Bajo Tierra
Por Juan Carlos León
@juancarlosleo11
A estas horas estoy completamente exhausto, me duelen las manos, la espalda y el cuello; pero ya está hecho, ahora puedo dormir. Estoy sucio, sí, pero demasiado cansado para ir a bañarme. Hace calor y la noche está increíblemente quieta; o muerta, claro, muerta es la palabra adecuada. Es una de estas noches perfectas para descansar en paz.
« ¡No!, no puedo dormir, debería echarle un vistazo, una última mirada para asegurarme de que todo está bien. ¿Me habrán visto? ¡Coño!, seguro que me vieron»
Me siento sobre la cama. El corazón me golpea el pecho con violencia como si tuviera ganas de salir de su encierro. Miro la puerta abierta de mi habitación, tomo aire y entonces pongo un pie fuera de la cama, dispuesto a volver para revisar.
« No, definitivamente no me vieron. Vamos, ahora estás seguro, tranquilízate y duerme»
Trato de hacerme caso, cierro los ojos e intento relajarme. Tengo sueño, sí, pero no puedo quitarme estas imágenes de la cabeza. Así es como comienzo a repasar, poco a poco, cada evento desde que me levanté en la mañana, cuando creía que iba a ser un día extraordinario. Lanzo una carcajada; es una risa nerviosa y tan fuerte, que casi siento dolor cuando me rio, en efecto fue un día fuera de lo ordinario, eso sí que es gracioso, casi irónico.
Sigo repasando: Un día de trabajo común en el pasillo de telefonistas. Las mismas caras, los mismos uniformes, el mismo aroma del café recién hecho, el mismo sonido incesante de los teléfonos al sonar, ese que taladra en lo más hondo de tu cerebro y te siembra ideas extrañas en la cabeza.
«No debí levantarme esta mañana, seguro que estaría bien ahora, dormido, tranquilo»
«Debería levantarme. Debería revisar. ¡No! No sigas haciendo esto, te vas volver loco si sigues así. Ya lo hiciste, todo está en orden. Mañana si será un día extraordinario. »
Vuelvo a reírme y el sonido de mi risa llena los rincones de la habitación produciendo un eco repetitivo hasta convertirse en una tos seca e incontrolable.
Me duermo al fin. Lo sé porque debo estar soñando. Y es que ahora ya no estoy en mi cama, de repente estoy descalzo y camino en el patio de mi casa; lo sé porque siento la tierra fría y las hojas secas en la planta de los pies. El patio es más grande de lo que recuerdo y hay plantas que nunca he visto en mi vida, pero ahí está el árbol de mangos, es ahí a donde voy.
En el cielo oscuro, hay corbatas que aletean como pájaros, teclados de computadora y escritorios que se mantienen suspendidos en el vacío. Siento un miedo irracional, pero sigo caminando hasta llegar al árbol y al pie de este, a parte de varios mangos podridos, hay enorme agujero. Me acerco hasta que puedo mirar dentro y descubro entonces que está vacío.
Despierto de un salto y corro al patio, rumbo el árbol de mangos y al agujero. Todavía está de noche pero la luz de la luna me permite ver que la tierra está removida, el agujero sigue cubierto, pero debo asegurarme. Me hinco de rodillas y comienzo a escavar.
Escarbo en el suelo desesperadamente y logro ver un trozo de tela roja. Saco más tierra y descubro al fin una mano. Sigo hurgando hasta que hasta que parece su cara; tiene los ojos abiertos y sucios, tiene sangre, heridas y moretones.
«Sigues aquí, Esteban, bueno, no es como si pudieras irte ¿o sí?»
Vuelvo a reír a carcajadas, mi mente me ha jugado una broma, por un momento creí que… no sé lo que creí, debo estar enloqueciendo. Cubro el cadáver de Esteban y al mirar mi obra noto el desnivel en el suelo, justo donde está enterrado; sin importar el volumen del cuerpo, pareciera que hace falta más tierra para llenar el agujero por completo.
Debo estar paranoico, me digo y regreso a la cama. Justo antes de cerrar los ojos, pienso en ir a revisar una vez más, pero me toco las manos y siento la tierra encima. Ya lo has revisado, susurro, sigue ahí.
Repaso mi día de trabajo de nuevo, empiezo justo donde me quedé antes de dormirme: Ahí está Esteban con su sonrisa desagradable, con sus modales perfectos. Sigue diciendo que todo está en orden. Le digo que debo irme temprano, que no me siento bien. Que la cabeza está a punto de explotarme en mil pedazos. Le digo que si vuelvo a oír otra llamada el relleno de mi cráneo manchará las paredes de mi cubículo. El repite que todo está en orden, que necesito descansar y se ofrece para traerme a la casa.
Y así lo hace, me trae a la casa, siempre tan amistoso, siempre tan atento el buen Esteban.
Me sigue doliendo la cabeza, escucho chillidos en mis oídos de ese maldito tono del teléfono repitiéndose una y otra vez aunque ya no esté en el trabajo. Esteban abre la boca, pero no escucho sus palabras, solo sale ese ring ring repugnante que me hace querer matarlo.
Y lo mato, lo engaño diciéndole que se siente en mi sala mientras le busco un café. Me voy a la cocina y regreso pronto, pero no traigo una taza de café, traigo un martillo con el que le destrozo la boca y la frente a mi compañero de trabajo hasta que deja de moverse. Lo bueno es que me siento mejor después de eso, lo bueno es que sonido del teléfono, el ring ring, se detiene mágicamente. Me rio después, vaya que lo hago de buena gana, toso y me carcajeo como si estuviese loco, aunque no creo que esté enloqueciendo, cómo podría estar loco si recuerdo cada cosa que hice y además puedo justificar cada uno de mis actos. No, la locura debe ser cuando pierdes conciencia de ti mismo y yo sigo consciente.
«SIGUE AHÍ, NO SE HA IDO» Y con esa frase en la cabeza vuelvo a dormir.
Pero no me lo creo totalmente. La noche transcurre entre pesadillas y sueños, en unos Esteban se levanta y corre a contarle a la policía lo que hice, en otros se arrastra hasta mi cama y me estrangula balbuceando el ring ring que me destroza los tímpanos mientras que su boca chorrea un torrente de lombrices y barro espeso. Paso la noche despertándome a cada rato y corriendo a desenterrar a Esteban para saber si sigue ahí, siempre lo encuentro tal como lo he dejado la última vez, pero en ocasiones parece burlarse de mi con esa horrible mueca en su cara.
Aun así, la mañana me sorprende medio dormido y envuelto entre sabanas sucias. No sé qué hora es, pero sé que ya es tarde para ir al trabajo. Al recordar el día anterior me pregunto todo habrá sido un sueño causado por el cansancio y el repugnante Esteban sigue vivo, pero tengo las manos hinchadas, ampolladas y ensangrentadas de tanto excavar, me duele todo el cuerpo y me arden los ojos.
No lo he soñado. Y definitivamente no iré al trabajo, lo que haré será meter ropa en un par de maletas y comprar un pasaje de autobús a… no sé, Ciudad Bolívar parece bastante lejano. Me río, pensando esto, sé que me atraparan, no sé por qué me parece gracioso pero no puedo parar de reír.
De pronto suena mi celular. Como por un reflejo lo tomo de la mesa de noche y lo pongo en mi oreja.
—¿Aló?, ¿Ramiro?, ¿no vienes hoy al trabajo? —Al escuchar la voz un espantoso escalofrío me recorre el cuerpo desde las piernas hasta la nuca. Ya no tengo ganas de reír— ¿Llamaba para saber si te sentías mejor?
—¿Quién es? —pregunto, sintiendo que la voz se me quiebra de miedo porque ya sé la respuesta a mi pregunta.
—Soy Esteban, chamo, ¿todavía estás jodido? —Se me hiela la sangre cuando me dice eso y siento el calor y la humedad de mi orina manchándome los pantalones. Me asomo por la ventana, ahí está el árbol de mangos apacible y tranquilo, dejándose acariciar por la brisa de la mañana—. Te estaba llamando al teléfono de la casa pero esa vaina como que no sirve… ¿aló, aló, Ramiro?
No digo nada, suelto el celular y salto por la ventana. Corro a toda velocidad en dirección al árbol y me arrodillo. El agujero está cubierto.
¿Sigue ahí? Me pregunto. ¡No, no puedes ser, acaba de llamarme!
Sin pensarlo más comienzo a escarbar de nuevo, saco montones y montones de tierra sin encontrar nada aun. Justo cuando comienzo a desesperarme lo veo, en su color negro de siempre, saludándome, esta vez sucio y hecho añicos, pero igual de desafiante. Y entonces, cuando estoy a punto de gritar, atormentado por la confusión, el habla de nuevo y lo que dice es Ring ring.
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