CENICIENTA
Por Andrés F. Guevara B.
Qué duda cabe: hay elementos que son imprescindibles para poder existir. En el caso del individuo esta premisa se hace más que evidente. Requerimos oxígeno, agua y alimentos para poder subsistir. Nadie pone en duda esta idea. Sin embargo, lo que constituye un axioma para la vida individual se torna mucho más complejo cuando se extrapola al colectivo. ¿Qué necesita la sociedad para sobrevivir?
Por supuesto, alguien con mediana inteligencia asegurará, parafraseando a Ludwig von Mises, que la sociedad no piensa, del mismo modo que no come ni bebe. Que siempre será el individuo en quien recaiga el poder del pensamiento y que la sociedad no será más que la sumatoria de todas esas voluntades individuales.
Si bien este planteamiento luce inobjetable, la realidad es que a menudo nos referimos a “la sociedad” como un ser viviente, un ente que vive y respira. “La sociedad no lo tolerará”, se murmulla. “El costo social es muy elevado”, argumentan otros. “¿Te imaginas la repercusión social que tendrá esa medida?”, se escucha más allá.
Así pues, cual Flubber en manos de Robin Williams, la sociedad es una masa amorfa que nadie sabe cómo describir y que sin embargo nos rodea a todos con su presunta energía. Es allí donde entra en juego la política, disciplina que busca poner un poco de orden y entendimiento entre los animales racionales, como bien dijo un barbudo de la antigüedad.
En Venezuela, la política ha sido la gran protagonista de la vida social. No ha habido espacio que no haya sido permeado por su presencia. En la cajita feliz donde antes salía la figurita de acción de la película infantil del momento ahora se leen mensajes de autoayuda reconociendo abiertamente la labor social del local de comida rápida en alguna lejana aldea digna de las historias de Avatar. En las etiquetas de los envases de jugo de naranja se retrata una familia mestiza, evocando la imaginería de la pretendida inclusión a los que por siglos permanecieron relegados como pelusa de ombligo. Hasta cuando la vida corre peligro en medio de la playa, la tablita con la cual te rescata la bomba sexy tiene esculpido el logo de una gobernación.
Se respira, se siente, se vive la política. Y cada uno de los venezolanos, conscientes o no, contribuye a alimentar ese alud. Pero, ¿la política germina por sí sola?, ¿se presenta en nuestros sueños cual aparición bíblica? No. En nuestra humilde opinión, la política se origina gracias a la economía. Un repaso somero de la historia universal nos demuestra que los primeros vestigios de instituciones públicas, de poder y de coacción amalgamados con la etiqueta de civilización, se originan como consecuencia de la imperativa –y a menudo polémica– tentación de algunos hombres de querer controlar en nombre de otros las necesidades subjetivas y los recursos escasos que devienen en lo que conocemos como bienes y servicios.
Venezuela no es muy distinta a los semilleros de cebada de Mesopotamia. No en balde muchos venezolanos se jactan de ser grandes cerveceros. Los gobernantes de turno, indistintamente de su presunta diversidad ideológica, se han inclinado a la confiscación de la libertad económica para someterla al arbitrio del poder político.
Como consecuencia de lo anterior, la concepción de la economía por el venezolano ha estado sujeta a la nomenclatura dispuesta por el gobierno. Pregúntele al venezolano medio -calificativo digno de una comunidad de la Tierra Media de Tolkien- qué entiende por economía: probablemente vendrá a su mente un conjunto de números, complejas operaciones matemáticas, gráficos con líneas quebradas. Algunos más pragmáticos pensarán en sus bolsillos, en los precios elevados, el costo de la vida, en las medidas que anuncia el gobierno como supuesto bálsamo para la aquejada existencia.
A pesar de tener una vaga idea de lo que significa la economía, el venezolano no termina de relacionarla como un prerrequisito esencial de la política. Relegada a la condición de disciplina “técnica”, de bisagra que acopla al incompleto homo economicus, la política se transforma en la protagonista de la historia.
Conminada a un segundo plano, los políticos poco hablan de economía. En sus discursos si acaso la mencionan, y cuando la reviven del olvido lo hacen con el objetivo de anunciar algún plan para controlar aún más la libertad individual. No es casual entonces que el pueblo venezolano se ufane de su talante democrático, longevo cual Mumm-Ra el inmortal, pero sea incapaz de explicar cómo su democracia no ha eliminado la pobreza, miseria y subdesarrollo que asolan a la nación.
Semejante estado de carestía impide a Venezuela acceder a la modernidad. Solo cuando la libertad económica se reconozca como prerrequisito indispensable para el control del poder político es que los venezolanos lograrán finalmente conquistar su progreso y bienestar. No es un tema de índices, valores, indicadores. Se trata, sin más, de la lucha más loable que pueda llevar un ser humano en vida: la del respeto a su propiedad. La misma historia de la doncella glamorosa que olvidó su zapatilla en un baile a medianoche.
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