Si fuese posible otro Círculo de Bellas Artes*: Pausa
*Recopilación de artículos especiales, basados en la experiencia y observación de artistas que transitan por Tribus Café Cultural.
Manteniendo la misma sintonía de los artículos anteriores, nos sentamos a tomar café esta vez junto a ningún vivo, a través de la gloriosa magia de la imprenta nos adentramos -para traerles a ustedes la experiencia de quien pudo rozarse con el Círculo de Bellas Artes- en las palabras de Miguel Otero Silva.
Desde su singular forma de codificar los sucesos en historias, Miguel Otero Silva inicia el prólogo de “El Círculo de Bellas Artes” con la cadencia particular que poseyó (y ha de poseer siempre mientras exista quien le lea) para echar cuentos. Tras la penosa ausencia de dos artistas magnos de la pintura en Venezuela, Arturo Michelena y Cristóbal Rojas, Otero Silva nos lleva al punto de partida de la siguiente manera: “Nos quedaban Emilio Mauri y Herrera Toro, mayores en edad que Rojas y Michelena, pero sin el talento de ellos, sin la pujanza de ellos. Bajo las riendas de Mauri y Herrera Toro, manos honradas y laboriosas pero entumecidas por la academia y el anacronismo, renqueaba una Escuela de Bellas Artes en Caracas”. Dentro de la deliciosa sonoridad que expresan las palabras del escritor, nos adentramos en los hechos que dieron punto de partida a lo que se convertiría en una de las referencias artísticas, culturales, sociales, intelectuales y revolucionarias más destacadas de nuestra tan olvidada historia.
Este prócer nuestro de las letras, recalca al impresionismo como un “estallido espiritual” -encomillo sus palabras- que influenció las mentes de quienes harían parte en el Círculo que estaba por surgir, pues este (el impresionismo) iba mucho más allá de ser un movimiento artístico en el mundo, era la expresión plástica de una transición global que daba nuevas formas y herramientas de hacer y concebir el mundo y la vida. “El artista solo llega a liberar su obra (o al menos conjetura que la ha liberado por escape o levitación) cuando los pintores impresionistas -y los ‘poetas malditos’ si se trata del mundo de las letras- deciden enfrentarse estéticamente a la sociedad que los rodea, resueltos a no acatar sus preceptos ni a someterse a su discernimiento.” Es así como un grupo de estudiantes de la Escuela de Bellas Artes de Caracas, con muy escasos recursos económicos y nada más entre las manos que sus talentosas cualidades, su ímpetu y sus ideas, se separan de la academia que para ese entonces era rígidamente llevada por el prolijo pero muy anticuado estilo de Herrera Toro; en una Venezuela que apenas se iniciaba en su camino de una larga dictadura junto a Juan Vicente Gómez.
Tomados de la mano de lo mejor que poseían, unos a otros, se hicieron del invaluable regalo de Eduardo Calcaño Sánchez, quien ofreció las instalaciones de su propiedad, el Teatro Calcaño, como sede para los inicios del Círculo de Bellas Artes, lugar donde la madera crujía y el salón de encuentro, único espacio apto para el asunto, era un poco más estable que las escaleras; precaria sede que transformó por momentos, a futuros grandes hitos de la pintura venezolana en carpinteros y albañiles. Fue así como estos jóvenes rebeldes que resistían y luchaban por medio de la creación, dieron comienzo al derecho de pintar las formas propias bajo la libertad de redescubrir nuevas maneras de hacer y rehacer las líneas, para entregarle a nuestra historia la grande época del paisajismo venezolano. “La cosecha de aquella siembre fue extraordinaria. A más de tres futuros pintores de primera línea, como lo eran Federico Brandt, Manuel Cabré y Rafael Monasterios, el Círculo de Bellas Artes abrigaba en su seno a un genio -no hay que arredrarse ante el imponente vocablo- llamado Armando Reverón”, nos relata Otero Silva.
El marcado nacimiento de la nueva pintura en Venezuela que surgiría a través del Círculo de Bellas Artes, es bien recordada por el escritor como un momento en que “la pintura deja de ser en Venezuela un pasatiempo de hijo de familia acomodada, o una limosna oficial sometida a las más caprichosas contingencias, o una artística manera de morirse de hambre, para convertirse en un oficio digno y respetable”. Obras que logran articular la condición humana tras la misión de la enseñanza, no por nada este Círculo se gana más adelante el nombre de Escuela de Caracas sin si quiera estarlo buscando, pues la dignidad expresada en la armoniosa mano de los artistas y su ejemplo, fue en sí misma la moneda que transó todas las oportunidades que parecían imposibles pero no lo fueron y que eran absolutamente necesarias.
La valentía y la voluntad de estos muchachos que pasarían a nuestra historia como los más grandes precursores de las artes y la cultura de su época (solo para que después los olvidasemos de nuevo, qué triste generación la nuestra), hizo de ellos una levadura activa, hablando en metáforas gastronómicas, que se extendió involucrando escritores, poetas, periodistas, críticos de arte, caricaturistas y hasta músicos. Ha de ser Luis Alfredo López Méndez, quien deja escritas estas magníficas memorias, de las cuales Miguel Otero Silva escribe tan bien el Prólogo que culmina diciendo: “Hoy nos ofrece en libro este relato acerca del nacimiento, pasión y muerte del Círculo de Bellas Artes, revive las imágenes y la trayectoria de cada uno de sus compañeros de aquel entonces y, de tanto hablar pródigamente de los demás, se olvida -como siempre- de sí mismo. Para reparar el olvido he escrito esta líneas”.
Fin del prólogo.
(Citas tomadas de los pensamientos escritos de Miguel Otero Silva en el Prólogo para El Círculo de Bellas Artes de Luis Alfredo López Méndez)
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