Convenientemente callado
Por Beatriz Muller
Camina de un extremo a otro con pasos cortos, pausados y distraídos. Se detiene. Mira hacia las paredes, mira por la ventana, mira a todos. Me mira a mí. Y yo la veo. La observo en su caminar lento cuando se acerca al escritorio, toma sus papeles y lee. Miro sus manos, más que nada sus manos en las que parecen acumularse los años, porque en su cara, su pelo y su ropa luce más joven que en esas manos de venas enraizadas y manchas que comienzan a aparecer.
La escucho discutir temas, explicar. Habla de la razón, de verdades, de teorías. De sabios. Parece que los entiende. Los ha estudiado. Yo en realidad no los comprendo porque miro de nuevo sus manos; la izquierda, y veo el anillo plateado que lleva en el dedo medio mientras sigue hablando de teorías estudios y libros. Gesticula, respira, toma agua. Entonces dice cosas inteligentes, hace preguntas y nos mira a todos con ojos interrogantes.
Yo la imagino bruta en sentido mágico. Sin maquillaje y despeinada, dejando la liga que lleva en la muñeca sobre la mesa de noche antes de acostarse a dormir. O en el baño, o la peinadora. Sigue hablando de libros, maestros, de gente inteligente como ella, y la sigo imaginando ignorante. Inocente. Imparcial. Como debió ser en un principio.
Miro su ropa, los zapatos, el mismo peinado.
La veo en su oficina. La imagino en su casa recibiendo invitados, ordenando su ropa, pensando en la comida, criticando lo que no le gusta. Amarrándose el pelo para darse un baño.
En este espacio la sigo escuchando y tomo notas de lo que considero importante, de lo que ella resalta. Me fijo en lo demás: en las paredes rayadas, en Eva que se cortó el cabello, en las cinco personas que llegaron tarde a la clase. En ella con el marcador en las manos, abriendo, cerrando, escribiendo en la pizarra, arreglándose el reloj. Mirando.
Y ahí en medio la recuerdo desnuda. Con su pelo cuatro dedos por debajo de los hombros tapándole la nuca, resbalando por su cuello, rozando mi pecho inocente de vellos finos y enrollados.
Pero sigue aquí con ropa bonita frente a todos, sin ropa en mi memoria. Gesticulando con sus manos de señora que parecen no tener conexión con la piel suave de sus muslos y su abdomen. Mirándome con miedo, con ganas y celos de la compañera que me habla bajito en su clase, en sus ojos que me ven demasiado joven, convenientemente callado.
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