(ARGENTINA) Todo el poder en muy pocas manos

Cristina Kirchner cerró el Senado. Sergio Massa no llegó a tanto en Diputados, pero evita cualquier mecanismo de participación de los bloques opositores. Prefiere opinar y actuar como si fuera el presidente de todos los bloques. El Poder Judicial está en feria, salvo, claro está, para concederle la prisión domiciliaria a Amado Boudou. Esa decisión quebró hasta la jurisprudencia de la Corte Suprema sobre cuándo una condena a prisión debe ser efectiva. Solo sobrevive, más activo que nunca, el poder unipersonal del Ejecutivo. La excepcionalidad (y el miedo colectivo) provoca necesariamente una alteración del sistema democrático.

¿Es aceptable, sin embargo, que el Gobierno concentre en sus manos la suma del poder público? El mundo discute sobre esa anomalía de la democracia provocada por la pandemia. La condición universal del debate no debería impedir que se expongan los casos nacionales con sus peores o mejores matices. Depende de con quién se compare.

Un ejemplo de las arbitrariedades que se cometen en nombre de la pandemia fue la exposición de la ministra de Seguridad, Sabina Frederic, ante algunos legisladores. Dijo que el patrullaje cibernético que hace su ministerio serviría también para tomar nota del «humor social»; es decir, para controlar lo que piensa y dice la gente en las redes sociales. Una incursión en la vida de las personas que ninguna pandemia justifica. Luego, la ministra se retractó parcialmente cuando calificó de «poco feliz» su expresión, como si hubiera sido un lapsus que nada tenía que ver con la realidad. La ministra tiene una ideología muy marcada. Es poco probable que la expresión «humor social», que define algo muy específico, haya estado presente en su discurso sin existir. Su ministerio está habilitado por ley para controlar lo que se dice en las redes sociales, pero solo cuando los mensajes se refieren a presuntos actos de terrorismo o a sospechosos casos de pedofilia. El «humor social» no es un tema de la seguridad; hurgar en él está prohibido por la ley de inteligencia y por la de seguridad nacional. Un Poder Judicial en coma inducido y un Congreso en reposo absoluto permiten que el derecho a la privacidad haya desaparecido.

Otro ejemplo del laberinto sin salida en el que está encerrado el Poder Legislativo es el informe que debe dar el jefe de Gabinete al Congreso. Santiago Cafiero no fue nunca todavía al Congreso, aunque su informe mensual es un mandato de la Constitución. El jefe del interbloque opositor, Mario Negri, propuso que ese informe se haga en Diputados, aunque sea con un sistema telemático o solo frente a los presidentes de los bloques, como sucede en España con la rendición de cuentas parlamentaria del presidente del gobierno, Pedro Sánchez. El Gobierno le contestó que el jefe de Gabinete prefiere hacer su primer informe ante el Senado. Pero el Senado está cerrado a cal y canto. Cristina tiene la vieja afición de cerrarles la boca a los legisladores. El Congreso es, entonces, un mero espectador de un espectáculo lejano.

El Presidente ha firmado más de 20 decretos de necesidad y urgencia, que deben ser aprobados por una comisión de 16 legisladores. ¿No es posible reunir a solo 16 personas con las distancias necesarias, con barbijos y con guantes, para analizar y aprobar -o rechazar- las decisiones importantes del Ejecutivo? Esos decretos tienen jerarquía de ley y quedan firmes si pasa un tiempo sin que el Congreso los evalúe. La emergencia justifica los DNU, pero nada justifica que el Poder Legislativo haya sido apartado totalmente de tales decisiones. Solo Carlos Heller y Máximo Kirchner se exhiben activos para promover un impuesto a las grandes fortunas. Otro más. Prefieren un impuesto nuevo a un acuerdo sobre futuras inversiones, que es lo que la economía necesita. Ya sacaron, como lo anticipó Alberto Fernández, el gravamen al dinero que se blanqueó en tiempos de Macri porque la idea era inconstitucional. Pero tienen problemas dentro del propio bloque peronista. Algunos diputados massistas se resisten a ese impuesto nuevo. Máximo Kirchner le anticipó a un líder opositor que le enviaría el proyecto, aunque este no lo compartiera. Nunca le mandó nada.

La feria del Poder Judicial fue una imposición del sindicato de empleados judiciales. Su jefe, Julio Piumato, fue el primero en practicar un patrullaje; en este caso, lo llamó «sanitario» y fue para comprobar que los empleados judiciales no estuvieran trabajando cuando aún no se había declarado la feria. Los jueces no pueden tomar ahora declaraciones indagatorias, salvo en casos muy graves, y los fiscales no pueden continuar con sus investigaciones. Solo hay jueces y fiscales de turno.

Por eso, un solo juez de un tribunal oral (que integran tres jueces) pudo mandarlo a su casa a Boudou. Hubo presiones para que Boudou recuperara virtualmente la libertad. El abogado del exvicepresidente, Alejandro Rúa, ya lo había amenazado al presidente de la Corte Suprema, Carlos Rosenkrantz, con un juicio político por negarse a habilitar la feria para concederle a Boudou la prisión domiciliaria. El juez Daniel Obligado hizo finalmente feliz a Boudou. Obligado, amigo de Aníbal Fernández y cercano a Ricardo Lorenzetti, expresidente de la Corte, recibió seguramente más presiones que Rosenkrantz. Después de todo, a este solo puede destituirlo el Congreso, luego de un juicio político y con el voto de los dos tercios de cada cámara. A Obligado puede echarlo de su cargo el Consejo de la Magistratura, donde las mayorías y las minorías son siempre inestables.

Diez días antes, Obligado había rechazado la prisión domiciliaria de Boudou, argumentando que no tiene edad ni enfermedades como para considerarlo una persona de riesgo por el coronavirus. ¿Envejeció en diez días? ¿Contrajo una enfermedad que nadie conoce? Por lo demás, la jurisprudencia de la Corte Suprema indica que las condenas a prisión deben cumplirse cuando la Cámara de Casación ratificó la pena y negó el recurso ante la Corte. Es lo que pasó con Boudou. Lo que tiene ahora la Corte es un recurso de queja de Boudou, que el máximo tribunal podría rechazar. En estos casos, escribió la Corte hace ya 12 años, las condenas a prisión deben cumplirse de manera efectiva. ¿Por qué Boudou tiene tantos privilegios que otros presos no tienen? ¿Las amenazas a los jueces son al final el recurso judicial más efectivo?

En ese mundo donde el respeto a la privacidad de las personas y a la división de poderes es propio de un tiempo que ha sido, tampoco el Gobierno está por encima de la poderosa burocracia. El Presidente hace anuncios, sobre la economía más que nada, pero en el acto se abre un bache entre esas decisiones y la instrumentación de los anuncios. La economía no puede ser un tema del después, aunque la cuarentena obligatoria sea la receta más adecuada ahora. Para que la economía se reactive cuando haya pasado todo es necesario que sobrevivan las personas, fundamentalmente, pero también las empresas. Los empresarios reconocen en Alberto Fernández a un político con ideas «productivistas», pero esa vocación encalla en el entramado burocrático de la administración. Todas las empresas, grandes, pequeñas y medianas, están necesitando créditos para pagar los sueldos de los trabajadores parados. Solo trabaja un 20% del total de obreros industriales, sobre todo en fábricas de alimentos o de insumos médicos. Los bancos privados se resisten a dar créditos para pagar esos salarios porque no saben qué empresas subsistirán. La solución podría consistir en que el Banco Central se convierta en prestamista de última instancia; es decir, en garante de esos créditos. El Banco Central vacila, y no lleva la idea a la práctica.

Otro caso es el de la AFIP. El Presidente hizo anuncios y firmó decretos para aliviar la carga de empresas y monotributistas. Pero lo que no está en una resolución de la AFIP no existe para los contadores. Y tienen razón. El Gobierno corre el riesgo de un impago masivo de impuestos, una rebeldía fiscal no querida por nadie. La AFIP podría evitarla haciendo planes de pagos de acuerdo con la emergencia que viven todos, no solo el Gobierno. La AFIP calla. La enmascarada burocracia es, al final del día, más poderosa que el poderoso Presidente. No es mejor; es peor.

Crédito: La Nación

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