ESPÍRITU LIBRE Y EXISTENCIALISMO
Por Gabriela Amorín P.
La primera mitad del siglo XX, e incluso el final del siglo XIX, con todas sus tragedias muy humanamente diseñadas, fueron importantes escenarios para una oleada de corrientes filosóficas, artísticas y literarias muy poco parecidas a lo que se había venido observando durante toda la historia. Aquellas escuelas, en el sentido clásico, habían terminado. Surge un arte ecléctico, híbrido y sintético, las antiguas tendencias se mezclaban en este embudo donde todo era válido y donde se busca la individualidad, la diferenciación. El experimentalismo es un importante elemento en las Vanguardias.
Este híbrido fue producto de un hombre que se sentía extraño de sí mismo y de su naturaleza. El hombre se encontraba aminorado, y no en el sentido antiguo (producto de la teoría heliocéntrica), sino una desvalorización moral y una increíble falta de identificación, vacío interno e incomprensión. Existía además de esta crisis existencial e individual, una enorme crisis de valores. La variedad de corrientes, son muestra del desconcierto en la vida de los hombres de esos tiempos.
Toda esta tormenta interior en la cual los hombres nos sentíamos presos, era liberada a través de las artes. La necesidad de desahogo, de descansar de aquella enorme piedra que llevábamos a cuestas, de saber quiénes éramos y a dónde íbamos. Ese malestar que Munch sintió cuando observando la ciudad desde el puente, no veía más que sangre y fuego, luego fue manifestado en su más famosa obra, El Grito, donde nos confronta con el miedo y la soledad del ser humanos en una naturaleza que no lo consuela. Sosteniendo entre sus manos su rostro y con los clásicos personajes ‘muncheanos’ sin rasgos ni identidad, aterradores, arrastra el grito por la ensenada hasta el cielo teñido de rojo sangre. Todos esos sentimientos de desgracia se tradujeron en una explosión de símbolos y expresiones, en una nueva forma de anarquía que crearon un arte infinitamente relativo y subjetivo.
Los futuristas, por ejemplo, retornaron a una especie de adolescencia en la cual dominaba la rebeldía y la anarquía. Proponían, en sus violentos e irracionales discursos, destruir toda la historia, las artes, los museos. Tenían absoluta confianza en las máquinas y la tecnología. Para los que proclamaban estos ideales lascivos, el valor de la vida humana estaba completamente acabado, peor que eso, ignorado.
Los fascistas, que apenas comenzaban a desarrollarse, utilizaron la fuerza de los jóvenes futuristas y su rebeldía; fueron arropados bajo el manto del discurso militarista. A pesar de que sus ideologías no fueran del todo compatibles, unos hombres jóvenes, enérgicos, rebeldes y con deseos de destrucción eran la herramienta perfecta para dominar un pueblo.
El Caos, un poema creacionista de Vicente Huidobro, nos evidencia la necesidad del hombre de salir del estancamiento en el cual se sentía inmerso; sumergido en una caótica realidad, plena Guerra Mundial, Huidobro mantiene las esperanzas en un hombre que si logra “ser”, será fuerte; mantiene la fe en una “…noche preñada de futuras fuerzas…”[1] que, a pesar de los “… anhelos y deseos incompletos (…) truncos intentos, ansias comprimidas y guardadas…”[2], aguarda ilusionado pues se niega a cerrar los ojos, esperando a que ese ser que, “sin ser hoy tiene mañana”[3], nazca por fin, salga de ese vacío en que se encuentra suspendido, de ese abismo en el que se descubre arrojado pero con posibilidad de escapar.
La muerte de Dios, (anunciada por Nietzsche) que representa el fin del idealismo platónico y la metafísica occidental, anuncia la aparición del más despreciable ser que se contenta con el pragmatismo científico y la tecnología; considera sin sentido su vida por la pérdida de Dios, por la muerte de esa gran mentira que había convertido la vida en una sombra, cual esclavos de la caverna; Nietzsche acepta esa oscuridad de la vida. Estos nuevos seres no creen en un “afuera de la caverna” ni en los trasmundos, `pero siempre dan la cara, son espíritus libres que pierden el miedo y el respeto por la muerte de Dios, asumiéndolo y enfrentándose a la única realidad posible. Sin embargo, el Último Hombre (uno que aún busca a Dios y no lo encuentra) se deja abatir por la ausencia de quien él creía que lo protegía y dirá (como Cesar Vallejo) que Dios castiga, juega con nosotros y se emborracha, es decir, es un perfecto inútil y en nada nos puede ayudar.
Podría decirse que Kafka dio nombre y vida a estas representaciones del hombre moderno: Gregorio Samsa. Kafka en La metamorfosis reniega el cuerpo humano y le quita su libertad; introduce la renuncia del hombre a ser hombre. La conciencia se aliena en la materia y el hombre ya no pregunta por qué el espíritu lo ha abandonado. Carlos Castilla del Pino dice: “La forma más profunda de alienación es aquella que se acompaña de la pérdida de la conciencia de la propia alienación”. Alicia (de Alicia en el país de las maravillas) sería el ejemplo opuesto, pues ella no quiere ser prisionera de nadie, quiere ser reina, no quiere seguir órdenes, se arriesga a ser diferente, quiere ser ella misma; sin embargo Samsa, “es incapaz de contemplarse (…) ha empalmado con la cadena de la naturaleza descansando de la preocupación y de la libertad. No padece nostalgia”[4]. Kafka fue un adelantado, sus obras fueron las primeras voces de alarma ante la fragmentación del hombre en el siglo XX.
V de Venganza, una película dirigida por James McTeigue, ambientada en una Inglaterra dictatorial del futuro, narra la historia de una tranquila mujer, Evey (Natalie Portman), rescatada de una situación extrema por un enmascarado (Hugo Weaving), conocido solamente como V. Incomparablemente carismático y extraordinariamente versado en el arte del combate y el engaño, V promueve una revolución urgiendo a los ciudadanos a que se levanten contra la tiranía y la opresión. Cuando Evey descubre la verdad sobre el misterioso pasado de V, descubre también la verdad sobre sí misma y emerge como una aliada sin parangón en la culminación de su plan para restaurar la libertad y la justicia en una sociedad golpeada por la crueldad y la corrupción.
Siempre recuerdo con agrado aquella escena donde todos caminan enmascarados por las calles, cual robots, y recuerdo el Atardecer en el paseo Karl Johann, obra de Evuard Munch; sin embargo, los enmascarados tienen un rumbo y deciden despojarse de las máscaras, otorgarse a cada quien una identidad particular y decir no a la opresión y anonimato; por el contrario, los burgueses del paseo Karl Johann, pierden su identidad tras unos rostros turbios que, aunque llevan los ojos muy abiertos, sus semblantes parecen reservados, parecen inhumanos o peor, humanoides. Munch usa este paseo como escenario donde tiene lugar el drama de la soledad, el temor y la alienación. Presos de convicciones irracionales llevadas por normas sociales y coacciones, exhalan una atmósfera de represión moral. Fuera de la masa resalta una única figura que lleva un rumbo contrario a la masa; éste es el personaje que ahora me dispongo a analizar.
Evey, representando al pueblo, inicialmente podría resultar una analogía de Último Hombre, pues simplemente se somete a las reglas generales, buenas o malas, sin embargo no está abatida por el miedo a la orfandad de Dios, ni tampoco hipnotizada por el consumismo, sino inmovilizada y obstaculizada por el miedo, producto de la represión política. Tras el descubrimiento de la realidad y la apertura de sus ojos, inicia la transformación gracias al espíritu libre que V personifica, impulsado por una meta individual pero con consecuencias colectivas positivas, en este caso la liberación de los ciudadanos ingleses.
V es un Súper Hombre. Este último es capaz de imponer y crear los valores a sabiendas de que no son verdades absolutas; es capaz de hacer una escala de valores que sabe que son relativos, como todo lo demás. Seguro de sí mismo, fuerte, noble, señor, legislador y no es una deidad, es un hombre de carne y hueso sin poderes sobrenaturales. Es una especie de Dios terrenal que recupera los predicados divinos para el hombre. En oposición al Último Hombre, nace un ser que da inicio a un nuevo comienzo, inaugura otro mundo al que da otro sentido y otros valores ahora subjetivos; santifica la vida con un “santo decir sí”.
Es en este momento en el cual comienza el verdadero anhelo de algo mejor, donde la utopía comienza a rondar por doquier. Como el poema Trilce de César Vallejo: “Hay un lugar que yo me sé en este mundo, nada menos, a donde nunca llegaremos”, es aquel ensueño a donde queremos llegar, una quimera de la cual algunos perdieron esperanzas y otros, como Vallejo, lo dan por imposible; sin embargo el ideal es inevitable y las ansias se mantienen, vienen y van como un deseo y una esperanza intermitente.
Después de haber pasado tantos años creyéndonos ajenos a nuestro destino, otorgándole toda la responsabilidad de nuestros actos a elementos trascendentales incognoscibles y creyendo en verdades absolutas y universales, era necesario desmentir todas esas excusas, inventadas para evadir las responsabilidades que la libertad exige a los hombres.
El hombre estaba solo, huérfano y con una enorme piedra sobre sí, piedra que los existencialistas estaban descubriendo y revelando. Era mucho mejor llevar los males sin saber de ellos, cual autómatas, ¿a quién le gusta saber el peso y el color de la piedra que lleva sobre sus espaldas hasta la cima?, como lo escribió Camus en El mito de Sísifo, “A partir del momento en que sabe, su tragedia comienza”[5]. Yo nunca vi a los existencialistas como pesimistas o sombríos, sólo eran realistas y venían a renovar no sólo la vitalidad de aquellos hombres con brío de acceder a sus innovadoras propuestas, sino la conciencia de saberse vivos, dueños de sus actos y de sí mismos y, por si fuera poco, la dignidad de todos y cada uno de los hombres, la posibilidad de ejercer libremente y con conciencia de ello, la humanidad que nos estaba siendo arrebatada y nos había convertido en marionetas de dioses caprichosos.
[1] HUIDOBRO, Vicente. El espejo de agua.
[2] Idem
[3] Idem
[4] CANDIDO. ¿Qué es la dignidad? España, 2001, p. 42.
[5] CAMUS, Albert. El mito de Sísifo. Madrid, 1981, p. 158.
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