El sol ya no sale para todos
Nos pusieron la verdad de frente. Nos regalaron una obra estupenda sobre El Benemérito. Nos pareció un cuento ajeno; a lo sumo, una parte de nuestra historia en sepia, lejana, muy lejana. Oímos a un parco Gómez diciendo ‘ah, rigor’, y el mascullar de un lacónico Indio Tarazona, y comentamos que las piezas de mobiliario hacían perfecto juego con la puesta en escena. No comprendimos nada.
Llegó La Dueña. Creímos que la cosa no era con nosotros, que era la historia de una mujer que se metió en líos. No captamos que era nuestra propia tragedia en formato de telecine. Nos pareció más elegante decir que era El Conde de Montecristo, versión criolla del ‘woman’s lib’. No entendimos nada.
Y vino Estefanía. De Cabrujas. La creímos apenas una novela romántica de época, que se parecía a eso que nos contaban sobre los años de El Tarugo. Dijimos que Gustavo Rodríguez realmente se parecía al perverso Pedro Estrada. Caímos en la banalidad de criticar alguna que otra tocadera, alguna escenita media subida de tono, algún escote demasiado provocativo. No faltó quien reclamara lo innecesario de las escenas de tortura. La crudeza no era bien vista por esas épocas. No aprendimos nada.
En 1992, en la pantalla apareció la que fuera la más incómoda de las telenovelas, la que pintaba eso que no queríamos ver, o quizás que no querían que viéramos. Tarareamos la canción, y hasta la bailamos con impudicia en alguna discoteca de luces tenues. Más de un novio calentó la oreja valiéndose de la voz de Yordano. El país se nos hacía trizas. Hacíamos metástasis. Pero en el país de las maravillas no estaba permitido alertar. Eso era considerado lenguaje de depresivos. Por estas calles pasó por nosotros, pero nosotros no pasamos por ella. La vimos, y no la digerimos. No prestamos atención a la estridente alarma. Don Lengua nos dijo que nos cuidáramos de las esquinas. Y nos descuidamos. Las etiquetas atadas en los pies no fueron sino utensilios de serie de suspenso. Y la corrupción de don Chepe nos pareció hasta divertida. A Por estas calles la convertimos, a conveniencia, en una serie cómica. Esas calles de Eudomar las vimos como anchas y ajenas, calles de utilería, y no caímos en cuenta que cada vez que reíamos de lo que en esas calles ocurría, éramos nosotros mismos el sujeto y el objeto de esa risa. No entendimos, no comprendimos, no aprendimos nada.
Esas calles nos trajeron a estas calles. En las calles, la compasión sigue sin aparecer, y la piedad sigue de viaje. Y pronto, a la vuelta de la esquina, estaba el silencio. El «corte y fuera». Y la sustitución de la voz venezolana por la voz de la tiranía. Acallaron a RCTV. Y algunos se alegraron. «Bien hecho, plátano hecho». Menguaron a todos los demás. Y al hacerlo el gobierno arrancó lenguas. Y un día nos levantamos y nos dimos cuenta de la verdad: que las lenguas que arrancaron no fueron las de unos escritores o libretistas o actores. O de algunos periodistas. Fueron la suya y la mía, la nuestra. Y nos quedamos mudos, ensayando el silencio de ese lugar donde se entierran los sueños de la democracia. Y no nos quedó de otra que sentarnos en la puerta a ver cómo por estas calles se nos fue la libertad.
Ahora la televisión venezolana prácticamente no existe. Es un vago recuerdo. Si algún joven quiere ver televisión, se gasta unos megas y se conecta con el mundo de afuera, porque el de adentro, incluso ese mundo que los canales criollos ponen muy maquillado en pantalla, ese mundo es la imagen de la derrota. Los números de rating dan cuenta que la televisión venezolana ha fallecido, y no cristianamente. Y viene al calce aquel verso de una canción de Yordano: «… no queda nada…». Y sí, algunos leen esto y mal remedan aquello de «no voy a mover un dedo». Y ya se nos olvidó que alguna vez Venezuela fue el país donde «el sol sale para todos». Ahora ya no. Ahora solo sale para algunos, que entendieron que era cuestión de arrimarse, de arrimarse muy cerca y muy bien.
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