La historia de una presa política
Luisa nació en Caracas en el año 1799, mismo año que descubrieron la conspiración de Gual y España en La Guaira. Su padre, José Domingo Cáceres, era profesor de gramática y latín. Su mamá, Carmen Díaz, como era tradición de la época, orientó sus saberes a ejercer labores de una digna esposa, madre y ama de casa. A pesar de no recibir instrucción escolarizada, su papá se tomó la tarea de enseñarle a leer y escribir, así como un código de principios y normas morales, todo en blanco o negro. Sin líneas grises.
Apenas era una niña cuando el Capitán General de Venezuela, Juan Vicente Emparan, renunció a su mando frente al Cabildo de Caracas el 19 de abril de 1810, así como la posterior firma del acta de la independencia y estallido de la guerra de independencia.
En 1814, cuando tenía quince años, su belleza cautivó a un militar recién enviudado. Se trataba del coronel Juan Bautista Arismendi, dos décadas y media mayor que ella, un tipo pisando los cuarenta. Recibió condecoración de la Orden de los Libertadores de Venezuela, y, cumpliendo con el Decreto de Guerra a Muerte, firmado por Simón Bolívar, tan sólo meses antes, ordenó fusilar más de ochocientos prisioneros españoles en Caracas y pasar a cuchillo otros quinientos heridos y enfermos en el Hospital de La Guaira.
Imagine tener esa edad y saber que usted está casada con un subversivo y carnicero, a quien probablemente ya la corona ha puesto precio sobre su cabeza. ¿Conocía Luisa las magnitudes del enredo en el que acababa de meterse al dar el sí quiero el día de su boda?
Si todavía no lo asimilaba, podemos decir con certeza que tocó aprender por las malas al escoger el peor de los años para contraer nupcias con un militar que apoyaba las mesnadas del rebelde Simón Bolívar, a quien Caracas bautizó con el título de Libertador y se vio forzado a evacuar la ciudad, emprendiendo la penosa retirada conocida como la “Emigración a Oriente”, huyendo de José Tomás Boves y su horda de salvajes que llamaba “La legión infernal”.
La persecución fue feroz. Acompañando a Bolívar, Arismendi fue uno de los pocos privilegiados en conformar la vanguardia, cabalgando junto a su esposa y suegra. Luisa y doña Carmen gozaron de magnífica custodia, pero don José Domingo y los cuatro varones de la familia, quienes iban más atrás en la columna, fueron aniquilados por los bárbaros del diablo asturiano en Ocumare.
Con mucha suerte y paso apurado, alcanzaron Barcelona, luego Cumaná, donde lograron escapar embarcados hasta Margarita. El Libertador y Santiago Mariño zarparon desde aquella isla en dirección a Cartagena de Indias, ascendiendo a Juan Bautista Arismendi al rango de general y nombrándolo gobernador provisional de Margarita.
Desde ahí en adelante las cosas fueron de mal en peor, tejiendo una cadena de desgracias. Las cartas arribadas a Porlamar desde otros puertos caribeños eran puras malas noticias. Bolívar y Mariño se vieron forzados a escapar a las Antillas. El movimiento patriota en la Nueva Granada fue controlado en cuestión de un par de meses, todo gracias a la intervención del Ejercito Expedicionario, comandado por el general Pablo Morillo, veterano curtido en las guerras napoleónicas, sobreviviente de la batalla de Trafalgar, más que acostumbrado a las escabechinas.
El siete de abril de 1815, una flota de magnitud jamás vista en Margarita amaneció anclada frente a la línea de la costa extendida desde Porlamar hasta Pampatar. Era la armada de Morillo, quien acababa de desembarcar el grueso de su ejército en Carúpano y aún contaba con suficientes tropas para lograr la inmediata rendición de las guarniciones en la isla.
Ante la imponente superioridad numérica, Arismendi entregó la plaza sin oponer resistencia. Negoció amnistía, que,según un testigo de los hechos, capitán español llamado Rafael Sevilla, el gobernador de Margarita consiguió al echarse a los pies de general en jefe, besar las botas de Morillo, suplicarle por su perdón y ofrecer inquebrantable lealtad en el futuro.
Juan Bautista y Luisa fueron confinados a una casa en las afueras de La Asunción. Quedaron en especie de arresto domiciliario, sometidos al espionaje de las autoridades españolas, mientras el ejército expedicionario emprendía campaña para reconquistar la Capitanía General de Venezuela.
Gracias a simpatizantes de la causa patriota, se abrió una ventana para escapar de aquella casa. Luisa estaba embarazada. En su condición no podía seguir al marido en la fuga, pero lo apoyó en la decisión, insistiendo en eso de retomar la isla y unir fuerzas con El Libertador. Todo muy romántico, a decir verdad.
Él, otorgado su consentimiento, escapó, dejándola a merced de sus captores, arrepentida de la decisión apenas los realistas se percataron de lo sucedido. Fue tomada como rehén y trasladada al Castillo de Santa Rosa, fortaleza donde la encerraron en una celda. Entonces, el guion de aquella tragedia consistió en aterrorizarla con la clásica amenaza que implicaba morir de mengua, a menos que soltase prenda capaz de servir como pista para localizar el paradero del marido.
A los pocos días, Juan Bautista levantó contingente y en un asalto hizo prisioneros a un grupo de jefes españoles, entre ellos Cobián, el comandante del castillo. Las autoridades realistas propusieron entregarla en canje por los oficiales realistas bajo su custodia.
-Digan al jefe español que sin patria no quiero esposa- respondió Arismendi.
Imaginen la cara que puso la pobre Luisita cuando le mostraron el papelito.
Tenía un mes encerrada cuando escuchó gran alarma en la fortaleza. Guardias corriendo por todos lados, crepitar de tiros, lamentos de heridos y moribundos, luego silencio sepulcral hasta la mañana siguiente, cuando los guardias de la prisión la sacaron de su celda para conducirla por la explanada del cuartel, paseándola entre los cadáveres de los patriotas enviados por su marido para recuperarla.
-Todo esto es culpa suya mi señora.
Por supuesto, a partir de aquel instante empeoraron, si es que había manera posible, las condiciones de su cautiverio. En las mazmorras, o celdas subterráneas, sin ventana o luz, con ración diaria de pan y agua, fue sometida a torturas y vejámenes hasta el punto que parió prematuramente y su bebé nació sin pulso.
De ahí fue trasladada al Castillo de San Carlos de Borromeo en Pampatar, donde permaneció unas semanas, antes de ser embarcada al puerto de La Guaira, encadenada en prisión, posteriormente remitida al convento de La Inmaculada Concepción en Caracas, sin saber lo que sucedía en el universo fuera de sus cuatro paredes.
En marzo de 1816, cuando los triunfos de Arismendi en Margarita y José Antonio Páez en los llanos resucitaron el movimiento independentista que los españoles pensaban crucificado, muerto y sepultado, Morillo la despachó a la prisionera de guerra con destino a Cádiz.
Como si aquel drama no fuese suplicio suficiente, “El Pópolo”, navío que la condujo al destierro, fue atacado por corsarios durante el trayecto. Se apoderaron de la barca, el cargamento y dejaron a sus tripulantes varados en la isla de Santa María de las Azores, una piedra en mitad del Atlántico.
Según dicen, arribó a Cádiz en enero de 1817 y al ser presentada ante el capitán general de Andalucía, éste, indignado por su estado maltrecho, se quejó por el maltrato que daban las autoridades de Indias a las damas, poniéndola bajo cuidados del médico José María Morón y su esposa Concepción Pepet, quienes pagaron su fianza y prometieron presentarla una vez al mes ante un juez.
Durante su permanencia en costas gaditanas se negó a firmar pliego manifestando su lealtad al Rey de España, o delatar a Juan Bautista como traidor a la corona, contestando todo interrogatorio de modo tajante y con una sola frase.
-Soy esposa del general Arismendi. Será este mi delito.
Tenía casi tres años sin recibir noticia del marido. La última vez que lo vio fue cuando se despidieron en La Asunción, justo antes de realizar su gran escape. No sabía si estaba vivo o muerto, pero la esperanza iluminó un faro capaz de guiar su travesía de regreso a casa.
En marzo de 1818, gracias a la colaboración del teniente Francisco Carabaño, así como un inglés de apellido Tottem, en conjunto con José María Morón y Concepción Pepet, prometiendo que su marido pagaría todo gasto al arribar en puerto margariteño, después de despedirse cariñosamente del médico y su esposa, halló modo de abordar una fragata ondeando bandera norteamericana como polizonte.
Pasó por Filadelfia, antes de partir en dirección a Margarita, desembarcando en la isla a finales de julio de 1818. Al pisar las arenas doradas de sus playas, Juan Bautista la recibió con brazos abiertos y los habitantes de la isla le dieron cálida bienvenida, obsequiándole vivas en ovación merecida gracias a la gallardía
–Esta mujer tiene guáramo.
En septiembre de 1819, el Consejo de Indias dictó resolución concediéndole absoluta libertad, así como la facultad de fijar su residencia donde quisiese. Y, como era natural, escogió estar junto a su marido.
Durante los últimos años de la guerra de independencia, su esposo formó parte de la campaña que terminó con la batalla de Carabobo. Una vez constituida la República de Colombia con la Constitución de Cúcuta en 1821, siguió ocupando cargo militar, hasta que, en 1828, en condición de retiro, fue designado por el general en jefe de Venezuela, José Antonio Páez, como segundo comandante del ejército.
Arismendi apoyó el movimiento que terminó en la separación de Colombia, y, durante la presidencia del doctor José María Vargas ostentó el cargo de gobernador de Caracas, ciudad donde vivió junto a Luisa desde que finalizó la guerra hasta el último de sus días, superando sus horribles traumas del pasado para criar un total de once retoños.
Él pasó al plano de los difuntos en junio de 1841, a la edad de 65 años, aún siendo gobernador. Ella sobrevivió al marido un cuarto de siglo más, suficiente para ser testigo del principio y final de la Guerra Federal.
Luisa Cáceres de Arismendi falleció en 1866 de causas naturales en la nación que la vio nacer y convertirse en una de las mujeres más relevantes de su época. Desde el momento que regresó a Margarita se ganó admiración por parte de sus compatriotas como uno de los ídolos principales de la independencia, así como su resiliencia para borrar traumas pasados y servir en casa como esposa ejemplar, dedicada a su familia.
Sinónimo de lealtad, entrega y compromiso, su nombre ocupa el pináculo como heroína por excelencia en la historia de Venezuela, meritó que la llevó una década después de su muerte, en agosto 1876, cuando apenas iniciaba el primer gobierno del general Antonio Guzmán Blanco, a gozar del privilegio de convertirse en la primera mujer cuyos restos pasaron al Panteón Nacional, antes que fueran conducidos los sarcófagos con las osamentas del propio Simón Bolívar, u otros próceres como su propio marido, Juan Bautista Arismendi.
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