El pirata Grammont

La Tortuga, isla que hoy forma parte de Haití, hace siglos, fue el principal nido de los más feroces piratas que navegaron las aguas del Caribe. Una especie de paraíso donde los filibusteros gozaban de una suerte de régimen anárquico, libres de toda imposición real, o imperial, para asaltar barcos y bastiones españoles, robarlos y traficar a su gusto cualquier bien expropiado, ya que podían comerciar libremente sin pagar impuestos a ninguna corona y a nadie le importaba la procedencia de la mercancía.  

En ese puerto recalaban naos de corsarios que al principio negociaban tabaco, cuero, aguardiente y esclavos, aunque con el paso de los años se transformó en guarida de una pandilla de criminales y el desorden se apoderó de la villa. Nada más con el propósito de hacernos una idea del desgobierno preponderante, para el año 1670, unos tres mil bucaneros convivían en la isla y dicen que hubo un total de 365 gobernadores, pues cada día los más audaces tomaban el poder, tan sólo para ser derrocados en menos de 24 horas por otros más intrépidos. Los duelos estaban prohibidos, pero se repetían con tediosa monotonía, contribuyendo al caos incontrolable. Todos los días amanecían cadáveres apuñalados en los callejones, o colgados entre los tres palos en el patíbulo frente al poblado y la bahía. 

Cualquiera firmaba patente de corso y quien recibía el codiciado pliego luego podía venderlo. Con alterar nombre y fecha del documento zarpaban contentos para hacer de las suyas, siempre amigos de lo ajeno. El francés Michel Grammont de La Mothe, cruel y atroz enemigo del rey español Carlos II de Borbón, supo aprovechar esa oportunidad para embarcarse en sus aventuras. 

Noble duque, nacido en París, era asiduo visitante del Palacio de Versalles, parte de la corte de Luís XIV, juez ocasional en las partidas de billar de Su Majestad, además de militar respetado después de ultimar en un duelo con pistolas a un pretendiente de su hermana, mucho mayor que él, atinando la bala donde puso el ojo, justo entre las cejas, para reventarle el cráneo, regando sesos como rosas rojas en el pasto. El nombre del enamorado fue el primero tachado de una larga lista de enemigos, ya que su experiencia como soldado y marino en las guerras franco españolas le ganaron reputación de homicida aficionado. De esos que se deleitaba con la carnicería. 

En los salones de Versalles escuchó con admiración los relatos de las riquezas amasadas por los forajidos en La Tortuga, así como el asombroso éxito del inglés Henry Morgan al saquear Panamá, despertando su interés en cruzar el Atlántico para radicarse en aquella isla, buscando manera de hostigar puertos y navíos españoles.

Buen cliente de tabernas y burdeles, gracias a su desenfrenado amor por el vino y las mujeres, no tuvo problemas para entablar amistades al brindar frascos de ron y el servicio de meretrices a todo hombre a quien expuso sus planes. Objetivos como Habana, Veracruz, Campeche, Panamá y Cartagena de Indias eran plazas ricas, pero enérgicamente resguardadas. Estaban bien defendidas por fuertes con batería y munición suficiente para hundir a toda una armada. Navegar por aguas cercanas a esos puntos, ondeando la bandera negra del Jolly Roger, era una misión suicida. Lo más seguro parecía vagar por el Caribe, interceptando navíos. 

La suerte le sonrió al francés en una de sus primeras redadas, cuando, merodeando las cercanías de Martinica, capturó una flota holandesa llamada Les bourses d’Amsterdam que se dirigía hasta CurazaoSu tripulación se apoderó de un total de 400.000 libras, cifra que fue repartida en partes iguales entre todos, cumpliendo con el código de conducta pirata. Su cuota parte dio para vivir en La Tortuga, despilfarrando fortuna en orgías e intentos por saciar su sed eterna por las hembras y los espirituosos. 

Sus excesos cotidianos y dolores de gota no evitaron que se convirtiera en todo un emprendedor luego de acertar su primer botín. Rondar por esas aguas no garantizaba una captura, cansándose de regresar muchas ocasiones al puerto de La Tortuga con manos vacías, al igual que las bodegas de sus barcos. Por eso, inspirado en acciones perpetradas una década antes por los capitanes Jean David Nau, “El Olonés”, y Henry Morgan, enrumbó las proas de sus navíos hasta las costas venezolanas, buscando saquear, a orillas del gran lago, las poblaciones de Maracaibo y Gibraltar, puertos abastecidos de cacao, cuero, tabaco y esclavos.            

El diez de junio de 1678, comandando una flota de doce barcos y un ejército de setecientos efectivos, apareció Grammont frente a la fortaleza de San Carlos de La Barra. Impávido, desde cubierta de la nao capitana, dirigió un bombardeo que duró un día entero. Perdió un par de barcos, pero logró reventar el muro de la torre donde almacenaban la pólvora y municiones, generando un cese al fuego por parte de la artillería enemiga. Al comandante Diego Pérez de Guzmán no le quedó otra opción que rendir su tropa, logrando que perdonaran sus vidas, a cambio de entregar la plaza y que los encerraran en las mazmorras.

Con en fuerte bajo custodia y los españoles prisioneros, dejó sesenta piratas en el sitio para bordear con su flota la costa occidental del lago hasta desembarcar en Maracaibo. Las detonaciones que retumbaron durante el empecinado ataque sobre San Carlos de La Barra, anunciando el peligro inminente, dieron tiempo suficiente a los habitantes para evacuar la ciudad, salvando el pellejo y sus bienes más preciados. 

Al igual que hicieron el Olonés y Morgan, Grammont se acantonó en la iglesia. Tomándose su tiempo, saqueó todo templo y residencia con minuciosidad, abriendo habitaciones para jurungar muebles, gavetas, voltear colchones, romper pisos y paredes, buscando cualquier artículo de valor. En cuestión de un par de meses sus barcos estaban llenos de maíz, cacao, y medio centenar de esclavos, pero no lo consideró suficiente. Podía cargar con mucho más, razón por la cual robó naves españolas, quemando las que no le servían, evitando que alguien las utilizara en su contra.

A principios de agosto invadió el puerto de San Antonio de Gibraltar, hallándolo también despoblado, aunque con bastante mercancía dejada atrás en la huida. Fieles a las costumbres de los “Hermanos de la Costa”, juramento tomado con la solemnidad de agarrar con una mano la botella de ron y colocar la otra sobre la biblia, celebraron asamblea para decidir un próximo punto en el mapa a saquear con una incursión tierra adentro.

Dando voz y voto a cada uno en su elección, escogieron asaltar Trujillo. Al mando de 420 de sus mejores guerreros, aprovisionados de racimos de cambur y carne de mula, tomó la ruta de un camino aborigen. Pasó por Betijoque y robó lo que pudo. Entre Sabana Larga e Isnotú, en el sitio de Ponemesa se topó con resistencia liderada por el encomendero Juan Pérez de Espinoza, quien, poco a poco, fue retrocediendo sus líneas hasta que, el 24 de aquel mes de agosto, tuvo que retirarse luego de sufrir un revés en el combate de Tucutucu. 

Alrededor de quinientos trujillanos, comandados por los capitanes Fernando Manuel Vera de Alarcón y José Antonio Gil de La Hita, tomaron las armas para defender la urbe, repeliendo los repetidos y furiosos embates de los invasores, quienes desataron la furia de su artillería con culebrinas y un par de cañones robados al piquete de Pérez de Espinoza en Tucutucu. 

Los capitanes resistieron hasta la tarde del 31, cuando se vieron forzados a sonar la retirada para evacuar la ciudad.  Grammont los persiguió. Sin clemencia, ordenó acribillarlos a punta de plomo mientras mostraban sus espaldas. Los heridos caídos en el camino fueron pasados a cuchillo, y esos pocos que sobrevivieron a la masacre pregonaron la inevitable entrada del invasor. Esa noche muchos abandonaron sus propiedades para escapar. Otros, más envalentonados, quisieron defender la ciudad. Pero ya era demasiado tarde.

Amparados por la oscuridad, cayeron por sorpresa sobre el cuerpo que apenas comenzaba a organizarse. Antes de las primeras luces fueron apresados. La madrugada del primero de septiembre los piratas amanecieron arremolinados en la plaza. Quienes osaron resistir pidieron misericordia en nombre de Dios. Él soltó una risotada, escupió un salivazo de tabaco mascado, se limpió la barba con la manga de su camisa, pronunció improperio en su lengua natal, y ordenó quemar la iglesia Nuestra Señora de la Candelaria, comenzando por el altar y crucifijo, frente a esos hombres, que fueron arrastrados a las puertas del templo para ser degollados, mientras veían arder en el infierno al redentor y la santa madre que lo parió. 

Apilaron más de un centenar de cadáveres en la plaza luego de las ejecuciones y procedieron a hacer lo mejor sabían después de realizar una matanza. Saciaron apetitos viciosos en el Estanco de aguardiente, chimó y tabaco, estimulando sentidos antes de terminar con la faena. Todo lugar sagrado fue violado por aquellos demonios de mar, que procedieron a saquear el Convento de San Francisco de Asís y San Antonio de Padua de La Recolección, la Ermita de La Chiquinquirá, y la capilla del Cristo de La Salud.

Recolectado tesoro para los cofres, siguieron con los animales. Los rebaños vacunos de Juan de Escoto, Ángela Rodríguez de Espina, y el sargento Fernando Araujo, principales ganaderos de los alrededores, fueron incautados. Mismo sucedió con las caballadas de Lorenzo Fernández de Graterol y Juan Castañeda, así como las ovejas de Juan de Urbina Velásquez e Ignacio García. Después de hacerse con bestias, grano, y provisiones, por mera diversión, prendieron en llamas el granero comunal, los depósitos de cacao, harina y papelón, además de la pulpería del pardo Diego Pío Asuaje. 

Dos semanas duró su estancia en Trujillo. Luego paseó por sus alrededores, azotando las aldeas de Río Castán, Cerro Vichu, la Peña del Loro, Quebrada de Los Cedros, La Chapa, La Paz, Carmona, El Calvario, Coloraito, Musabás y sabrá Jesucristo cuál más. Familias enteras renunciaron a sus predios, marchando en penosa migración hasta Mérida y Barinas, sorteando las atrocidades cometidas por el gabacho y su áscar de paganos sanguinarios, que dejaron cuerpos regados por cualquier caserío visitado. Bastante se divirtieron desollando esclavos que se negaron a delatar el camino tomado por sus amos, o dónde guardaban sus riquezas.

Controlada la ciudad y zonas aledañas, quiso continuar su camino hasta Mérida o El Tocuyo, pero, como el buen bandido sabe cuánto puede cargar el saco antes de romperlo, entendiendo que el fruto del pillaje era suficiente para repartir fortuna entre la tripulación de sus navíos, prefirió regresar a la costa del lago, sacrificar los rebaños, despostar los animales, salar carne para la venta o consumo, y cargar todo lo robado en sus barcos, llevándose consigo a La Tortuga, luego de cuatro meses de rapiña, un equivalente a 150.000 escudos de oro.

Jimeno Hernández
Últimas entradas de Jimeno Hernández (ver todo)
(Visited 174 times, 13 visits today)

Guayoyo en Letras