Avanza la creación de un nuevo régimen
Y un día el volcán explotó. Tormentas eléctricas, lluvias torrenciales y ventarrones pavorosos de material calcinante arrasaron en dos fases -la primera moderada, la segunda letal- con aquella tierra vasta y fecunda. Luego de la maldición de la ceniza, llegó una nevada sobrenatural, y entonces la ganadería, y las industrias y comercios que vivían de su pujanza quedaron definitivamente al borde de la quiebra.
Un caudillo de la zona, un gran lector de almas y de patrimonios, puso a su disposición el banco provincial para auxiliarlos en esa doble emergencia. No quería dejarlos en la estacada. Un humanista. Mediante una serie de argucias, logró que esos hombres desesperados se fueran endeudando.
El caudillo se solazaba atendiéndolos todos los miércoles, uno por uno, para compadecerlos, para exigirles correspondencia y para establecer progresivamente una relación de amo y esclavo. La transformación era irreversible: el viejo y próspero terruño de los pioneros y los inmigrantes llegaba a su fin, la iniciativa privada comenzaba a apagarse, se había fracturado la independencia económica. Los hombres de negocios se sometieron al arbitrio total del Estado. Su macho alfa carecía de visión ideológica, pero tenía mucha suerte: los desastres naturales acabaron con sus «enemigos» del mundo privado y entonces sus amigos del gobierno central, a cambio de su creciente colaboracionismo y habilidad, lo compensaron con fondos especiales; con ese dinero providencial y con su frase de cabecera («no conozco a nadie que no tenga su precio») fue doblegando a los demás sectores y avanzó sobre el sistema institucional en la idea de crear por etapas un Nuevo Orden. Comenzó por casa: desmontó todos los organismos de control. Y acto seguido se abocó al Poder Judicial: destituyó al procurador general, y amedrentó con ese gesto temerario a jueces y fiscales. Metió a un leal en el máximo tribunal y convirtió ese cuerpo en un apéndice del partido. A partir de aquel momento, ninguna denuncia contra el caudillo ni contra sus funcionarios avanzaba: eran desechadas, morían en primera instancia o se archivaban con rapidez. Blindado por la Justicia, se dedicó a la reforma constitucional, que al final del proceso le dio la reelección indefinida y le permitió transformar la Legislatura en una escribanía perpetua atenta a cada uno de sus caprichos. Lo consiguió adornando con causas nobles un plebiscito que rompía la representación de las minorías y que le otorgaba un diputado a cada municipio: el caudillo se cuidaba muy bien de asistir financieramente a cada uno de esos alcaldes, de ahogar a los díscolos y de pulverizar las chances de sus opositores, con lo que la cosecha siempre le daba mayorías obscenas y rompía cualquier ilusión de paridad legislativa. También metió mano en el sistema electoral, y se naturalizó que se modificaran sus reglas en cada comicio y a conveniencia: una ley de lemas móvil fue el instrumento ideal para esa operación. Tomó la provincia con solo 7000 empleados públicos: al cabo de la historia, esa suma alcanzó los 35.000, y el 73% de la población dependía directa o indirectamente del Estado, factor que suele ser muy disuasivo de cualquier ansia de cambio: la dependencia y el miedo a la incertidumbre de la libertad nos vuelven muy conservadores. Casi cualquier negocio privado debía alinearse antes con la administración pública si no quería tener problemas, desde constructoras hasta empresas de servicios, y no existían anunciantes privados de porte; por lo tanto, tampoco existía casi ningún medio de comunicación crítico. Sin contralor, sin Justicia, sin oposición parlamentaria, sin independencia de poderes y sin libertad de expresión, el Nuevo Orden quedó por fin armado como un castillo majestuoso en medio del desierto patagónico. El gobierno de ese caudillo era un panóptico desde el que se decidían licitaciones y se vigilaba a los disidentes, frente a una parte de la comunidad que se iba anestesiando y que al final, con fatiga republicana, bajaba las alarmas morales.
Santa Cruz fue el gran laboratorio del poder que tuvieron Néstor y Cristina, y sigue siendo hoy su modelo irrenunciable. Para expandirlo a todo el territorio nacional, en momentos de vacas flacas (2001 mediante), con un resultado electoral paupérrimo y frente a una trama socioeconómica mucho más compleja, el caudillo descubrió que su sistema feudal básico precisaba literatura y predicadores que lo hicieran digerible para paladares más exigentes. Los setentistas prestaron gustosamente esa retórica, que el caudillo impostó para conquistar a cierta clase media y a la elite ilustrada. Tardó bastante -fue lento y cauteloso al principio- en inscribirse también en el eje bolivariano, puesto que Chávez le parecía un charlatán de feria. Primero arregló con Bush y recién después, cuando vio que había masa crítica, se subió al barco de la «izquierda latinoamericana», que crecía bajo el boom de las materias primas. Con marchas y contramarchas, con mucha paciencia y saliva, el caudillo avanzó hacia su objetivo, rodeado de una liturgia que era meramente instrumental. Más tarde su viuda y su hijo y su arquitecto jurídico (Carlos Zannini) intentaron continuar ese lento pero inexorable camino hacia la feudalización de la Argentina, aunque sin su prudencia macroeconómica ni su ojo de halcón ni su suerte: la soja se les cayó como un piano, llegó la crisis de Lehman Brothers y el populismo se quedó sin plata. Para sobrevivir reventaron las cajas y le tiraron la hipoteca a su sucesor, y luego le hicieron la vida imposible (con una táctica destituyente en los recintos y en las calles), y finalmente buscaron a un «moderado» para cazar moderados y distraídos, y regresar triunfantes. Cuando Alberto piensa en Néstor evoca aquel actor contenido y biempensante de la primera presidencia. Cuando Cristina piensa en su esposo, recuerda vivamente la prehistoria que experimentaron juntos en una provincia donde la democracia es una simulación y donde es imposible perder elecciones ni ser juzgado por venalidad ni caer en desgracia: su lugar en el mundo. El Presidente compra un caudillo maquillado; la vicepresidenta lo conoce a cara lavada. El verdadero proyecto kirchnerista tiene un norte, y está en el sur. Caracas, La Habana, los libros de Puiggrós, Jauretche y Hernández Arregui; el manual de Laclau y el fanático arropamiento de exmarxistas de cátedra y estaño son solo legitimadores del feudo, que en su versión progre y pretenciosa se presenta como una revolución de la «democracia popular». Cuando se parece mucho más a la dictadura perfecta: un monopartido tramposo y aldeano con las herramientas suficientes como para ser invulnerable y reelegirse eternamente. A Alberto Fernández se le encomendó el objetivo de arreglar la deuda, reactivar la economía, avanzar todo lo posible sobre el Poder Judicial y colocar los rieles para que el kirchnerismo real, el que nunca renunció «a ir por todo», llegue en su nuevo tren de la victoria. Lo seguían gobernadores, intendentes y sindicalistas del peronismo clásico, pero todos ellos han desaparecido: Fernández les dio la orden de no construir el «albertismo». Esa decisión, que puede ser provisoria y taimada, desarma sin embargo la idea de una coalición gobernante y reconoce por fin el liderazgo único de la Pasionaria del Calafate. Es por eso que los cuantiosos moderados de buena voluntad que existen fuera del kirchnerismo y que le pusieron una vela a la moderación deberían revisar su esperanza. Nadie desearía más que este articulista un sistema centrista donde las dos Argentinas pudieran alternarse y discutir civilizadamente políticas de Estado permanentes. Pero nadie desea dinamitar con más enjundia ese sueño que el kirchnerismo real. Todos los avasallamientos en medio de la cuarentena, todas las ideas estatistas y anacrónicas, todas las operaciones anticonstitucionales y todas las tentaciones de controlar a los empresarios después de quebrarlos y socorrerlos deben ser leídos bajo la clave de aquel caudillo original que usó los desastres naturales para crear un régimen, y se salió con la suya.
Crédito: La Nación
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