De la guerra civil

 

Un significativo tramo de nuestra historia republicana se explica por las guerras y otras escaramuzas civiles que diezmaron a la población hasta que, es necesario reconocerlo, la democracia representativa se hizo un horizonte común. Incluso, paradójicamente, se hacía la guerra para prevenirla, e iniciamos el siglo XXI bajo la sempiterna consigna de nuestros tormentos, enfermos del consabido mesianismo.

Hay un consenso historiográfico respecto a la conclusión de los macabros conflictos  en 1903, aunque la posterior  dictadura de Juan Vicente Gómez, victorioso en la batalla de Ciudad Bolívar, cuidó de proclamar la paz  en todo el país: la del cementerio. El conflicto extremo dijo volver por todos los instantes que restaron, desembarcando a estas alturas del siglo XXI con sus fauces bien abiertas.

Por sus características universales, hay y no hay una guerra civil en la Venezuela de los días que cursan, penosos y aparentemente interminables. De un lado, no declarada, la hace Nicolás Maduro contra la población condenada a la hambruna, a las escandalosas cifras anuales de muertes prematuras e injustas a mano del hampa que cuenta con su entera displicencia, por decir lo menos, enfilándonos hacia una diáspora nunca antes vista, mientras reprime brutalmente a la población cuidando del aparente empleo de armas no letales que se convierten en mortales.

Del otro lado, no la hay eficazmente materializada, porque es el gobierno el único armado frente a una población evidentemente desarmada que lo resiste agotando todos los medios pacíficos posibles, indignada y genuinamente heroica, pero paciente ante los ataques de los grupos paramilitares a los vecindarios, promotores de saqueos que esperan por el desorden y la anarquía del particular bonapartismo en marcha con su falsa constituyente, a juzgar  por la más clásica de las obras de Curzio Malaparte: “Técnica del golpe de Estado”. No la hubo en la década de los sesenta de la pasada centuria, cuando electoral y militarmente fue vencida la insurrección importada, ni la hay en la presente al sufrir enteramente las consecuencias de una dictadura que la desea – precisamente –  por todo el cañón para salvarse, no declarándola por temor a la comunidad internacional.

Temor que quizá podría conceptual, estratégica y políticamente confundirnos, cuando Maduro Moros, como Luis XVI en la Francia hambreada de mayo  de 1789, desoyendo a Turgot y haciendo caso de Necker, decreta los Estados Generales para sufrir las consecuencias harto conocidas. Y, a la vuelta de la esquina, realizar el 18 brumario.

Un número considerable de muertos y malheridos, abultando unas estadísticas desconocidas al iniciarse el milenio, nos orillan y remontan hacia el hocico de un régimen que todavía se resiste a la caída del muro de Berlín. La Constitución convertida en su mejor fetiche por todos estos años, le estorba con cada interpelación hecha a un proceder que sólo sorprende a quienes jugaron a la antipolítica, facilitando su ascenso, creyendo innecesarios el dato histórico e ideológico, como prescindibles el compromiso y testimonio moral.

Ahora valoramos la política de pacificación consolidada a principios de los setenta y a la que, por cierto, se resistieron las fuerzas irregulares que desafiaron el inicio del primer gobierno de Caldera, incurriendo en actos de una incomparable irresponsabilidad frente a los que muy orondamente los gubernamentales dicen hoy denunciar, huérfanos de toda autoridad moral. Trillada verbalmente por los agentes de la dictadura cubana que configuran el gobierno venezolano, desprecian y se ríen de la paz pretendiéndose salvadores de una guerra civil que miserablemente promueven.

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