(ARGENTINA) Dramática encrucijada que recuerda el 83
Hace exactamente veinte años, Alfonsín se debatía entre la vida y la muerte. En el tormentoso invierno blanco de 1999, la camioneta que lo traía de General Roca volcó en la ruta provincial 6, y él atravesó el parabrisas y quedó incrustado en la nieve: estuvo varias semanas en coma durante aquel junio fatídico. Pocos recordaron la dramática efeméride, pero, curiosamente, el nombre del ilustre sobreviviente volvió estos días a Balcarce 50. Lo convocó, en principio, Graciela Fernández Meijide , que asistió junto con otros intelectuales a una reunión con Mauricio Macri
Allí la dama tomó la palabra y dijo que le parecía posible trazar, salvando las distancias históricas, un paralelismo entre las elecciones de 1983 y la inminente encrucijada comicial de 2019.
Aquel voto decidía, como ahora, el camino de una democracia representativa o los peligrosos atajos de una corporativa y hegemónica, y en ambos casos se jugaba el destino de una autoamnistía latente: en los 80, a favor de los militares que habían cometido crímenes de lesa humanidad; en el presente, a favor de exfuncionarios y empresarios que perpetraron una megacorrupción de Estado.
Luego visitó la residencia de Olivos Owen Fiss, legendario filósofo del derecho y eminencia de Yale que vino en los años ochenta, se reunió con don Raúl y quedó muy impactado por los desafíos y el proceso de justicia que se estaba abriendo.
Fiss fue amigo de Carlos Nino y luego «padre adoptivo» de sus discípulos, muchos de los más notables juristas del país, entre ellos, el actual titular de nuestra Corte Suprema. Regresó desde entonces muchas veces a Buenos Aires, pero nunca se entrevistó con ningún otro jefe de Estado.
Macri quiso conocerlo y Fiss no se hizo rogar. Cara a cara, el profesor le habló al Presidente del gran fenómeno imperante en el mundo: fenecidos los golpes, en el siglo XXI abundan facciones que acceden al poder por el sufragio y que van limando desde adentro las instituciones para perpetuarse, en un proceso devastador y progresivo que vulnera el sistema democrático y lo convierte en otra cosa.
Fiss está preocupado por la fragilización de la democracia, que precisa una constante vigilancia: no solo son importantes las instituciones, sino los hábitos y valores que las inspiran. El Indec, hoy la más implacable agencia de noticias negativas para el Gobierno, permaneció activo durante el kirchnerato, pero las prácticas mentirosas que lo inspiraban fueron deformando monstruosamente esa institución.
El populismo autocrático es una bomba neutrónica: deja en pie los edificios, pero los vacía de contenido. El resultado es una democracia de bajísimas calorías que en verdad no es democracia, y que se parece más a la Formosa de Gildo Insfrán que a los modelos exitosos y progresistas que pensaron los padres fundadores, y que aquí intentó heroicamente Raúl Alfonsín.
Pocos votarán pensando en este dilema modélico e ideológico, y aun así se trata de un asunto culminante: economías de todos los colores fracasaron sucesivamente en la Argentina porque la instalación completa permanece inacabada y ha sido infectada por ese virus mortífero. La instalación es el sistema de partidos y el funcionamiento institucional, y el kirchnerismo encarna precisamente la continuidad de esas malformaciones.
La pregunta que sí tiene consecuencias en las urnas es la que se formula Fernández Meijide: ¿por qué la sociedad aguantó sin explotar? Se refiere a la dolorosa cirugía mayor que se realizó durante estos años para curar la enfermedad heredada y que sin duda hubiera acabado con cualquier otro gobierno no peronista: aquí, el que pagaba la fiesta organizaba su propio funeral.
Esta coalición gobernante no solo terminará en tiempo y en forma su mandato (algo que no sucede desde 1928), sino que permanece aún hoy altamente competitiva. Más allá del miedo al retorno cristinista, que es mucho y no es zonzo, el enigma no tiene una explicación fácil. Graciela arriesga dos o tres hipótesis: un segmento muy relevante de la comunidad ha madurado y tiene conciencia lúcida e histórica de lo ocurrido. Y además se han derrumbado por fin dos viejos mitos: la Argentina es una nación rica «condenada a triunfar» y el Estado debe financiarlo absolutamente todo.
Para indagar un poco más, habría que fotografiar primero la magnitud de la corrección fiscal, y por lo tanto del sufrimiento. Cuando Cambiemos llegó a la Casa Rosada había 8% de déficit fiscal con relación al PBI, y hoy está rozando el 3%, que implica equilibrio primario más intereses de deuda.
El gasto público, que Néstor había tomado en 12% y Cristina entregado en 24%, este año será de 19%. También legó la Pasionaria del Calafate 3000 millones de dólares de déficit en la balanza comercial, básicamente debido a su desastrosa política energética: las reservas estaban agotadas, se habían comido todas las inversiones e importábamos energía carísima. Hoy ese renglón es superavitario; la Argentina ha vuelto a exportar gas y petróleo.
Y las tarifas, cuyo precio solo cubría el 10% de los costos, experimentaron un incremento de más del 800%. Estos sacrificios supremos, sumados a la configuración de un tipo de cambio real competitivo, son la base de un país mínimamente normal, pero en su concreción el oficialismo gastó gran parte de su capital político.
¿Qué piensan hoy los castigados consumidores? Asevera Guillermo Oliveto, máximo especialista en la materia, que el malhumor social era muy palpable en abril: solo el 58% de la población quería entonces que el gobierno de Macri terminara bien; en junio ese deseo subió siete puntos (65%). Que le vaya mal solo lo desea el 13%.
Está fresco el trauma de 2001; el ciudadano de a pie aprendió que el colapso no es negocio. Aunque gracias a su finísimo olfato para el dólar y la inflación, creyó hace unos meses que marchábamos a un Rodrigazo y tuvo la tentación de tirar la toalla; el evento, sin embargo, no sucedió y los agoreros quedaron desacreditados.
Los apocalípticos también producían estos traspiés durante la gestión de Cristina: anunciaban el fin, y cuando este no llegaba, ella salía fortalecida. El «efecto obra pública» sigue pesando, como en las épocas del metrobús, por dos razones: Cambiemos ratifica allí su vinculación con la modernidad (en una era en que ese valor crece por la revolución tecnológica) y prueba que un «gobierno de ricos» lleva a cabo actos vitales para «los pobres».
En un focus group alguien marcó el contraste: «Con la anterior gestión, los trenes chocaban; con esta, vuelan». La relativización de la importancia de esas obras viales, ferroviarias y cloacales solo confirma la tilinguería ambiental de los politizados. Oliveto agrega una serie de hallazgos, fruto de sondeos y análisis de comportamiento. Durante estas temporadas de mishiadura, muchos consumidores se sintieron escindidos: hacia afuera, la queja y el desaliento; hacia adentro, la culpa: sabíamos que esas tarifas del kirchnerismo eran mentira y que alguna vez lo pagaríamos.
El experto afirma que tampoco el deterioro económico se parece al de 2002, sino más bien al de 2014, según se comparan las principales variables macroeconómicas, solo que en las épocas de las cadenas nacionales los penosos guarismos se invisibilizaban y no ganaban con tanta facilidad, como hoy, las primeras planas de los diarios. El gradualismo y la política social de contención le permitieron al Gobierno evitar un estallido, y había logrado crear 283.000 empleos en blanco solo en 2017: con la corrida del año pasado se perdió casi todo lo ganado, 270.000 puestos. Aquí recuerda Oliveto que Menem ganó las elecciones de 1995 con un 17% por ciento de desocupación.
Lo hizo, efectivamente, en medio de acusaciones gravísimas de toda índole, pero tal vez gracias a su capacidad de domar aquel potro: el mercado y el efecto tequila. ¿Sucederá ahora algo parecido? Este segundo enigma no tiene respuesta. Pero tal vez valga la pena recordar la recomendación de Alfonsín: «No sigan a hombres. Los hombres fallan a veces o no pueden. Sigan ideas».
Crédito: La Nación
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