EL PROBLEMA DE EL VENEZOLANO. POR GABRIELA AMORIN
Por Gabriela Amorín
Evasivos, presumidos y confundidos
¿Cómo es el venezolano? En todo caso, ¿Quién es el venezolano? Se pregunta Tomás Caldera en su ensayo La Respuesta de Gallegos, en el cual analiza nuestra situación cultural. En él, se permite hacer una síntesis entre varios autores. En el capitulo que utilizaré se vale, principalmente, de la literatura de Gallegos y de Briceño Iragorry, quienes se dedicaron a describir a través de los personajes y situaciones de muchas de sus obras, al venezolano.
A partir de ahí comienza el análisis de esta humilde servidora. Invito a leerlo con una gran apertura; Esto respecta a un análisis del venezolano en las profundidades de su alma, lo más profundo de su personalidad; más allá de lo que logramos ver.
El problema de La Esperanza y la Identidad
Cuando Caldera y Gallegos se refieren a que el conflicto del criollo gira en torno al problema de La Esperanza, no dejan de tener razón, pero cierto es también que esto proviene de un tremendo conflicto de identidad, es decir, de identificación con el propio ser y de aceptación. Aunque pudiera sonar como una opinión poco objetiva y persuadida por nuestra realidad actual, ellos expresaron que las raíces de estos conflictos yacen en la época independentista y, aún más atrás, en la época de los conquistadores; es decir, en los mismísimos orígenes de nuestro gentilicio.
El ejemplo de Pataruco
Gallegos lo ilustra en Pataruco. Cuenta la historia de Pedro Carlos, quien por no estar de acuerdo con lo que es, intentó ser otra cosa. Negando absolutamente su origen, negó también a su padre y realiza una “falsa interpretación de sí mismo”: huye a Europa en donde se nutre de ideas, más no de realidades. Heredó de su padre (quien era indio) la vocación para la música; pero su madre (quien era blanca), lo cultiva en un instrumento “más fino” y lo aleja de su raza, “no fuera a salirle arpista”. Pedro Carlos buscaba ser como los otros, pero también ser diferente y destacarse; quiere ser original sin reconocerse y copiando a los demás.
Llega a su tierra y se prepara para un concierto de piano. El público (criollo) también aplaude por anticipado, deleitado ante quien ha sido educado en Europa. Tanto ellos como el intérprete pronto resultan decepcionados; “salieron frustradas las esperanzas: la música de Pedro Carlos era un conglomerado de reminiscencias de los grandes maestros, mezcladas y fundidas con extravagancias de pésimo gusto que, pretendiendo dar la nota típica del colorido local sólo daban la impresión de una mascarada de negros disfrazados de príncipes blondos”. Y aunque lo típico del criollo sería considerarse incomprendido y atacado por el público, Pedro Carlos encuentra el problema dentro de sí mismo y cae en pesimismo y frustración.
Tiempo después, olvidado de la música, en medio de la noche oyó una parranda que a lo lejos sonaba en un rancho, “el músico pensó en aquella oscura semilla de su raza que estaba en él pudriéndose en un hervidero de anhelos imposibles”. Un grupo de peones tocaban y bailaban joropo. “Pedro Carlos sintió la voz de la sangre; aquella era su verdad, la inmisericorde verdad de la naturaleza que burla y vence los artificios y las equivocaciones del hombre: él no era sino un arpista, como su padre”. Pidió al arpista que le cediera el instrumento; “los sones que salían ahora de las cuerdas pringosas no eran, como los de antes, rudos, primitivos, saturados de dolorosa desesperación que era un grañido de macho en celo o un grito de animal herido; ahora era una música extraña, pero propia, auténtica, que tenía del paisaje la llameante desolación y de la raza la rabiosa nostalgia del africano que vino en el barco negrero y la melancólica tristeza del indio que vio caer su tierra bajo el imperio del invasor”.
Reconoce entonces su identidad, su origen. Sólo así pudo aceptarse a sí mismo y reconocer de dónde viene, quién es, qué puede hacer realmente. Supera la ruptura entre lo que es y lo que concibe de sí mismo, recupera la confianza, deja en evidencia el valor de su ser.
Lo que se plantea en Pataruco es que no se puede ser lo que no se es. “A partir de este momento, el hacer puede apoyarse plenamente en el ser del sujeto, expresar su anhelo profundo y, al mismo tiempo, ser real o realizarse: dar fruto”.
¿No es esta historia el reflejo de lo que somos los venezolanos? A partir de ahí comienza un gran y complejo ciclo en la personalidad del criollo.
Patriotismo negativo
Gallegos nos ha expresado que los venezolano sufrimos de lo que él llama patriotismo negativo, el cual sólo se manifiesta en la pérdida o en la despedida. ¿No es acaso cierto que en la propia tierra despellejamos a la patria y cuando la extrañamos o la perdemos, nos manifestamos con un desmesurado y trágico amor por ella? Es lo que estos autores denominan el sentimentalismo criollo que se exalta hasta la tragedia y nos lleva a querer a la patria con dolor. “El criollo quiere siempre con dolor (…) y a tal punto identifica querer y dolor, que el dolor de la patria le parece la expresión más alta de patriotismo. De allí, el patriotismo negativo (…) De allí también, que no pueda encontrarse nunca a gusto en la patria: porque la ama” y no soporta el dolor que esto implica.
Lo más curioso de esto, es que experimentamos a la patria como algo externo por lo cual sufrimos, pero no terminamos de entender que la patria y la historia somos nosotros mismos, que la patria está en nosotros, porque es el lugar de nuestro origen, nuestro presente y nuestro pasado. Por lo tanto, (y por lógica), si no se está nunca a gusto con la patria, significa no encontrarse a gusto consigo mismo. Y ahí podemos retornar al cuento de Pataruco. Las heridas que se hacen a la patria “y esas contraposiciones que tanto gustamos de hacer entre buenos y malos hijos de la patria, son primero que nada una herida en nuestro propio corazón y una ruptura con nosotros mismos”.
Pesimismo y amor por la aventura
Asociado a esto, Caldera y Gallegos encuentran en el venezolano un enorme amor por la aventura, que junto con el sentimiento de inconformidad en la patria, lo lleva a la fuga, a la deserción y a huir. El conflicto de identidad y la negación de nuestro origen nos lleva a preferir lo fantástico y rechazar lo real. ¿Por qué preferimos otra cosa en lugar de nuestra patria que amamos con dolor? Porque aquello, “la utopía, seduce con la posibilidad de una realización que aquí nos está negada (…) nuestra actitud ante lo real (el aquí y el ahora) es pesimista. Paradójicamente somos aventureros porque somos pesimistas”.
Huida, negación, evasión
El amor por la aventura no es más que la respuesta al pesimismo; al no soportar el dolor por la patria y no estar conforme con ella, huimos. Podemos ver esta huída también como negación o evasión. Desde los ejemplos más evidentes como la expatriación; pasando por unos menos obvios, como el excesivo consumo de alcohol, el carácter parrandero, los juegos de azar o la predominancia (cada vez mayor) de lo espiritual y religioso sobre lo racional; hasta llegar al excesivo humor y carácter rochelero del venezolano; podríamos considerar todo esto formas de deserción y evasión de la realidad, de lo que realmente somos, de lo que nos duele. No lo aceptamos, pero tampoco somos capaces de confrontarla. Por eso huimos, buscamos la aventura, lo fantástico. “Con este amor a la aventura seguimos, cuatrocientos años más tarde, los pasos de aquellos conquistadores que desdeñaban poblar y colonizar, preocupados solamente en la eterna expedición al Dorado (…) que lleva al esfuerzo de un momento y es efecto de nuestra incapacidad para el pequeño de todos los días”.
El problema de esta búsqueda de El Dorado, de esta persecución de lo fantástico, es que siempre culmina en frustración, como en Pataruco, pues como anterior mente reflexioné: no se puede ser lo que no se es. “Es fantástico o irreal a donde va (el criollo), simple y llanamente porque no está ahí lo que busca. Y no está allí, porque lo que busca no está en ningún lugar: busca la utopía” busca lo que no es, lo que no puede ser y lo que no será, sólo porque no logra identificarse, reconocerse ni saber quién es. Huye de la patria en busca de la felicidad y la plenitud, pero la realidad es que huye también de sí mismo, porque como mencionamos anteriormente, la patria somos y la hacemos nosotros.
“A cada nuevo fracaso sigue una etapa de pesimismo” y así seguimos cíclicamente hasta recuperar las fuerzas y volver a la aventura. “De esta manera, si antes habíamos dicho que éramos aventureros por ser pesimistas, ahora vemos que somos pesimistas porque somos aventureros”.
La Presunción
Justo en este punto volvemos al comienzo (y aquí notamos nuevamente el comportamiento cíclico). “Que el criollo sea incapaz para el pequeño esfuerzo cotidiano quiere decir que no ama lo cotidiano. Mejor, que no hay para él en lo cotidiano algo amable que sostenga su esfuerzo. No encuentra calor ni gozo en lo presente, ni ve por lo tanto conexión entre el esfuerzo diario y la plenitud que ansía. Carente de esperanza, no es capaz de la labor perseverante”. Somos entonces aventureros porque carecemos de esperanza, esperanza en nuestra patria, en nosotros mismos. De ahí que tengamos una eternidad deambulando errantemente en busca de la plenitud.
Todo esto nos conduce, ineludiblemente, a mencionar lo que los autores llaman presunción. “El mayor mal de nuestro espíritu criollo ha sido y es la presunción”. En este caso se aclara que no se refiere a vanidad, sino a “un pecado contra la esperanza”. La definen, tanto en su uso común como en el teológico, como: “adelantarse en el propio juicio sobre sí mismo, con ánimo de jactancia (…). Infundada seguridad de alcanzar la recompensa eterna sin poner los medios necesarios para ello”. Los autores manifiestan que es parte de la tragedia nacional el anticipo de la hora, “haber llegado sin llegar”, jamás haber sabido esperar.
Iragorry nos dice que “un pueblo que no medita el valor de sus propios recursos” caminara por los senderos que conducen o a la desesperación o a la presunción. Él explica, con enorme maestría, esto a lo que me refiero: “desde entonces (la época independentista) se inculcó en nuestro plasma social el afán de hacerlo todo a punta de palabras que suplan la realidad de actos constructivos. Agotados nuestros recursos sociales en la lucha titánica por la construcción de la República, hemos intentado compensar la deficiencia colectiva por medio de una exagerada valoración de nuestras capacidades como individuos, y por un falso sentido de participación (…)”.
Me disculparan lo coloquial, pero lo cierto es que hablamos más de lo que hacemos, por eso se ha dejado todo a medias. Por eso, quizá, es siempre el populismo la forma de gobierno predominante, porque ello son habladores de gamelote, como somos los criollos por naturaleza.
Relacionado a esta forma de ser, está la subestimación de los demás, “se destruye el justo nivel en la escala de la estima social”. Esta parte es particularmente interesante porque se pueden encontrar en nuestros días, enormes similitudes y coincidencias que no son casuales. “(…) se pierde, en suma, el sentido de la virtud, rompiéndose por tanto el sentimiento de comunidad que es ala y remo para las grandes obras de la cultura” esto recuerda la eterna lucha latinoamericana entre la civilización y la barbarie, que en nuestros días, en Venezuela, ha dejado de ser lucha, porque no hay sino barbarie.
Es así pues como nos hemos convertido en un pueblo de “nulidades engreídas y reputaciones consagradas” en donde “nadie está en su puesto”.
¿No es por eso, acaso, que muchas de nuestros intentos de creaciones carecen de pervivencia en el tiempo, de continuidad que les de fuerza para convertirse en tradición capaz de impulsar en línea lógica y duradera la marcha del progreso social?
Correr más que andar
Correr más que andar ha sido nuestra consigna y, vergonzosamente pero cierto, el autor menciona como ejemplo, que en nuestra patria perseguimos apresuradamente el tránsito que ponga a los alumnos en posesión del título profesional que les abra camino, rápidamente, al ejercicio, “sin que nada o poco importe que a ese título le falte el respaldo de una cultura que eleve a sus poseedores a condiciones de cumplir la función para lo cual lo autoriza el certificado o diploma”. Es esta una forma de presunción.
Otro ejemplo que cabría mencionar, es nuestro gusto por las obras públicas (muy de moda actualmente por cierto). Las transformaciones físicas que constantemente realizan los gobiernos como “acometidas heroicas”, se contrasta con nuestro “reiterado fracaso” en las tareas de mantenimiento de esas obras y conservación de las mismas, (que piden esfuerzo diario). Contrario a esto, aquellos trabajos que nunca se completaron, son sustituidos con nuevos y más grandes proyectos que están destinados a nunca culminarse. Porque el presuntuoso quiere hacerlo todo de una vez por todas, el problema es que no se está preparado para lo que se quiere realizar, ni tiene paciencia (esperanza), para culminarlo.
“Por eso el aventurero criollo que comienza con un ‘antes de mi nada’, termina, por su precipitación y muy a su pesar, con un ‘he arado en el mar’”, en frustración, resignación y el más común resultado: “esto no tiene remedio”. A continuación: el dolor de patria.
La culpa no es mía
“Haciendo lo que no puede pero cree que si puede, pasa a ser lo que no es” derrumba su personalidad. “Ebrio de optimismo soñador, ignora sus propias cualidades y defectos: se ignora a sí mismo (…). Ciego ante el verdadero valor de las cosas por haberse cegado ante sí mismo, el presumido se hace incapaz de valorar los esfuerzos o las cualidades de sus prójimos (…) se queda solo”.
El desdén hacia el resto y preferencia por el allá y el después, que busca su justificación en el desorden de la sociedad (y quizá lo encuentra parcialmente), contribuye sin duda a incrementar ese desorden del cual nos quejamos pues, como siempre estamos huyendo, el criollo no se ocupa de las tareas cotidianas, “no pone orden en su casa”.
La mayoría de las veces respondemos con un “sólo cuando cambien las cosas podré ser lo que soy”, en lugar de echar una mirada introspectiva, aceptar las falla y asumir las capacidades. Por el contrario, la culpa de los problemas es exterior a nosotros y ajena.
Luego del sermón
En fin, luego de tanto sermón y perspectiva pesimista, los autores ofrecen soluciones: es necesario diferenciar los distintos niveles del problema, debemos lograr conseguir la plenitud en lo real, en el aquí y el en el ahora, descubriendo el valor de lo presente, haciendo examen sincero e introspección que nos desnude de los vestuarios presuntuosos y nos permita encontrarnos con nosotros mismos, que permita la reconciliación con el propio ser, en donde está la fuente de la confianza, debemos pasar por la aceptación de los orígenes.
La severidad con que aplicamos la critica a los otros, en la misma medida, debemos sustituirla por exigencia a nosotros mismos. Debemos evitar fingir que se tiene lo que en realidad se carece y que se es lo que en realidad no somos. “Ser lo que somos y obrar de conformidad con nuestra verdadera capacidad” debería ser nuestra máxima a seguir. Debemos comprender que la eficacia y eficiencia de la obra radica en la constancia y perseverancia del proceso, sólo así se asegura el éxito y continuidad. Aprender que más que correr es necesario saber esperar. Que el esfuerzo es más poderoso que la fuerza. El aprecio que sentimos por nosotros mismos debe ser igual al que sintamos por el esfuerzo y las capacidades de quienes nos rodean, sólo así lograremos alcanzar un eficaz sentido de cooperación para lograr la convivencia.
Solo así seremos “capaces de impulsar verdaderamente el progreso de la nación y de legar a las generaciones venideras una herencia sólida”.
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