La diferencia es una frontera
Mi amigo José vive en Taiwan. Es profesor en una prestigiosa universidad allí, desde hace más de 20 años. Pero José es venezolano, nacido en La Victoria; aunque toda su vida, hasta que se vino a estudiar Letras a la Universidad Central de Venezuela, en Caracas, la vivió en Valera, en el Estado Trujillo. En Taiwan, su casa, en la que vive con su esposa e hija, la incidencia del pavoroso COVID-19 ha sido de las más leves. Apenas 7 muertes y alrededor de 500 contagios desde el inicio de esta infausta pandemia. Además de ello, fue uno de los países que primero alertó acerca del virus a una displicente OMS, en noviembre de 2019. Concluyo significativamente con el hecho de que Taiwan no forma parte del consejo (y no por su causa) de este órgano médico, cuyo desempeño a lo largo de esta catástrofe mundial ha sido, por decir lo menos, discutible.
José, por lo tanto, podría sentirse bastante seguro, en un país que por su comportamiento rigurosamente preventivo, no ha tenido que aplicar casi ninguna de las draconianas medidas de bio-seguridad y restricción social que hoy son moneda común alrededor del planeta, y que seguramente contemplará con pasmo e incredulidad, cómo éste se convulsiona entre la negligencia, la inconciencia y la arrogancia, mientras en su territorio todo transcurre como quizás debió pasar en todo el orbe: enfrentando una muy fuerte gripe.
Y sin embargo no es así: ese malestar, esa piedra de Sísifo en la que se ha convertido Venezuela no se limita al territorio nacional. Nuestro desgraciado país hace daño por donde quiera que intentemos esquivarlo o protegernos de él. La espantosa e injusta suerte de nuestros compatriotas balseros tratando de refugiarse en la otrora hospitalaria Trinidad y Tobago es un lacerante ejemplo.
Pero volviendo a mi amigo José, también él, en la antípoda del planeta, recibió los embates de esa caja de Pandora interminable de desdichas que hace ya más de 20 años es Venezuela. En Valera, su casa familiar, el COVID-19 hizo sus estragos, cobrándose la vida de su hermana mayor, que frisaba los 70 años.
Trato de imaginar la triste disonancia: él, allá en la lejanía de su seguridad, contando los días casi sin perder un ápice de su normalidad, y recibiendo la descalabrante noticia, de que en este olvido de Dios, su hermana ha contraído la enfermedad así como estamos todos en Venezuela inminentemente propensos a padecerla, tan cercana como un inmenso prójimo que se nos entromete y enreda invisible pero tenazmente. Y de pronto todo el paisaje de primer mundo, casi de utopía recóndita que Taiwan puede parecernos desde esta vorágine occidental y septentrional, se deshace en angustias. Demasiados kilómetros de impotencia.
Ya ni siquiera en el río de las noticias se puede tamizar la cifra de las bajas, pero pasma pensar en los números opacados por el manejo hegemónico de la información. Probablemente nunca llegaremos a saber la verdadera dimensión de esta catástrofe venezolana.
Vuelvo a imaginar a José, siento cómo su desazón va mutando al dolor y de allí a la rabia sorda. Su hermana se pierde inevitablemente en ese mar incógnito, inabarcable de los caídos sin necesidad ni ruido, inesperada e injustamente, de una forma quizás irritantemente involuntaria.
Mientras se cumple el año entero de este encierro, de esta suspensión de la vida real, o al menos de aquella a la que estábamos habituados, una de las formas de sobrellevarlo es asomarnos, a través de las pantallas globales que los medios y la web nos ponen literalmente en las manos, al resto del mundo. Y es verdad que vemos, más o menos, desaguisados semejantes, irresponsabilidades mayúsculas: los chicos haciendo fiestas diluviadas de licor en playas, plazas y pisos de alquiler: la necesidad de una fiesta interminable que se repite obstinada, casi suicida y desahauciadamente alrededor del planeta. Como en aquellas historias o películas que nos narran versiones de cómo terminará el mundo, y ante la inminencia, la gente escoge repetir la gallardía de los músicos del Titanic, que tocaron y siguieron tocando mientras el trasatlántico se hundía. Pero, con una diferencia crucial: el grupo de cámara no tenía nada mejor que hacer, con ellos terminaría su música, su vida y su efecto. Hoy son casi un arquetipo moderno. Pero los fiesteros incansables se convierten, casi automáticamente -y lo saben- en un foco reproductor del flagelo, al cual, si nos pareciésemos más a Taiwan, quizás ya habríamos controlado.
El ejemplo de la fiesta inacabable no es excepcional. Las conductas irreflexivas y obstinadas se repiten y multiplican. Quizás el signo más nimio y trascendental es el del uso de la mascarilla. La displicencia y hasta disgusto con la cual la usamos. Allí se condensa prácticamente toda nuestra conducta pandémica. Nos ponemos el artilugio que nos esconde la mitad del rostro (devastador golpe para una sociedad y cultura narcicista) a regañadientes, porque nos lo imponen desde los órganos del poder.
Y aquí nos encontramos con la evidencia que contrarresta la inicial voluntad de la gente de protegerse y salvarse, la que se hizo global durante las primeras semanas de la pandemia, y que fue paulatina y rigurosamente relajándose. No, no fue el cansancio, ni el hastío por lo largo que se presentía aquello, sino por la aplastante y vergonzosa muestra de incapacidad de esos padres políticos que nos ordenaban encerrarnos en casa, cubrirnos, ponernos guantes, dejar de viajar, de abrazar, de trabajar, de producir, de vivir. Pronto vimos que ellos no cumplían lo que tenían que haber hecho: encontrar la cura, gerenciar la crisis, devolvernos a la normalidad lo más pronto posible. Fomentaron la desigualdad: veíamos a países fieramente restringidos, mientras que otros, enormes, como EEUU o Brasil, iban a su albedrío: la cuarentena iba de opcional a inexistente, las restricciones eran casi nulas: de hecho, Bolsonaro, sigue conminando a sus conciudadanos a dejar de ser “maricas” y salir a producir y a hacer riqueza. Mientras, Trump recomendaba, en Televisión Nacional, inyectarse lejía. Y ahora Biden nos abruma con el avasallante ritmo de vacunación en su país.
Los magnates que en los primeros días de la crisis parecieron liderar la gestión de la misma, se fueron perdiendo en la misma confusión. Bill Gates pasó de ser el calculador exacto de lo que nos ocurría a ser objeto de las teorías de conspiración que lo colocaban como culpable de desear instaurar un nuevo orden mundial. Así de grande es el desastre. Y el mazazo final lo propina la mismísima OMS, de la que ya hemos hablado aquí, pero cuya peor conducta es la de mostrarse tanto o más desconcertada que el ciudadano promedio ante la pandemia. ¿Qué se puede hacer cuando el organismo internacional y multilateral creado precisamente para enfrentarse a crisis como esta, baja los brazos, da declaraciones contradictorias y actúa poco, tarde y mal?
En la dinámica de esta pandemia, las noticias se suceden vertiginosamente, y mientras escribo esto, los telediarios nos revelan un nuevo círculo del horror. Los laboratorios creadores de la vacuna en la que la humanidad pone sus marchitas esperanzas, hace estallar otra crisis por imposibilidad de cumplir los compromisos de suministrar las vacunas a los países. Unos por trabas de producción, otros por presuntos efectos colaterales, aparecidos en pleno proceso de vacunación europeo. Es como si el final estuviera cada vez más lejos.
En Venezuela todo esto encuentra una reverberación delirante: en un ilusorio pacto con el virus, el régimen ha establecido un inédito sistema de convivencia. Se trata del genial 7+7, en el cual en una semana somos propensos a la contaminación y asumimos una cuarentena radical, confinándonos en casa, con apertura restringida de comercios, control estricto del transporte, prohibición de abordar el Metro a menos que portes salvoconductos y un virtual toque de queda, hasta que el próximo lunes amanecemos invulnerables y los negocios abren, el Metro, el transporte, el suministro de gasolina vuelve a ser normal, podemos abrazarnos y seguir haciendo fiestas en casa. Incluso más recientemente se descubrió que hasta podemos en esas semanas en las que el virus se apiada de nosotros, reabrir cines, teatros y centros comerciales.
Todo es una vergonzante patraña: ni la alternancia se cumple en ninguno de los ámbitos, y diríamos que con mucho más déficit en los oficiales, ni hay control alguno en ninguna de las absurdas semanas con las cuales el régimen quiere disimular u ocultar la verdadera realidad pandémica. No hay diferencias sensibles de circulación o desplazamientos entre semanas. Lo único que puede limitar su expansión es la escasez de gasolina, también disimulada, y los cortes de energía, implacables y agobiantes en el interior del país, mientras Caracas vive una normalidad artificial. Y el transporte público debe ser hoy el mayor foco de contaminación del virus jamás imaginado, una verdadera bomba biológica, tal es el descuido y la negligencia casi criminal con la cual la gente en ellos se comporta, alentados por el inexistente control y el campante desinterés de conductores, colectores, operadores y administradores de los sistemas.
Los autobuses van a rebosar, con pasajeros colgando de las puertas como si el vehículo los vomitase por exceso de digestión, a pesar de que en los primeros días de la crisis, se les prohibía expresamente, llevar pasajeros que no fuesen sentados. Pero como somos invulnerables…
Lo del Metro sería patético si no fuera tan indignante la indolencia con la cual el deteriorado sistema hace lo posible por cumplir su horario diario. A nadie parece importarle que los andenes estén a rebosar esperando por el tren cuyos tiempos de arribo a las estaciones están regulados por el azar y por la escasez de unidades medianamente activas. En la conciencia de esta realidad tiránicamente técnica y no solucionada por el irresponsable organismo, ¿esperaría usted que al menos sus operadores y técnicos impusieran normas especiales de ingreso y permanencia en las estaciones, andenes y trenes? Su ingenuidad es de delirio… En las estaciones a veces no divisa usted a un operador o empleado en leguas a la redonda. Por ello los pasajeros, en un ímpetu suicida digno de los fanáticos de una secta religiosa, se atiborran en los trenes y usan la mascarilla en un rango que va de condicional a nulo.
La impresentable irresponsabilidad con la cual el régimen de Nicolás Maduro maneja la pandemia llegó a su pico en los últimos meses, cuando, según el insostenible pacto que mantiene con la enfermedad, decretó el mes de las Navidades de relajo absoluto y con horario ilimitado, y luego lo replicó durante la semana entera en la que cayó el Carnaval. La alianza entre El Niño Jesús y el rey Momo seguro nos traería la vacuna y premiaría nuestra desconsideración para con el prójimo, impidiendo que la contaminación aumentase.
La Navidad y las farsas terminan: enero nos amaneció con la noticia del régimen de que, después de habernos vendido el haber servido como laboratorio de prueba para las vacunas rusa y cubana, no tiene fondos para adquirirlas, y por supuesto, el culpable de ello es la apátrida oposición en el interinato, quien bloqueó el flujo de capital para pagarlas. Maduro riza el rizo de la indecencia y el caradurismo. A esta hora, aparentemente preocupado por el repunte -del cual culpa a la cepa brasileña y al Presidente colombiano Iván Duque, ha reculado, confinándonos de nuevo a los extremos del año pasado, ha suprimido la Semana Santa, y luego de fingir una negociación con los adversarios, ha prohibido la importación de la vacuna del laboratorio de Oxford. Eso sí, antes diligenció eficazmente su vacunación personal, la de su mujer, su entorno, su espuria Asamblea Nacional y la plana mayor del ejército. Absolutamente predecible.
José, en Taiwan, a pesar de la lejanía, no es ignorante de ninguno de estos asqueantes avatares. Le faltó quizás, por no practicarlo a diario, como hacemos cada amanecer los venezolanos, cruzar los dedos, encomendarnos a nuestros dioses o rogar a la suerte que nos permita retornar a casa sanos y salvos.
Porque en este país, nadie está cuidándonos ni ocupándose de gerenciar la crisis. Con una población protegida y una normalidad controlada como en la mayoría de los países, en el choque cotidiano del despiadado costo de la vida, en la crisis de transporte, en la indetenible depauperización de los niveles de vida, en la revelación de la verdadera dimensión de la crisis hospitalaria, en el pantano en el que se ha convertido nuestro sistema de educación venezolana, en la distorsionada dolarización de la economía y la vida, ¿qué otra cosa cabría esperar más que protestas masivas, huelgas, reclamos y movimientos sociales? El virus no las ha detenido en USA, ni Brasil, ni Bolivia, España o Myanmar.
Se entiende ahora porque el régimen gestiona la crisis con mano tan deliberadamente torpe.
El coronavirus ha venido no solamente a minarnos, restringirnos y matarnos. También nos ha hecho sideralmente más desiguales. Mi amigo José en Taiwan, resignándose a llorar a su hermana en silencio, víctima de la indolencia, pero a buen resguardo, en medio de la saludable normalidad producto de la eficacia de un sistema político-social, es un diáfano ejemplo.
La diferencia en la pandemia planetaria no la hacen las vacunas ni las mascarillas.
La diferencia entre la vida y la muerte es una frontera.
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