Sandalias aplastando zapatos finos

Por Jorge Olavarría

@voxclama

 

 

 

«Repudiando las virtudes del mundo, los criminales desesperadamente pactan organizar un universo prohibido. Acuerdan vivir en el. Era aire allí es nauseabundo; ellos lo pueden respirar». –Jean Genet

No puede ser… quedé atónito, lo admito. Las redes sociales deben estar colapsadas, me dije. Una llamada me informaba que una reducida turba de hombres, deyección de parásitos, colectivistas, chaburros, osaba paralizar el tránsito de la arteria vial más importante de Caracas. Para amenazar, atacar con botellas, proferir insultos e impedirle el paso al minibús tripulado por ocho Senadores brasileros y sus anfitriones, Patricia de Ceballos, Lilian Tintori y, por supuesto, María Corina Machado. El evento no era la cumbre de la estupidez. Se asemejaba a la cima de la locura.  Los senadores de paltó y corbata, se mostraban pasmados dentro del vehículo, encarados a una turba de “vagabundos” (como los definieron) preguntándose si acababan de llegar a Siria, Libia o Iraq.  ¿Somalia quizá? Entre el recién aterrizado séquito de representantes brasileros estaba el personaje que casi que quita el puesto Dilma en las últimas elecciones presidenciales.

 

Saloth Sar, mejor conocido como Pol-Pot y sus temibles pandillas del Kremer Rouge (Jemeres Rojos) entraron en la Capital del país, Phnom Penh en 1975. La gente salió a las calles a celebrar su llegada porque, hastiados con la guerra, significaba la llegada de la paz. Este era el bando victorioso y los camboyanos le daban la bienvenida a otro “amo” cuyos principios e ideologías, fueran los que fueran, tenían que ser mejor que la prolongación de una feroz guerra fraticida que se extendía por más de doce años. Pero el pueblo se equivocaba horrorosamente. El final de la guerra significaría mucho más que un nuevo sistema político o las exigencias de los nuevos conquistadores. 

 

Los depuestos líderes políticos, militares y de cualquier índole sabían que con estos guerreros manados de la selva, no habría negociación posible. Para cando los rojos tomaban la capital, ya todo padre o madre con los recursos o los amigos para desterrarse, había escapado. Quien pudo salir, salió. Dejaron sus casas, sus vehículos, tiendas, propiedades y se largaron en cualquier medio disponible o a pie antes de que se cerraran las fronteras. Quienes por deber o por torpeza esperaron demasiado, se asilaron en las embajadas.

 

El nuevo liderazgo no perdió tiempo en protocolo. Con determinación feroz, de inmediato pasaron a ejercer el poder sin piedad. Prometían comenzar de cero, todo nuevo, el nuevo hombre, la nueva sociedad, el nuevo mundo. Todo sería cambiado. Le cambiarían el nombre a la nación a- Kampuchea Democrática, sus instituciones políticas derogadas, sus tradiciones manipuladas al servicio del partido único. Era vital para el futuro modificar el pasado, arrasar con todo legado del capitalismo, del imperialismo, libertades y derechos, y de todo lo impuesto por el mundo moderno, europeo, dominador, imperialista.

 

Y así los camboyanos permitieron que el nuevo régimen estructurara un universo de represión y terror empeñado en la eliminación de todo lo que tuviese algún vínculo con el asqueroso pasado, con lo extranjero o con el progreso individual, egoísta, dispuestos a creer en la superación, el estudio, la meritocracia, la autoridad del saber y toda esas patrañas elitistas. El hombre común, -parámetros culturales obviados, sabiéndose inasistido por el mundo civilizado, aturdido por la demencial retórica del resentimiento nacional-socialista y consiente de la imposibilidad de sublevarse al feroz fanatismo y la feroz inhumanidad de sus nuevos lideres, no puso ninguna resistencia. Permitió a brazos caídos que lo despojaran de todo y lo llevaran al matadero sin siquiera quejarse.

 

Ese es una de los acontecimientos más afligida que tiempos y lugares hayan presenciado. Esa es la escena que presenció el taxista, el viajero, el ingeniero viendo a una turba cerrándole el paso a un minibús con ocho senadores extranjeros, venidos a Caracas a visitar a Leopoldo López por razones humanitarias. 

 

Pero en Camboya los chanclos populares aplastaron a todos los que usaran o hubiesen usado zapatos occidentales. Saber hablar otro idioma, así fuere rudimentariamente, delataba a los colaboracionistas cuyas mentes habían sido tan corrompidas que era un deber revolucionario eliminarlos. Los asistentes más acérrimos del imperialismo y la subyugación eran, por supuesto, los maestros—a todos los niveles. Sus academias habían maculado la patria y sus enseñanzas corrompido al pueblo. Pronto, comenzaron a escasear las balas. Pronto, comenzaron a escasear los ciudadanos mayores de veinte años.

 

Pero era dificultoso reeducar a un pueblo que por tantos siglos había tenido contacto con la enfermedad de la codicia, la peste del individualismo, esclavizada por el espiral de productividad capitalista. Solo con la virtuosa doctrina del comunismo era posible purificar a cada individuo a servir y amar al país y al Estado sin esperar nada a cambio, ni recompensas, ni agradecimiento siquiera.

 

Y un día aullaron las sirenas en las ciudades. Se había emitido una orden inapelable de evacuación. ¡Todos al campo! Era imperioso evacuar a los ciudadanos al campo para que recuperaran la esencia primaria, natural. En las ciudades eran unos burgueses detestables que dormían en camas, tomaban agua de los grifos,  buscaban sus alimentos en tiendas. En el campo recuperarían la dignidad que da trabajar la tierra, sembrar, atender la cosecha. 

 

Luego de la intervención de la opinión pública, el control de la educación es el propósito más codiciado de todo régimen despótico porque los niños son más fáciles de moldear. En la Kampuchea Democrática, el poder lo ejercía la jerarquía política pero los actos más atroces los realizaban sobre todo muchachos y niños. El régimen de Pol Pot en algún momento contempló exterminar a todos los hombres y mujeres mayores de 30 años porque estaban demasiado contaminados. En su tiempo, Stalin asesinó a más de 20 millones de compatriotas y en sus funerales quienes lloraban al Padre Stalin en su mayoría eran huérfanos cuyos padres habían sido exterminados por el Camarada.

 

En Venezuela el adoctrinamiento, o debilitarle la resistencia al ciudadano ha sido un proceso costoso y lento pero muy exitoso. Cada día con menos quejas, nos «adaptamos» a cada una de las nuevas imposiciones totalitarias del régimen. Pero igual, la libertad y la democracia ya están perdidas, si no de hecho, de espíritu. Y no solo porque nos han quebrado el espíritu sino porque sabemos que no tenemos a donde recurrir. Pueden venir ex presidentes de otros países,  senadores, periodistas, el Papa Francisco y hasta Mijaíl Gorbachov en calzones pero eso no cambiaría que no hay instituciones democráticas imparciales, y sin eso no hay legislativo que legisle, no hay tribunal que crea en la justicia, no hay la más remota posibilidad de elecciones limpias. No hay salida. 

 

Los mismos guerreros, asesinos y ladrones que se iniciaron en la vida del país con dos intentos de golpe de estado militares, los fascistas que han utilizado la democracia para demoler todas las instituciones democráticas seguirán en el poder. En Venezuela, como en tantos otros países víctimas de la locura desenfrenada, nadie hizo ni hará nada. Por ahora.

 

En Europa, los Judíos avisados y advertidos por el propio Führer de los planes de la revolución Nacional Socialista alemana, que llegaban a los campos de exterminio nazi eran recibidos por la consigna Arbeit Macht Frei, que significa, el Trabajo te Liberará. Lo increíble es que la mayoría se lo creyeron.

 

La locura desatada en Kampuchea Democrática la detuvo nada menos que su vecino, Vietnam (y en principio aliado ideológico). Asqueados con los reportes de lo que ocurría, Vietnam decidió invadir y tratar de ponerle fin a la barbarie que se había desatado en el vecino país que hoy sabemos fue el auto-genocidio (porcentual) más bestial que conozca la historia. Las justificaciones de esta exterminación no valen nada. En ningún contexto y bajo ningún parámetro. En ese diminuto país de cerca de siete millones de habitantes, casi dos millones de sus propias gentes sufrieron las muertes más atroces concebibles. El hombre nuevo.

 

Algún día leeremos: La locura desatada en la República Bolivariana de Venezuela la detuvo nada menos que… 

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