La sombra que se cierne sobre la democracia
Un matemático, un torpe hombre común -cualquiera de nosotros-, elude la creciente violencia de su patria y emigra a un bucólico pueblo rural. Quiere armarse allí un refugio y escribir un libro, pero un grupo de lugareños comienza a hostigarlo desde el primer día. Para congraciarse con ellos, ignora sus agresiones, les da trabajo, les paga unas copas y acepta incluso acompañarlos a una tarde de caza y camaradería. Esos fascistas de bar toman cada gesto amistoso como un signo de debilidad, y van redoblando la apuesta: matan a su mascota, violan a su mujer y, finalmente, se meten a la fuerza en su casa con armas en la mano. Es entonces cuando el matemático debe hacer lo impensado, lo que tanto abomina: se ve obligado a luchar.
La primera vez que vi esta película estremecedora fue en el viejo cine Serrano, que quedaba sobre la calle Borges, y recibí un castigo divino: con mis 15 años había logrado burlar gozosamente la prohibición de la boletería, pero al salir de la sala estaba temblando de miedo; recuerdo que tomé el 39 para regresar a casa y se me doblaban las piernas. Luego, de joven, vi ese mismo film en la Cinemateca Hebraica o en el Cosmos, junto a El acorazado Potemkin y Dersu Uzala , y lo debatí apasionadamente en los cafés de la avenida Corrientes: ya se había convertido en una obra de culto y se tejían a su alrededor distintas teorías. Hace tres noches regresé a ella en YouTube, y sentí que la convulsa y añeja historia de Peckinpah guardaba en su cofre inmortal un mensaje sobre las acechanzas de este tiempo. Aquel matemático que interpretaba Dustin Hoffman en Los perros de paja encarna hoy al ciudadano medio de las sociedades occidentales: prolijo, pacífico, racional, ensimismado y cuidadoso; seguro de encontrarse protegido en la democracia eterna, consciente de que ya no deberá luchar por su libertad ni por la bonanza conquistada; negador de sus oscuros sitiadores, pasivo ante sus avances y pullas, y con una maníaca aversión por enterarse y plantarles cara.
La analogía conecta efectivamente con esta era de zozobra global, cuando cada uno busca llevar agua para su molino y cuando recrudece una visión interesada y venenosa: la democracia liberal tiene la culpa del Covid-19 y de su consecuente hiperrecesión. Ese argumento apócrifo, y el inmovilismo de los mansos e ingenuos, habilita a modificar el mismísimo disco duro del pacto institucional. La salida se vende como «más democrática», pero en realidad lleva el germen de un peligroso autoritarismo de pospandemia. La sombra acecha a muchos países, pero tiene características inquietantes en la Argentina y también en España, donde se lee con pasión a Laclau y se habla frívolamente del «europeronismo». La ocasión hace al ladrón, y es una época propicia para robar libertades en nombre de un bien superior y común.
Un sector del cuarto gobierno kirchnerista cree que ha llegado su hora: tiene desde el origen ansias feudales y un gen estatista y aldeano, pero ahora directamente considera vetustas las reglas de la Revolución Francesa, desdeña la división de poderes y los organismos de control, pretende reformar la Constitución y descree de la libertad de prensa. Su ideario se emparenta -una vez más- con la «revolución inconclusa» de los años 70, cuyos ideólogos escribían cartas a Madrid para convencer a Perón de que el paraíso en la Tierra se alcanzaría bajo una única premisa: «Conquistar el poder e imponer una dictadura popular» (sic). El shock guevarista pasó hace rato de moda, por eso los cráneos de La Habana, que influyen sobre el eje populista y últimamente también sobre la Pasionaria del Calafate, piensan desde hace años en una estrategia de gradualismo «revolucionario», que consiste en llegar por los votos, desnaturalizar desde dentro las instituciones, copar el Estado, generar más dependencia por control, dádivas y subsidios, castigar con impuestos a los emprendedores y perseguir a los disidentes como enemigos ideológicos. Para los maximalistas se trata de un periplo por fases, puesto que las sociedades se resisten a la medicina y revelar el tratamiento completo asustaría a los pacientes. Aunque no lo proclamen en público, aunque solo lo compartan en las peñas o en ciertas cátedras de lunáticos y esnobs, los maximalistas siguen creyendo, como en el pasado, que la mejor democracia es una dictadura popular, concepto que el padre Benítez susurraba en los oídos agónicos de Evita. Una dictadura del pueblo no es una dictadura. El «pueblo», como bien les explicó la viuda de Laclau, es una construcción subjetiva e imaginaria que se hace desde las vanguardias «emancipadoras» para dividir tajantemente al gentío entre patriotas y cipayos.
Alberto Fernández ha criticado la cultura montoneril de La Cámpora, sobre todo cuando esta celebró ruidosamente el Día del Montonero. Le parece que esa «épica» no puede ser de ningún modo reivindicada, pero lo cierto es que en su gabinete ampliado y en los conspicuos salones del Instituto Patria hay muchos setentistas y cultores de aquella utópica mixtura entre Perón y Fidel: allí sigue latente la chance de cumplir el interrumpido sueño setentista. Aunque sin fusiles, ese sueño es totalitario. Y por lo tanto, para consolidar un régimen de ese sesgo más temprano que tarde, los fusiles reaparecen. Miren Venezuela y Nicaragua. De mínima, cuando se toquetea la democracia, es fácil acabar en una dictablanda. Y este es el verdadero temor, a veces indecible, que se abate sobre todos: la radicalización del kirchnerismo no es un mero capricho personal de la arquitecta egipcia, sino un dogma que se susurra lúdicamente en su petit comité. Allí hablan de acabar ya mismo con «esta democracia elitista» y de crear un Estado «comunitario». Son palabras virtuosas, pero se utilizan con la intención de disimular el objetivo principal: cancelar la democracia que fundó Alfonsín, hecha a imagen y semejanza de la experiencia europea. Con todas sus imperfecciones, ese republicanismo permitió que la civilización alcanzara la mayor concordia y prosperidad de la historia. Si en la Argentina esos objetivos no se cumplieron, no fue porque cundieran las ideas de la república y del capitalismo, sino porque se impuso una cultura populista que deformó su diseño, percudió las instituciones, corrompió los negocios, contaminó la política y se transformó en sentido común.
Ni Bachelet ni Mujica parecen acordar con aquellas ocurrencias. La socialdemócrata chilena está preocupada por los gobiernos que aprovechan la cuarentena para cercenar derechos, y siente que de esta debacle se sale con más y no con menos democracia. El líder uruguayo le advirtió al kirchnerismo que no le declarara la guerra al campo (como hizo Cristina) ni rompiera vínculos con Brasil (como amagó Alberto), pero sobre todo que no retornara a un rancio proteccionismo de los años 60. Estas voces sensatas demuestran que no todos los gatos son pardos en ese jardín, aunque a la mayoría le aburre el buen tino y prefiere «ir por todo». Para los locales, Alberto es un mero gestor de coyuntura que al finalizar su faena dejará el trono a quienes construirán por fin el Nuevo Orden. Si somos como el matemático y practicamos la ceguera o intentamos congraciarnos, traducirán esos gestos como vulnerabilidad y avanzarán más rápidamente sobre nuestra democracia. Con lucidez política y con herramientas cívicas, no nos queda otra alternativa que luchar. Mejor que lo hagamos temprano, antes de que irrumpan por la fuerza en nuestra casa.
Crédito: La Nación
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