El imperialismo de Johnny Depp
Putin tiene razón. El imperialismo yanqui nos acorrala. Solo que ya es demasiado tarde. Ya ganó. Ya nos devoró. La única respuesta posible es la aniquilación planetaria y empezar otra vez de cero.
No hablo de imperialismo yanqui como lo concibe la extrema derecha moderna que abandera Putin o la izquierda de siempre que abanderan los nostálgicos del Che Guevara. Desde que Estados Unidos se comió medio México en el siglo XIX, la conquista y la colonización no ha sido lo suyo. Para eso los buenos fueron los españoles, los aztecas, los británicos, los romanos, los mongoles de Gengis Kan.
Estados Unidos no es gran cosa en cuanto a eficacia militar, no desde la Segunda Guerra Mundial. Quizá no sean tan ineptos como los rusos en Ucrania hoy, pero vean sus aventuras en Vietnam, Irak, Afganistán: fracasos todos. Donde sí han demostrado ser imbatible es en el terreno de lo que llamamos “el poder blando”. No imperialismo armado, sino imperialismo cultural. No ataque frontal, subversión clandestina. No conquistar tierras, conquistar corazones.
Tres ejemplos muy frescos: el juicio por difamación de Johnny Depp contra su ex esposa Amber Heard; la compra de Twitter por Elon Musk; la cachetada de Will Smith a Chris Rock durante la ceremonia de los Oscar. Las noticias que estos de por sí banales acontecimientos generaron han competido por espacio en los medios internacionales y en las redes sociales con las amenazas nucleares de Putin o el asedio de Mariúpol, y posiblemente han dado lugar a más conversaciones.
Amber Heard en el juicio que le sigue a su ex esposo Johnny Depp. Foto AFP
En los tres casos los protagonistas han sido estadounidenses. Es posible que en América Latina o en Europa se hayan visto en las últimas semanas juicios similares a los de Depp y Heard, o compras de empresas por millonarios célebres, o palizas públicas entre artistas de cine. Pero serían de interés solo para los públicos de los países en cuestión. En cambio, suben al escenario un par de famosos de Estados Unidos y todo el mundo se para a mirar y a opinar.
¿Porqué? Porque el poder imperial de Estados Unidos deriva no del Pentágono sino de Hollywood, de las demás ramas del espectáculo y de su dominio del mundo digital. La chillona idiotez de tantos de sus políticos y la incompetencia de sus militares esconden la abrumadora realidad de que nos tienen mentalmente esclavizados.
El siglo XX fue “el siglo americano” y el siglo XXI lo es más. Entre 1950 y 2000 el fenómeno cultural de mayor penetración planetaria fue el cine, el que íbamos a ver en las grandes pantallas. John Wayne, Marilyn Monroe y Paul Newman eran estadounidenses con los que el resto mundo se asociaba como si fueran suyos.
Llegó el siglo actual y la ola se convirtió en un tsunami. Cambia el panorama, se pasa de las pantallas grandes a las pantallas pequeñas, del cine al televisor o al móvil, y los estadounidenses ven la oportunidad, mucho antes que los demás, de convertirlo en dinero. A la oferta de Hollywood se suma la de Netflix, marca más conocida ya que Warner Bros o Universal. El secreto del imperialismo cultural de Estados Unidos es su habilidad para crear arte accesible para las grandes masas en todos los continentes.
Últimamente el principio se ha extendido al terreno de la ciencia. Mentes brillantes generan la revolución tecnológica, fenómeno que en poco tiempo lleva el nombre en todo el mundo de Apple o Microsoft. Lo mismo con internet. Un Einstein se lo inventa y un par de décadas después tres cuartas partes de la humanidad se han vuelto adictas a Facebook, Twitter o Instagram.
Eso es poder, eso es imperio, si entendemos poder e imperio como formas de acumular riqueza y de influir en los hábitos mentales de los seres humanos. Se trata de una fuerza irresistible. Nadie puede con ellos, ni los que más detestan al imperialismo yanqui. Los yihadistas de Estado Islámico son tan esclavos de Twitter, o de iPhone, o de Netflix, o de Microsoft Word como la señora que vota religiosamente por el partido republicano en Oklahoma.
Insistir en entender el imperialismo en términos de conquista territorial es tan, tan anticuado. Rusia va a celebrar este domingo el día de “la Gran Victoria” contra los nazis en 1945. Putin buscará la forma de vender la toma de las ruinas de Mariupol como otro triunfo para sumar a los gloriosos anales de la historia anti fascista de su país. Será un gesto de impotencia. No solo porque fue derrotado en su misión de conquistar Kyiv sino, mucho más desesperante, porque la gran guerra ya la perdió. No hay nadie que sienta un odio más visceral contra Estados Unidos que Putin. No hay nadie que patalee más, que más daño cause en el intento de negar la verdad de que el enemigo ha extendido su imperio más que nunca en las tres décadas desde el ocaso de la Unión Soviética.
El chiste es que en Washington apenas se dan cuenta del poder real que tienen, del imperio que Estados Unidos conquistó sin querer, mientras que Vladímir el Trasnochado solo piensa en términos imperiales de hierro, tierra y sangre, en el sueño de reconstruir la Gran Rusia de su antiguo héroe, Pedro el Grande, muerto 260 años antes de la invención de la world wide web. La terrible lección para Putin, la que le enloquece porque no está a su alcance, es que el imperio yanqui se ha impuesto no por la fuerza bruta, sino por el consentimiento general.
Por más muertes, mutilaciones o destrucción de hogares que cause, Putin no podrá competir ni de cerca con Estados Unidos en cuanto a dinero o influencia global. Por eso será que él y sus títeres en la televisión rusa no dejan de acariciar la noción de sacrificarlo todo en una guerra nuclear, del suicidio como única manera de derrotar al gran rival. Mientras tanto, Estados Unidos le gana por goleada en una guerra sin muertos, con batallas imaginarias como las del capitán Jack Sparrow en ‘Piratas del Caribe’. A Putin le gana Johnny Depp.
Fuente: Clarin
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