El bendito diálogo
José Tomás Boves ha vencido a los patriotas comandados por el Coronel Vicente Campo Elías en el sitio de La Puerta y avanza, rápido y certero, hacia los valles de Aragua al mando de una horda de salvajes.
El 17 de junio, dos días después de la cruenta batalla, ocupa la población de La Victoria. En vez de marchar en dirección a Caracas y aplastar las fuerzas del Libertador Simón Bolívar, el asturiano decide dirigirse hacia el oeste y caer sobre la ciudad de Valencia.
“La bestia a caballo” sorprende al coronel José María Fernández en La Cabrera y ordena pasar por las armas a más de 1.500 patriotas. El 18, en horas de la noche, su inmenso ejército conformado por llaneros, zambos y negros se encuentra apostado a las afueras de Valencia ondeando un trapo oscuro adornado con una calavera y dos huesos cruzados.
A primeras horas del 19, invita a los defensores de la ciudad a capitular o atenerse a las consecuencias. Les informa que tienen dos opciones, entregar la plaza y conservar la vida u oponerse y perder ambas. Los valencianos optan por el careo y Boves intenta tomar la plaza por la fuerza pero no tiene éxito. La ciudad se defiende ante el embate de los realistas y la pelea es recia y sangrienta, todo una carnicería.
-¡Si Valencia quiere guerra, guerra le dará Boves! ¡Ya verán a esos malditos pidiendo cacao en un par de días!-
Ordena a los suyos obstruir el suministro de agua a la ciudad y empotrar, en la cima del cerro El Calvario, los cañones que le robaron a los patriotas de Campo Elías en la batalla de La Puerta. Aquella misma noche empieza a llover plomo sobre Valencia. La artillería hace verdaderos destrozos y su detonar sirve de melodía para que la muerte baile libremente por los tejados cobrando vidas a diestra y siniestra.
Lentas transcurren las horas y largos se hacen los días al son de alaridos y disparos. Con cada día que pasa la situación va empeorando y a los habitantes de Valencia los va invadiendo la desesperanza al darse cuenta que la ayuda que esperan de las urbes vecinas jamás llegará.
En menos de dos semanas la situación se torna insostenible. Los heridos colman el hospital, los cadáveres se apilan en una fosa común y ya no hay suministros médicos ni espacio para depositar los cuerpos. Además los demonios del hambre y la sed hacen de las suyas. Nadie se imagina lo que es vivir en carestía hasta que tiene que beber agua de un charco en la calle, cazar su primera rata o se da cuenta que el cuero de los zapatos, remojado en salmuera y puesto a la brasa, puede tener un lejano sabor a chicharrón.
La noche del 30, agobiados por las penurias ocasionadas por el asedio, las autoridades de Valencia deciden rendirse, entregar las armas y dialogar con José Tomás Boves.
El 1 de julio por la mañana entra el realista a Valencia escoltado por 3.000 de sus hombres y es recibido como un héroe. La multitud lo vitorea y le hace un pasillo humano que lo dirige hasta la Casa Capitular. Allí lo esperan Francisco Espejo y otros notables de la ciudad para hacerle entrega formal de la administración.
Esa misma tarde, en la Iglesia de Nuestra Señora del Socorro, se ofrece una misa de acción de gracias en su honor. Todos quienes entran al templo o se acumulan a sus puertas son testigos de cómo el sacerdote lo colma de elogios, lo bendice y él se arrodilla frente al Santísimo para jurar respeto a las vidas y propiedades de los vencidos.
Mientras el patriciado valenciano presta oídos a la promesa de paz del caudillo en la casa de Dios, a pocas cuadras de la Plaza Mayor se producen saqueos y ajusticiamientos bajo la orden de Francisco Morales, su segundo al mando.
Al día siguiente la población amanece aterrada y Boves tranquiliza a los notables de Valencia diciéndoles que los hechos que se han desencadenado son consecuencia inevitable del final de todo asedio. Que no hay nada que temer pues pronto cesará el caos y se restablecerá el orden.
-La paz que nos trae Su Excelencia debe ser celebrada con baile y banquete esta misma noche.- propone Espejo.
En una mansión se reúne la alta sociedad para agasajar al jefe realista. Los invitados, en sus mejores fachas, colaboran poniendo en la mesa todo tipo de manjares, vinos y espirituosos. Una banda de violinistas pone la música y todo es encanto hasta que Boves se sirve un ron y solicita a la banda que interprete “El Piquirico”.
Apenas empieza la melodía él desenvaina la espada e inmediatamente hace entrada al salón un grupo de sus esbirros armados. Boves toma largo sorbo de su copa y suelta una carcajada.
–¡Lanza con los hombres y machete con las mujeres! ¡Ahora es que empieza este baile!-
Ese fue el fruto del bendito dialogo con Boves.
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