La democracia, ¿para qué sirve?
Queremos creer que la democracia es el menos malo de los sistemas de gobierno pero la lección del siglo XXI es que no siempre es el mejor. Las dudas se agravan ante la creciente percepción de que el modelo occidental pierde credibilidad y tiende hacia el ridículo.
Hace diez años nos emocionamos con el espectáculo de las manifestaciones a favor de la democracia en Egipto. La presencia de decenas de miles de personas clamando en la plaza Tahrir de El Cairo por la caída del dictador nos llevó a soñar que querían ser más como nosotros y que la primavera árabe daría paso a un eterno verano de libertad. La ilusión evangelizadora duró no mucho más que la vida de una mosca tsé-tsé. Se fue el dictador y vino otro. Los decenas de miles no representaban los anhelos de los cien millones de egipcios, la mayoría de los cuales no estaban dispuestos a dar sus vidas por un modelo político importado.
Tenemos muchos ejemplos más, como Libia o Irak, donde la gente vivía mejor antes de que Estados Unidos y Europa impulsaran la caída de los tiranos. Cuando cayó la Unión Soviética celebramos la inminente incorporación de Rusia a la modernidad que nosotros creemos representar. Seguimos esperando. China: lamentamos los límites a la libertad individual pero nada va a cambiar. Mejor, quizá.
Pienso en un país que conozco bien, Ruanda, asediado permanentemente por los misioneros de Amnistía Internacional, Human Rights Watch y otros paternalistas progres. Piden a gritos que caiga la dictadura pero lo que no se preguntan, como no se lo preguntan los que exigen más democracia en China, es qué pasará el día siguiente. Lo más probable: hambre y caos, más el riesgo de otro genocidio como el de 1994, en el que murieron un millón.
Yo no quisiera vivir en Ruanda, China, Rusia o Egipto, ni hubiera querido vivir en Irak y Libia en tiempos de Hussein y Ghadafi. Valoro la libertad de expresión casi tanto como el aire que respiro. Pero soy el producto de circunstancias diferentes a los habitantes de aquellos países. Doy por hecho la comida y la paz. Mis prioridades son otras.
El error es no entender que un enorme sector de la humanidad da más importancia a la seguridad vital que a la autonomía personal. Y en creer que nuestros principios de gobierno se pueden aplicar en cualquier lugar en cualquier época. La libertad, como dice el filósofo John Gray, no es un ideal exportable sino una práctica que crece en determinadas circunstancias históricas. Como plantas que prosperan en una geografía pero no en otra.
Para que florezca la democracia hay que abonar el terreno. En países como Rusia o Ruanda donde existe cero tradición democrática no se puede esperar que se implante de un día al otro un sistema que han ido evolucionando poco a poco en Europa occidental y en algunas de sus antiguas colonias desde el siglo XVIII, o antes. Se requiere un largo proceso de maduración.
Lo grave es que habíamos supuesto que países como Estados Unidos y Reino Unido habían llegado a su punto máximo de madurez y que, como tal, representaban ejemplos a los que el resto del mundo debería aspirar. Resulta que la democracia sigue verde. Estamos hoy ante la seria posibilidad de que en tres años una mayoría de estadounidenses vuelva a colocar en la Casa Blanca a un expresidente que siente el mismo desdén por las elecciones libres que su amigo Vladimir Putin. Estados Unidos, vemos, no es un país maduro. Es un país irresponsable e infantil.
Quizá esperaríamos más de los británicos, cuya democracia parlamentaria es más vieja y curtida. Pero tampoco. Vemos que se han dejado engañar durante cinco años por un payaso de melena rubia que miente casi tanto como Donald Trump y que, por más erudito que sea en comparación, comparte con el dios naranja un deseo de poder alimentado solo y exclusivamente por la vanidad personal. Los británicos votaron por Boris Johnson, como los estadounidenses que votaron por Trump, porque les hacía reír.
Las consecuencias han sido tremendas y su impacto se hará sentir durante años no solo entre los 67 millones de habitantes Reino Unido sino entre los 447 millones de la Unión Europea. La presencia de Johnson en el equipo nacionalista inglés fue el factor determinante en el referéndum sobre el Brexit de 2016. Hasta el último momento no tenía claro qué bando iba a apoyar. No lo tenía claro porque le daba igual. El único cálculo fue cual de las dos opciones mejoraría sus posibilidades de llegar a ser primer ministro.
Tal ha sido el peso de Johnson en la política británica, tal la intimidad de su conexión con aquella mayoría de los votantes que le llaman “Boris”, que si hubiera elegido no traicionar a su propio gobierno conservador, si hubiera apoyado la campaña contra el Brexit, hoy Reino Unido seguiría siendo parte de la Unión Europea.
Demasiado tarde, los ingleses han despertado. Han descubierto que el Papa Noel Boris no existe. Johnson está contra las cuerdas y podría caer en las próximas semanas o meses. La noticia reciente de que hace un año celebraba fiestas en Downing Street mientras exigía que el resto de la sociedad se quedara en casa, que no visitara ni a sus abuelas, ha delatado al populista por lo que es.
Resulta que el payaso no se estaba riendo con su público, se estaba riendo de él. A la gente no le gusta, como dirían en la tampoco tan convincente democracia mexicana, que se les vea la cara de pendejos. Johnson cae en picada en las encuestas y su propio partido se vuelca contra él. Algo es algo. Más madurez, seguro, que en Estados Unidos, donde la invasión al Capitolio que Trump instigó no altera la fe que los devotos tienen en él. Pero la fe más extendida, aquella de que la democracia es lo mejor a lo que podemos aspirar, cuelga de un hilo. Imitadores habrá menos. Dictaduras habrá mas. Por ahora éste es el panorama. Feliz Navidad.
Fuente: Clarin
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