaría?
– Sí, señor, por eso mismo se lo pregunto.
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