Caracas bifronte
Por Carlota E. Martínez B.
@venecialeona
Cuando mi hija tenía escasos 5 o 6 años comenzó a mostrar una particular afición por esos animales grandes, muchos de ellos furiosos y hoy desaparecidos: Los dinosaurios. Lo que fue el motivo de varias correrías de los miembros de la familia por tiendas, cines y exposiciones donde la pequeña pudiera saciar su curiosidad en torno a la variedad de esta especie, sus costumbres y demás acontecimientos que rodearon su existencia y posterior desaparición.
De esta manera, Tiranosaurios Rex (los más grandes y feroces), Velocirraptor y Stegosaurios, entre otros, comenzaron a poblar los espacios de la casa. Papá que siempre propició en su descendencia el amor al estudio, creyó descubrir en su pequeña nieta la veta científica y de investigadora que parecía colmar sus anhelos y comenzó a soñarla en labores de arqueología, vestida tal vez como aquellos famosos exploradores alemanes de principios del siglo pasado quienes iban tras el secreto oculto de las momias egipcias. Cierto día pues, se presentó en la casa con un extraño ejemplar de una goma flexible y colorida con dos cabezas que de allí en adelante mi hija atesoró sin reservas hasta el día de hoy, por razones lógicamente más sentimentales que científicas. Aquel dinosaurio de goma nos pareció algo amarillista, la excresencia de una imaginación acalorada; una creación, en fin, algo heterodoxa, un remedo más bien de la especie extinta y hoy rediviva. Y allí está, paradito con sus colores firmes, con dos caras una mirando a un lado y otra al contrario.
Así se me antoja Caracas, una ciudad bifronte, amable a veces, siempre amarillista. Y es que yo vivo dos Caracas. Por un lado la fea y cada vez más fea, la que está en permanente construcción o destrucción, no sé. La que es difícil descifrar, la que se empeña entre las ruinas asaltándonos a cada paso; y la de mis recuerdos. Con ellas convivo y según sea mi ánimo o mis ganas, en última instancia mis circunstancias, transito por una o por la otra.
En la de mis recuerdos y vivencias, Caracas es Pastora que se asoma. Es Galipán que baja en la neblina en cesta de gladiolas y claveles << ¿A cuánto está el paquete de gladiolas señor? >>. Era la pregunta obligada de mamá el sábado por la mañana. Desde Galipán las flores venían en unos guacales especialmente construidos para sus traslados por campesinos de sombrero y alpargatas, con olor a ahumado y mastranto al margen de la voracidad de los días que vendrían. Más allá del límite que marcaba la puerta de la calle, haciendo un ruido ensordecedor al raspar sin compasión los adoquines que antes fueron mudos testigos del paso de carretas y caballos en su camino hacia o desde el centro de la Ciudad, también los fines de semana subían y bajaban las carruchas cargadas con bolsas de fique destinadas para los enseres que las amas de casa traían del mercado. Allí cuando llovía, como la calle era en pendiente, no podían faltar los barquitos de papel que entre risas y goterones abandonábamos sobre la corriente de agua turbia que bajaba calle abajo hasta desaparecer entre los alcantarillados más próximos. Puertas adentro, como la biblioteca de papá quedaba a ras del segundo patio, por encima de la tapia que daba a la casa vecina se podía mirar a lo lejos en el Ávila “El Castillo de los Españoles”. Destino obligado en la Semana Santa cuando a eso de las 7 de la noche, sin miedo ni restricción alguna por eso que llaman el hampa, nos reuníamos con unas lamparillas en las manos hechas de papel y velas para acompañar la procesión del Santo Sepulcro.
Un poco más allá en el tiempo, Caracas era “María Moñitos” una antigua peluquería infantil ubicada en una casa bella y amable en un Chacaíto que provocaba transitar. Era fuentes de soda donde te servían en bandejas adaptadas cómodamente a tu propio carro las bebidas y el condumio. Era Drugstore, Sears y la Gran Avenida, Cines de parroquia: Roma, Plaza, Alcázar o Granada sólo para mencionar los más cercanos. Restaurantes italianos con jardincillos hacia la calle. El restaurante El Campo ¿Cómo olvidar? Era serenata y arroz con “picó”. Pero sobre todo, Caracas era silente y tranquila.
Un buen día a los vecinos de al lado se les ocurrió construir otro piso por encima de la tapia y adiós castillo y vista al Ávila. Allí supe que algo había comenzado a cambiar. Y poco a poco, demolición tras demolición, ahora todo o casi todo son recuerdos. La Caracas que conocí día a día la ha ido desdibujando el tiempo. Hablo de mi Caracas. De esa que se fue configurando en mi memoria en los tempranos cincuenta. Cuando El silencio era una urbanización de una clase media en expansión en el marco de un país que se modernizaba. Cuántas veces he querido retornar y no hay caminos. Siempre es otro el paisaje. Siempre son otros los lugares y entonces hay que desembolsillar la brújula para no perderse, como mi niña la exploradora. Caracas no es nunca la misma. Demasiado cambiante, nunca se sabe. El viejo restaurant al que un día retornamos emocionados, ya no está. Un cine, una plaza, un árbol centenario, un antiguo mercado, todo pervive en el recuerdo.
Por eso digo que Caracas son dos Caracas, como el dinosaurio de dos cabezas de mi hija: La de la nostalgia que está puertas adentro, la que nos asalta como un fantasma desde los rincones. Es la que encontramos en una fotografía, a través de una conversación, la que se prefigura desde el perfil de un objeto celosamente guardado en cualquier lugar, entre las letras de los libros, en el rescoldo de una calle o avenida. Y está la Caracas heterogénea, sin identidad y sin estilo definido. La del capricho y la violencia. Esa es estallido, un salto aquí en el pecho, copa derramada, espejo que se quiebra, paso apurado, llanto, pared escarapelada, basura, grito, noticias que se repiten como una letanía, colas interminables, hueco, charco, alcantarilla rota, encierro, reja y paranoia, vitrinas y más vitrinas en centros comerciales que surgen como refugios antiaéreos, incertidumbre, fuego y traqueteo. Caracas es una ciudad a medio hacer atrapada entre sueños.
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